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Medio Oriente :: 18/06/2007

Palestina 15 de mayo de 1948: La mejor corredora de la clase

Ilan Pappe
[Traducido del inglés para La Haine por Felisa Sastre] El lento balanceo de las olas le recordaba aquel horrible día. Como ahora, era a mitad de mayo y, más o menos, a la misma hora del día- ¿o era la misma?-: la del crepúsculo mediterráneo, cuando sobre el mar el horizonte se convierte en un brillante espectáculo de color, formas e imágenes.

Pero, por supuesto, aquel lejano día ella no descansaba tan cómodamente como lo hacía ahora, con sus pies desnudos enterrados en la profundidad de la cálida y crujiente arena de la playa cercana a su pueblo.

El titileo del agua y la tenue luz solar hicieron revivir los dolorosos recuerdos y turbaron su espíritu hasta trastornarla. Entonces un repentino silencio se abatió sobre ella, sólo durante unos segundos, pero de forma rotunda y penetrante, como si todo se hubiera quedado congelado en el tiempo. Cincuenta años antes había ocurrido lo mismo: un brevísimo interludio que permitió a todos los que estaban en la playa- asesinos, víctimas y testigos- impregnarse del momento para comprenderlo de una forma tan lúcida como jamás se volvería a repetir. Ahora, su propia percepción era más serena, sin el pánico que la había asaltado entonces. En esta ocasión la envolvía una sensación de resignación. "Illi fat mat" el pasado es el pasado, se dijo Fátima para sí.

Sin embargo todavía seguía allí. La culpa la tenía aquel estudiante testarudo, curioso e impertinente en su trato con ella, que hablaba un árabe defectuoso y le había preguntado sobre aquellos traumáticos y penosos días del pasado. Fátima trataba desesperadamente de borrar de su memoria el recuerdo de la reunión que había tenido con él por la mañana y de distanciarse en todo lo posible de la playa y de sus tenebrosos secretos.

Caminó hacia la puerta: una puerta que no existía cincuenta años antes. En 1948, ninguna de las poblaciones palestinas tenía puertas, pero ahora ya no existía aldea alguna allí. Sus casas se habían convertido en un kibbutz; sus campos, en bungaloes para los turistas; y su cementerio en un aparcamiento. En los últimos quince años, había atravesado aquella puerta todos los sábados al mediodía y la comparación no la había turbado. Pero aquel vehemente estudiante lo había echado todo a perder.

A la entrada del aparcamiento (el antiguo cementerio), su hijo Ali estaba ya esperando en al asiento del conductor, tan paciente como siempre, fascinado por la voz que salía de la radio del coche. "Siempre la misma horrible cassette" murmuró de forma inaudible Fátima, aficionada en otro tiempo al cantante, y a quien en realidad no le disgustaba la canción pero estaba harta de oírla una y otra vez. Pero, de pronto, en la parte trasera del abollado Toyota, ¡no era posible!, estaba el estudiante judío.

"Andaba por aquí haciendo investigaciones y fui hacia él", explicó Ali, y por supuesto le había invitado no sólo a ir a casa sino a comer.

El "por supuesto" molestó a Fátima que era quien cocinaba. De sus cuatro hijos y dos hijas, sólo Ali, el más pequeño, seguía todavía en casa y siempre que se sentía hospitalario suponía más trabajo para ella, y Ali era muy sociable. En fin ¿qué se puede hacer?

"Marhaba,", refunfuñó.

Yaacov parecía más preocupado que antes y no esperó a que llegaran a la casa, o que acabara la intrascendente conversación habitual antes de que se sirviera la comida. Era obvio que tenía prisa y, tal como quedó claro, no se había dirigido a ellos por casualidad sino intencionadamente.

"Fátima, necesito saber dónde se encuentran exactamente las fosas comunes."

"Bueno, ya te he dicho, Yakub(1), que han pasado cincuenta años y, pongo a Dios por testigo, mi memoria me traiciona." Se detuvo, miró con ansiedad a Ali que parecía estar más pendiente de la calle.

"Escúchale, mamá, se trata de algo importante. Díselo, Yaacov."

"Quieren venir... y eso significa que ellos no encontrarán nada aquí. Tenemos que enseñar al mundo los cadáveres... antes de que ellos..". Pasaba del árabe al hebreo a tal velocidad que ella se perdía. Incluso cada vez resultaba más incoherente, incapaz de expresar sus ideas con claridad. El resto de su explicación fue acelerada y sólo alguna de las cosas que dijo tenían sentido para Fátima.

"El profesor Awad, quiere avisar a los medios de comunicación para que vengan y filmen y fotografíen las fosas y cuando el mundo sepa y..."

Y entonces, ¿ qué?, preguntó Fátima. Había aprendido de su difunto marido lo que ocurría si se molestaba a las autoridades." Cualquier aspecto trivial de tu vida se veía afectado por cargas fiscales, permisos para esto o para aquello y, lo peor de todo, por un continuado y casi diario hostigamiento de la policía y de los diablos del Shabak, el servicio secreto israelí.

"Se trata de saber la verdad’, continuaba Yaacov confusamente.

"Ciencia" y "orgullo nacional" fueron las únicas partes de las frases que pudo sacar en claro de lo que se había convertido en una perorata imparable contra Israel y el mundo académico, y a favor de la la lucha palestina.

"Vayamos a casa y allí seguiremos hablando."

Ali le había echado un capote y el coche terminaba de recorrer la corta distancia entre lo que había sido su pueblo y la barriada vecina, convertida en su nuevo hogar desde hacía cincuenta años. Ella ahora vivía en un de los pocos pueblos que habían sobrevivido a la limpieza étnica en la llanura costera de Palestina durante aquellos violentos meses de 1948.

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Atravesaron los campos de cebada- un mar de tallos rojizos que se balanceaban con la brisa temprana de la tarde a mediados de mayo. Los cinco jóvenes voluntarios que protegían el pueblo por el flanco sur, levantaron furiosamente sus Hartushes (viejos fusiles de la época de la Gran Guerra utilizados para cazar) y los dirigieron hacia los invasores. En menos de cinco minutos, habían caído abatidos por los soldados que entraron en el pueblo por el este, sur y norte para completar un círculo con los marinos que desembarcaron por el oeste desde el mar.

Fátima era una adolescente y volvía de la nueva escuela de chicas, inaugurada el año anterior. Cansada por un largo día de recitar como un loro lo que los profesores le pedían que memorizara, se dirigía a casa cuando se encontró con su hermano mayor quien le metió prisa gritando a las mujeres reunidas en la casa que se escondieran donde pudieran porque " los judíos estaban punto de llegar".

En aquellos días de mayo de 1948, a Fátima le parecía algo irreal que los judíos estuvieran llegando. Durante los últimos seis meses algunos fragmentos de las noticias diarias (tradicionalmente dominio exclusivo de los hombres del pueblo) habían llegado a ella. Era consciente de que los británicos se iban y de que los judíos estaban ocupando los pueblos vecinos a un coste terrible. También había oído a los hombres quejarse de la traición del mundo árabe: con sus líderes soltando discursos exaltados y prometiendo enviar soldados para salvar a Palestina pero sin tomar medida alguna que ratificara su retórica. Sin embargo la rutina diaria de aquellos días no se vio interrumpida ni en una sóla ocasión, así que la amenaza de la llegada de los judíos parecía un maleficio contra el que la puerta pintada de azul y la Hamsa de cerámica (un amuleto con una mano, colgado en uno de sus laterales) sería una protección suficiente.

Pero en aquel fatídico día los espíritus malignos fueron más fuertes que cualquier talismán o que los benéficos djinns que pululaban sobre el pueblo para protegerlo como habían hecho en el pasado: de los cruzados, de Napoleón de otros posibles invasores que frecuentaban las costas de Palestina con ánimo de conquista, o tratando de redimir cristianamente la Tierra Santa.

Esconderse resultó inútil: Los soldados los encontraron y les ordenaron salir de sus casas sin excepción alguna. Les llevó varias horas pero los reunieron en la playa no lejos de donde estaba ahora Fátima reflexionando, cincuenta años después, disfrutando de los cálidos hoyos que sus pies habían excavado en la suave arena. Los mil campesinos fueron divididos de inmediato en dos grupos: en uno los hombres y en el otro las mujeres y los niños, separados unos de otros por unas 100 yardas. Se les ordenó que colocaran las manos detrás del cuello y se sentaran en círculo con las piernas cruzadas. Fátima vio a uno de sus hermanos, de doce años, en el grupo de las mujeres, y desde la distancia distinguió a otro de catorce años, considerado adulto, con los miembros varones de su familia.

Fátima tenía el sol enfrente, y cuando empujaron a los hombres hacia el mar con gritos y patadas, sus siluetas estaban tan veladas que no pudo distinguir quién de ellos era de su familia quién no. Pero escuchó los tiros ensordecedores y las ráfagas de las ametralladoras. Después el silencio- que ahora volvía a escuchar en la playa-, descendió sobre el lugar de los hechos. Y ella echó a correr como la mejor corredora de su clase. No entendía las maldiciones hebreas proferidas detrás de ella mientras volaba sobre los matorrales hasta llegar a la vieja escuela, ahora vacía y desolada, en la parte oriental del cementerio. Temblando de miedo, se acurrucó en lo que debió haber sido el almacén de la escuela y encontró un pequeño hueco a través del cual podía ver un poco de lo que ocurría fuera.

Más tarde supo que los ruidos que oía eran los de los vehículos que trasladaban a las mujeres y a los niños desde su pueblo a otro lugar lejano. Aún así, se negó a abandonar su escondrijo y vio lo que ahora, cincuenta años después, resultaba tan valioso a los ojos de un impertinente estudiante judío: el amontonamiento de los cadáveres en dos enormes piras a las que no se prendió fuego. Los cuerpos fueron amontonados por un grupo de aldeanos, a la mayoría de los cuales no reconoció y a quienes, una vez realizada la tarea, se les ejecutó y colocó en lo alto del montón. La imagen quedó grabada en su mente y nunca quiso olvidarla.

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Musalem Awad era el único historiador palestino en activo en Israel que conservaba un puesto en la universidad. Era, asimismo, el tutor de Yaacov y durante décadas se había interesado en la catástrofe de 1948 y, en particular, en los crímenes de guerra cometidos en la zona costera. Sin embargo, él mismo nunca se había atrevido a escribir sobre el asunto y se sentía incómodo al asignárselo a Yaacov.

Musalem era un historiador conservador, que creía en los hechos irrefutables como material básico para contar la historia del pasado. Creía que esa evidencia se la había aportado Yaacov. Ahí estaba la documentación explícita sobre las atrocidades que había estado investigando. Yaacov no había encontrado los documentos en los archivos militares, cuyos directores eran muy restrictivos sobre ciertos hechos, sino en la casa de su primo. El material era tan fidedigno que Musalem se obsesionó con él hasta el punto que de forma inconsciente se había servido de su discípulo como si fuera una extensión de su propia mente.

Israel nunca había admitido las masacres en la zona costera, y la historiografía internacional no las mencionaba. "Aceptémoslo", diría Musalem, "no existen pruebas irrefutables". Una declaración que le inquietaba ante los menos profesionales pero más comprometidos políticamente escritores y expertos palestinos que escribían sobre el pasado.

En el pueblo de Fátima, los supervivientes de la masacre - unas pocas mujeres y los menores de trece años en aquella época- habían declarado a los historiadores palestinos que ellos sólo habían oído tiros pero no habían llegado a ver muertos y que los autobuses los llevaron al interior de Jordania donde esperaron en vano reunirse con sus maridos, hijos, primos y amigos. Fátima no fue en el convoy de autobuses y fue acogida por unos parientes de un pueblo cercano, donde se refugió una vez que los soldados abandonaron su pueblo y antes de que los colonos judíos se apoderaran de las casas que quedaban en pie y construyeran su kibbutz, las instalaciones playeras y el aparcamiento para ocultar el escenario de aquel terrible día.

Cuando Yaacov había leído la mitad del material descubierto en el ático de su primo se dio cuenta que había encontrado una mina de oro. "Más bien un campo de minas", le replicó su primo Yigal que no podía comprender la excitación de Yaacov: ¿por qué se preocupaba tanto por un puñado de viejos diarios olvidados por la mujer de su padre? Su padre había sido oficial de las unidades que ejecutaron las operaciones militares a lo largo de la costa palestina en mayo de 1948. Una de las anotaciones detallaba los frenéticos sucesos que terminaron con la masacre de todos los hombres y adolescentes varones del pueblo de Fátima. Un subcomandante loco, una dura batalla el día anterior y, por encima de todo, la extraña decisión de los habitantes del pueblo de quedarse y no escapar, como era lo normal en los centenares de aldeas en las que habían entrado los soldados. El porqué había descrito los hechos en su diario era algo que no inquietó a Yaacov durante mucho tiempo. El hecho es que estaba allí, que era ignominioso, incluso "excitante" según le dijo a Yigal, y se apresuró a comunicárselo no sólo a Musalem sino también a la prensa.

El escaso espacio dedicado a la historia fue suficiente para provocar una extraordinaria cadena de confesiones y testimonios sobre las atrocidades cometidas por los israelíes durante la guerra de 1948. Se dieron a conocer masacres, relatos de violaciones y saqueos, y la respuesta oficial israelí, al principio tranquilizadora y condescendiente, pronto se vio remplazada por la indignación, el pánico y, entre algunos de los círculos israelíes más intelectuales, el remordimiento.

Fue la perspicaz idea de Musalem la que impulsó a Yaacov a buscar consejo legal palestino con el fin de pedir la exhumación de las fosas comunes en cinco pueblos costeros donde la misma unidad del ejército parecía haber repetido la masacre del pueblo de Fátima durante los meses siguientes. Un grupo de abogados jóvenes, profesionales y preparados, elaboró la denuncia y se aseguró que el mundo conociera lo ocurrido. La negativa inicial se transformó en vergüenza pública. El Ejército, acostumbrado a tratar a los palestinos mediante la fuerza de las armas, se sintió en cierta manera indefenso. Ahora todos estaban pendientes de la ciudad santa de Jerusalén, donde el Tribunal Supremo tenía que resolver sobre el caso.

El Tribunal Supremo, siempre actuando como el espejo estatal de sus complejos de culpabilidad, ordenó que sólo en uno de los lugares, el pueblo de Fátima, se llevara a cabo la exhumación y, según lo que allí se descubriera, tomaría otras decisiones sobre el asunto. Si se comprobaba que las denuncias eran falsas no se llevarían a cabo otras actuaciones posteriores. Pero si se encontraban las fosas comunes, el Tribunal volvería a reunirse para debatir sobre las siguientes medidas a tomar.

El año 1948 nunca se mostró tan amenazador para la sociedad judía como en aquellos días de las potenciales exhumaciones- algunos palestinos llegaron incluso a hablar de resurrección- de las víctimas de las masacres y de los crímenes de guerra. La Guerra de la Independencia, la Guerra de Liberación: aquella milagrosa guerra considerada el símbolo del coraje y de la superioridad moral de los judíos, de pronto parecía impregnada de sospechas y desconcierto. Podría, incluso, presionar a Israel para que aceptara la responsabilidad por la limpieza étnica en cuyo seno se habían producido aquellos asesinatos, y dar credibilidad a la exigencia del derecho al retorno, planteado durante años por los millones de refugiados hacinados en campamentos desde su expulsión en 1948.

El nuevo edificio triangular del Tribunal Supremo israelí le recordaba a Fátima un castillo de los cruzados que había visto en uno de los muchos álbumes de fotografías que Ali coleccionaba obsesivamente. Se sintió muy impresionada con la limpieza impoluta y los bien pulidos largos corredores que se entrecruzaban unos con otros en alarmante multiplicidad. Musalem la llevó sin dudar a la sala C, donde tres distinguidos jueces iban a resolver el asunto de la exhumación.

Aquel día, una extraña mezcolanza de gentes constituía la audiencia. Ancianos y mujeres como ella, algunos conocidos y otros no, del pueblo estaban apiñados en los asientos de atrás y parecían desconcertados ante la situación. Otro grupo estaba constituido por viejos judíos veteranos de la guerra. Para Fátima, le parecían clones de otra persona, del entonces primer ministro: obesos, con el pelo blanco pero todavía con redondos rostros juveniles. El resto eran representantes de los medios de comunicación, la mayoría de ellos equipados con la parafernalia de aparatos de alta tecnología adaptados a las últimas versiones de las autopistas de la información.

La sesión fue sorprendentemente breve, casi todo un récord según las normalmente lentas ruedas de la maquinaria judicial israelí. El amable y bien parecido abogado, Yussuf al-Jani, presentó la denuncia. El igualmente bien parecido abogado del Estado le contestó y el presidente de la Sala, que lo era asimismo del Tribunal Supremo, sugirió: "antes de que todos nos veamos sumidos en pruebas sin fin e inútilmente largas podríamos encontrar una solución a este complicado asunto."

Musalem y Yaacov parecían confusos. No era lo que esperaban y su sorpresa aumentó cuando el presidente, en lugar de llamar a declarar a los testigos, pidió a los abogados de ambas partes que se reunieran con él en su despacho.

Fátima se fue despacio hacia la cafetería, donde se vio poco reconfortada por un trozo de tarta rancia y un café solo. Quince minutos después, se le unieron el abogado y el profesor. "Buenas noticias", comunicó Musalem, "Van a permitir- en realidad van a ordenar- la exhumación de las fosas comunes de tu pueblo y si se encuentran los cadáveres entonces se hará lo mismo con las de los otros lugares."

Fátima no sonrió, y Yaacov de pronto comprendió por qué.

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La casita de Fátima se encontraba justo al final de la cuesta de la vieja colina. La familia de su marido era la propietaria de todas las casas en aquel rincón. Era una casa sencilla pero muy acogedora, con la puerta de un blanco inmaculado (Fátima había perdido la confianza en los protectores amuletos del pasado y ni se había molestado en poner una cerradura adecuada cuando los delitos se extendieron en una comunidad empobrecida y marginalizada durante años desde que fue ocupada en 1948.)

Yaacov retorció su delgado cuerpo para adaptarlo a una silla que parecía pensada para niños y no para adultos, pero prefería sentarse allí, como pidiendo perdón por ser consciente de haberse introducido en el espacio privado de otra persona, y haber provocado unos recuerdos desagradables del pasado.

Estaba impaciente pero sabía que tenía que esperar hasta que Fátima volviera de la cocina. Miró unos segundos a Ali, pero bajó los ojos y prefirió seguir sentado. La mesa se había llenado de las ensaladas tradicionales, mucho más ricas que la comida de los restaurantes "orientales", tal como se denominaba a los restaurantes palestinos en Israel. Fue frugal con la comida que, por lo general, devoraba glotonamente, y se sentía incapaz de controlar el movimiento de sus pies.

Finalmente, se armó de valor para mirar directamente a los ojos de Fátima: "He oído la grabación... la única en la que habla usted’. Fátima bajó los ojos. (Ahora viene lo bueno, pensó.) "La he oído una y otra vez. Dice usted que amontonaron los cadáveres, pero no afirma en ningún momento que los enterraran. ¿Hicieron hoyos? ¿Echaron los cuerpos en una fosa común?". Fátima no contestó. Alí parecía despertar de un sueño o de una siesta:

¿Lo hicieron, mamá?

Por supuesto que no lo hicieron pero ¿por qué tenía ella que revelar su secreto a Yaacov, y qué le ocurriría a su querido Ali si confesara todo? Las excavadoras sólo necesitaron cinco o diez minutos para trasladar los cadáveres a los camiones, y Fátima la mejor corredora de su clase, los había seguido. Corrió durante tres millas y estuvo a punto de desfallecer, pero entonces los vehículos se detuvieron y las ruidosas excavadoras llegaron detrás. Hicieron enormes hoyos en la tierra y amontonaron los cadáveres en su interior, allanando la tierra pasando una y otra vez por encima. Años después, descubrió que ellos habían plantado pinos encima, y que habían bautizado el bosque con el nombre de la unidad que había ocupado su pueblo y en memoria de sus propias víctimas en el conflicto. Aquellos pinares se convirtieron en el modelo de las zonas de esparcimiento construidas sobre los arrasados pueblos palestinos en 1948.

Si quisiera podría llevar a Ali y a Yaacov allí ahora mismo pero ¿por qué habría de hacerlo? Ali tenía la irritante costumbre de leerle el pensamiento.

"Se los llevaron, ¿no? ¿Adónde? ¡Por favor, mamá!

Sabía que si hablaba rápidamente en el dialecto árabe local Yaacov no lo entendería. Estaba, pues, repitiendo a Ali las peores consecuencias que podrían derivarse de seguir adelante con la historia, cuando Yaacov la interrumpió:

"Usted sabe dónde se encuentran los cadáveres, ¿no es verdad? Ahora hablaba consigo mismo: "el Ejército y el Tribunal Supremo saben que no están en el cementerio, vendrán mañana, excavarán las tumbas y dirán que somos unos mentirosos, ¿no se da cuenta? Tenemos que llevar a los periodistas al lugar donde se encuentran".

Pensó en seguir y exponerle el significado histórico, incluso político del asunto en su conjunto, pero se sentía emocionalmente agotado y miró desesperadamente a Ali para que le ayudara.

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No había vuelto a oír aquellos altavoces desde hacía años. La última ocasión, a principios de los años 1959, cuando los pueblos estaban sometidos en su totalidad a la autoridad militar, y el jeep circulaba entre los estrechos callejones ordenando que todo el mundo permaneciera en casa hasta que finalizase el toque de queda. Era la misma voz con acento iraquí que la de entonces. Incluso antes de Yaacov se echara hacia atrás en el escaso espacio de la silla los altavoces inundaron el espacio:" Se ordena a todos los ciudadanos que no salgan de sus casas; esto es un toque de queda y se disparará a cualquiera que se encuentre en la calle."

Ali fue el primero en darse cuenta de lo que ocurría en el exterior de la humilde casa de Fátima: el ejército israelí había rodeado el pueblo (¿contra Fátima? Probablemente, no sino para asegurarse de que la exhumación no fuera interrumpida.) Daba la impresión de que estaban dispuestos a que la muy divulgada ceremonia se llevara a cabo y querían terminarla aquella noche sin que ningún árabe les molestara. No sabían que Fátima conocía la verdad y estaba aterrorizada.

Ali, por su parte, se sentía exultante. Estaba dispuesto a permanecer un año entero confinado en casa de su madre para llevar después a los periodistas al lugar verdadero y demostrar la culpabilidad de los israelíes. Fátima, de repente, dio la impresión de estar decidida.

"Está bien. ¡Vayamos ahora mismo!"

"No podemos, mamá- Ali se rió nervioso- hay toque de queda, pero no te preocupes, iremos mañana o la semana que viene, no hay prisa".

"Yo me voy," contestó

"Por favor, mamá, ¡no lo hagas!", le suplicó.

Pero ella se dirigía ya hacia la puerta. Ali nunca se habría atrevido a impedírselo a la fuerza pero Yaacov lo intentó. Ella casi arrolló al delgado estudiante que le impedía la salida y que no constituía un verdadero obstáculo. Fátima necesitaba acabar con la historia de una vez por todas.

Fuera, el aire era frío y agradable, y Fátima caminaba con pasos seguros, sin mirar atrás y creyendo que los dos jóvenes la seguían. Pero estaba sola, una única figura que se desplazaba en la oscuridad por la plaza apenas iluminada del pueblo, cuando escuchó gritos de "Alto o disparo".

¡Ajá!, se dijo sonriendo, "soy la corredora más rápida de la clase", y tuvo la impresión de que unas alas la elevaban permitiéndole surcar el aire y escapar de las balas dirigidas contra ella.

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Yaacov no podía participar en la ceremonia fúnebre y permaneció a cierta distancia del cementerio, apoyado en un pino aislado del bosquecillo plantado en una pequeña elevación a tres millas del pueblo de Fátima, en memoria de los bravos soldados que habían liberado Israel.


*Ilan Pappe es catedrático de la Universidad de Haifa, Departamento de Ciencias Políticas, y Presidente del Emil Institute for Palestiniana Studies de Haifa. Entre sus libros más importantes están: The Making of the Arab-Israeli Conflict (London and New York, 1992), The Israel/ Palestine Question (London and New York, 1999), A History of Modern Palestine (Cambridge 2003), The Modern Middle East (London and New York 2005) y su último, Ethnic Cleansing of Palestine (2006).

1. N.T. : El autor distingue entre el nombre árabe Yaqub y el hebreo Yaacov

Electronic Intifada, 28 de mayo de 2007

 

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