Odio y veracidad
¿Cuáles son las usinas de las que surgen los discursos de odio en nuestro país? Sin dudas: los “poderes fácticos”, corporativos, empresariales, judiciales y mediáticos que buscan imponerle a la sociedad argentina una “nueva normalidad”.
Los discursos de odio son el ariete del proyecto que aspira a una manipulación irrestricta de la fuerza de trabajo, que pretende eliminar los pocos reductos de soberanía nacional que nos quedan y que impulsa unos formatos depredadores de la vida.
Los discursos de odio son la expresión de un devenir fascista del mando del capital y de un tiempo en el que este ya no necesita encubrir su violencia en formas legales. La crisis del sistema judicial, en buena medida, se relaciona con esta circunstancia. Estos discursos son signos de un capitalismo en descomposición. Una civilización agoniza y todo indica que en su larga despedida no ahorrará odio y muerte.
Hay una contrarrevolución en ciernes. Una rara contrarrevolución, sin revolución pasada y sin amenaza de revolución futura. Anticomunismo sin amenaza comunista. No hay contendientes sistémicos de fuste a la vista, por lo cual todo hace pensar que la inestabilidad de la sociedad burguesa responde a sus propias contradicciones.
La sociedad burguesa parece haber asumido que su subsistencia exige la profundización de sus propias aberraciones. No quedan resquicios para la filantropía burguesa.
Los discursos de odio tienen efectos de verdad e influyen directamente en los aparatos represivos del Estado, pero también en las personas “comunes” que suelen ser las más peligrosas. Pueden alentar el desprecio a la pobreza y las fantasías paranoides. Pueden proponer un libre mercado de órganos humanos. Pueden reivindicar repúblicas abstractas mientras defienden la dictadura orgánica y concreta del mercado.
Las palabras estigmatizantes, punitivistas, discriminatorias, lanzadas desde tarimas poderosas y replicadas hasta el hartazgo, las ráfagas de vaticinios, tarde o temprano se convierten en balas. Pueden matar, apelando a distintos agentes, a una mujer en su casa del conurbano [de Buenos Aires], a un pibe en el barrio de Barracas o intentar matar a una vicepresidenta de la Nación en el barrio de la Recoleta, en todos los casos, como una forma de imponer la jerarquía y la autoridad que requiere la dictadura orgánica y concreta del mercado.
Los grandes medios de comunicación no son idiotas útiles. Son idiotas morales. Son absolutamente conscientes de la violencia que generan, de la muerte que trafican. Están para eso.
El problema es la intangibilidad de la manipulación simbólica a la que se suele adjudicar una cuota de responsabilidad menor que a la acción directa. El problema es la impunidad total de las y los que emiten (o amplifican) símbolos e imágenes. El problema es el enorme poder de las usinas generadoras de los discursos de odio.
Una parte importante de la sociedad argentina identifica a Cristina como un medio resistente, posible y concreto, capaz de contrarrestar el poder de esas usinas. El intento de asesinarla, y el momento de intensidad política que produjo, ratificó esa condición. Le confirió a su figura más veracidad como símbolo de autodefensa. ¿Podrá asumir esa responsabilidad y traducirla en política?
El intento de asesinar a Cristina también nos recordó el comportamiento político-empresarial de las clases dominantes argentinas y el peso del modelo trágico que signa nuestra historia. Para las clases dominantes todo aquello que representa un límite a su poder (o la amenaza de un límite) es una declaración guerra. Toda función reparadora del universo popular es una declaración de guerra.
Y aunque Cristina nunca se corrió de la férrea objetividad burguesa (jamás dijo aspirar a otra cosa), aunque los límites que propuso y propone no alimentan ninguna “enemistad estructural”, las clases dominantes la repelen, como a la misericordia y a la piedad.
Lanús Oeste, 2 de septiembre de 2022.
La Haine