Oppenheimer y el ABC del Apocalipsis
Para valorar el nacimiento de la [Norte]América atómica, expuesto como sólo Hollywood puede hacerlo, vi Oppenheimer, de Christopher Nolan. Salí del cine reconociendo el acierto de la película al retratar al protagonista, J. Robert Oppenheimer, como un compañero de viaje en esta aventura llamada vida.
Interpretado por el actor irlandés Cillian Murphy, Oppenheimer resultaba accesible para todos los que nos hemos enfrentado a los retos de la vida y a nuestros imperfectos esfuerzos por superarlos. Que los retos de Oppenheimer fueran de un alcance y una escala inimaginables para la mayoría es irrelevante: el público sintió compasión por el hombre, no por el mito, y por eso la película es un gran éxito.
Sin embargo, en su descripción casi aburrida de la banalidad de la bomba que sirve como pieza central de la creatividad de Oppenheimer, la película fracasa. A pesar de lo mucho que aprecio haber aprendido a querer al hombre Oppenheimer, tenía muchas ganas de salir del cine con un miedo mortal al arma que ayudó a crear. En este aspecto, la película se resiste: la bomba era pura ostentación y nada de sustancia. La escena inicial de Salvar al soldado Ryan sigue resonando en mí hasta el día de hoy; nada de la creación de Oppenheimer se me quedó grabado una vez que pasaron los créditos de la película.
Fue la «Súper» de Edward Teller –la Bomba de Hidrógeno– la que infundió miedo en los corazones de los espectadores, una bomba cuyo poder destructivo se simbolizaba en un mapa, utilizando un compás de dibujo que colocaba círculos alrededor de las principales ciudades del mundo mostrando la circunferencia del alcance letal de la «Súper». Yo no sentí tal temor al contemplar la creación de Oppenheimer.
Que el «artilugio» de Oppenheimer sea la causa de un caos calamitoso nunca resuena. Oppenheimer luchó, tanto en vida como en la pantalla, para obligar a aquellos con los que compartía el secreto de la muerte nuclear a comprender la absoluta necesidad de devolver el genio atómico a su botella. Oppenheimer, tras haber contribuido a desencadenar este terrible poder, comprendió el pecado mortal que él y sus colegas científicos habían cometido.
Concebido para derrotar a las fuerzas de la Alemania nazi, el «artilugio» de Oppenheimer nació en cambio para intimidar [o destruir] a la Unión Soviética -nuestro aliado en tiempos de guerra– a expensas de los japoneses, que estaban dispuestos a rendirse pero primero había que darles un escarmiento.
Esta escasez de destrucción directamente relacionada con el arma de Oppenheimer disminuye el impacto de su posterior remordimiento por haberle dado vida. Además, dificulta el uso de la película de Nolan como base sobre la que sustentar el sueño de Oppenheimer de desterrar el poder destructivo de la fisión y la fusión nucleares del arsenal de la Humanidad, limitando su utilidad a la producción de energía, simplemente eso: un sueño.
Hubo un tiempo en que la humanidad temía la inmediatez de su aniquilación nuclear. Los niños crecieron aprendiendo a «agacharse y cubrirse», mientras que los adultos aprendieron a promover la distensión frente a la confrontación, soportando décadas de Guerra Fría porque temían las consecuencias del incendio nuclear que se produciría si el conflicto entre superpotencias rivales llegaba a calentarse.
Las generaciones actuales han olvidado los ecos malignos de la perdición eterna que atronaron el desierto de Alamogordo en una mañana de julio de 1945; no echaron miradas furtivas al cielo durante la crisis de los misiles de Cuba, preguntándose si el sol poniente sería el último que verían, o si su luz moribunda sería sustituida por una luz brillante como si «cientos de miles de soles se elevaran a la vez hacia el cielo», como Krishna en el Baghava Gita. «Ahora he devenido Muerte, la destructora de mundos», afirma haber pensado Oppenheimer en el momento en que su artilugio teórico se convirtió en la realidad de la desaparición colectiva del hombre.
Renunciando a la finalidad del destino que ha heredado, la humanidad se ha vuelto inmune a la muerte masiva. La gente muere todos los días, eso es cierto. Pero el mundo ya no teme la inminencia de la muerte masiva nuclear, el fin de toda la vida tal y como la conocemos. Tal realidad está más allá de la imaginación, porque simplemente ya no la imaginamos, a pesar de que su causa reside entre nosotros, sin ser vista porque optamos por estar ciegos.
Oppenheimer podría haber sido la película que ayudara a arrancar las anteojeras a los actuales ocupantes del planeta Tierra, despertándoles a la realidad del precipitado camino por el que todos caminamos, al borde de un abismo nuclear del que no puede haber salvación.
Las gracias de Dios no pueden salvar a quienes se niegan a salvarse a sí mismos. La arrogancia de unos hombres cuya capacidad intelectual se limitaba a descubrir los defectos de los hombres para poder destruirlos está bien plasmada en Oppenheimer, la película. No así las consecuencias de sus actos. De su insignificante catalogación de la fragilidad humana surgió el desarrollo de una industria de armamento nuclear cuyo alcance y escala están más allá de la capacidad de comprensión de la mayoría de los estadounidenses, al igual que su propósito.
La idea de facilitar el mecanismo de nuestra inevitable desaparición –porque si no se devuelve el genio nuclear a su botella, se desatará de nuevo– en nombre de nuestra seguridad colectiva es un truco cruel que el gobierno estadounidense juega con sus ciudadanos. Existimos, al parecer, para promulgar los medios mismos de nuestra destrucción, pervirtiendo el propósito para el que fuimos traídos a este mundo, que era la perpetuación de la existencia de nuestra especie. Esperar impotentemente que la humanidad tenga un despertar colectivo es una tontería.
Vi Oppenheimer con la vana esperanza de que esta película fuera el vector para la transmisión del tipo de percepción que se produce cuando uno es traído de vuelta desde el borde del desastre. Me fui decepcionado porque la película no cumplió en este sentido. No era descabellado esperar tal revelación del arte teatral; después de todo, fue El día después, de la ABC, la que contribuyó a alterar el pensamiento del Presidente Ronald Reagan en 1983, impulsándole por un camino que condujo al inicio del desarme nuclear entre EEUU y la Unión Soviética.
Pero, de nuevo, ése era el propósito de El día después: asustar al pueblo estadounidense para que despertara y no sólo deseara el desarme nuclear, sino que lo exigiera. Oppenheimer, por desgracia, fue creado para entretener. Y lo consiguió. Pero como vehículo para la salvación de la humanidad se quedó muy corto.
Al imaginar lo inevitable del fin de todo aquello por lo que he luchado para preservar y proteger, me invade la ira por aquello en lo que me he convertido: un guerrero de la paz derrotado a la espera de que una caballería invisible (y sin distintivos) cabalgue en su rescate. El día después no se produjo en el vacío: se emitió casi un año y medio después de la multitudinaria concentración de un millón de estadounidenses en Central Park, Nueva York, para manifestarse a favor del desarme nuclear y el control de armamentos. Las acciones y las voces de esta multitud de estadounidenses dieron poder a la ABC para hacer El día después, y liberaron políticamente a Ronald Reagan para que pudiera conducir a EEUU por el camino del desarme nuclear.
Oppenheimer no puede, por voluntad propia, cambiar el mundo en que vivimos. Sólo nosotros, el pueblo, podemos hacerlo.
Tomemos las riendas de nuestro futuro exigiendo hoy lo que J. Robert Oppenheimer pidió hace tantos años: que el Genio nuclear vuelva a su botella. El 6 de agosto se cumplió el 78 aniversario de la destrucción de la ciudad japonesa de Hiroshima a manos de uno de los «artilugios» de Oppenheimer. Ayudadme a dar relevancia al momento, a despertar el miedo que debería existir en las entrañas de todo aquel que tenga cerebro sobre los peligros que presentan las armas nucleares, y a reavivar la esperanza en los corazones de la humanidad sobre la absoluta necesidad de librarse de estos horribles artefactos antes de que sea demasiado tarde.
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