Pandemia, el encierro y la salida
La reclusión por la pandemia se prolonga, la incertidumbre sobre el futuro cercano se profundiza, la sensación de que será lento y difícil un retorno a la “normalidad” se refuerza con las dudas acerca de si se producirá el regreso a un estadio parecido a lo existente antes de la irrupción del virus, o bien hay cambios que han llegado para quedarse. Hay quienes hablan de una “nueva normalidad”, otros de una transición muy gradual en la salida de la cuarentena, cuyos rasgos y alcances se irán definiendo sobre la marcha. Puede decirse que la perspectiva es doble, sobre todo en el caso de una sociedad tan castigada en los últimos años como la argentina. En una dirección es perceptible la tendencia al agravamiento de los problemas preexistentes, al descenso masivo del nivel de vida por debajo de lo mínimamente aceptable. En otro sentido, se dibuja la oportunidad de esbozar y expandir un profundo cuestionamiento del orden social y político existente, acompañado por un reclamo activo de que los costos de esta crisis no recaigan sobre los hombros de las clases explotadas.
Al decir de Naomi Klein, un mínimo de seguridad o estabilidad: “No es un lugar al que podamos volver: es un lugar que tenemos que construir juntos y un lugar por el que tenemos que luchar” (https://lahaine.org/cZ5d). Muchos representantes del gran capital predican la conveniencia de aceptar, y vivir con entusiasmo una vida de cambios e incertidumbre, que no se piense en términos de seguridad, empleo permanente, vida estable y afianzada. Todo hace prever que la realidad poscoronavirus será tomada como una nueva oportunidad de imponer sus ideas por el pensamiento conservador con pretensión de innovación radical, inteligencia artificial y nuevas tecnologías de producción y servicios, como elementos de legitimación.
La “normalidad” es desigualdad, injusticia, pobreza, concentración creciente de capital. La discusión imprescindible hoy es la puesta activa en cuestión de esa condición “normal” compatible con la pobreza y la muerte de millones de personas. Esa sedicente “normalidad” es la que hoy nos muestra cómo, cada día más, la enfermedad se ensaña con los que viven en peores condiciones, tienen trabajos más precarios y con menos ingresos, junto con menor acceso al sistema de salud. Si bien en nuestro país hubo respuestas gubernamentales de asistencia a los sectores populares, como el Ingreso Familiar de Emergencia, la atención de las instituciones oficiales falla en aspectos tan sustanciales como la provisión de alimentos. Y genera acciones con fuerte componente represivo ante situaciones de emergencia.
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El Covid -19 se ha enseñoreado en las villas. Los casos aumentaron de modo exponencial. Con toda claridad en la ciudad de Buenos Aires, de modo incipiente en el conurbano. Las medidas de bloqueo policíaco desnudan una vocación represiva muy fuerte que completa el alarmante cuadro sanitario.
El protagonismo policial y militar en los controles del aislamiento social e incluso en el abastecimiento de algunos barrios tiene, además de la potencialidad represiva inmediata, la finalidad de largo alcance de reivindicar el papel de las fuerzas armadas y de “seguridad”, una forma de recomponer un prestigio institucional muy ajado desde los tiempos de la posdictadura. El poder político parece valorar la perspectiva de contar con instituciones armadas con respaldo social para la eventualidad de que un crecimiento de la protesta lleve a respuestas estatales violentas. Al mismo tiempo, las responsabilidades asignadas a militares y policías en el combate contra la pandemia tienen la contracara de reducir o encorsetar el papel de la autoorganización como vía de mejora de las condiciones sanitarias y de sustento de las clases populares.
Las reacciones críticas muestran por ahora cierto predominio de la derecha, más activa y organizada. Desde los “caceroleos” de hace algunas semanas, a las movilizaciones de los barrios cerrados de los últimos días. Resulta llamativa la pervivencia de una apelación “contra el comunismo”. Cuando surgió podía parecer un exabrupto aislado, pero se ha mantenido, incluso en declaraciones de personajes públicos. La campaña “anticuarentena” sigue activa, ha sumado a científicos, intelectuales y artistas, con un manifiesto de más de trescientas firmas, con apoyos como Santiago Kovadloff, Luis Brandoni, Daniel Sabsay, Federico Andahazi, Darío Lopérfido, Liliana De Riz, Luis Tonelli, Jorge Sigal… Se habla allí de “infectadura” y de la política de salud vigente como una versión renovada de la “doctrina de la seguridad nacional”.
Junto con los argumentos de tipo económico, con protestas más o menos abiertas por la real o hipotética disminución de las ganancias empresarias, aparecen reclamos en nombre de las libertades públicas. Son eje de las críticas los poderes excepcionales que ha tomado el ejecutivo y el aletargamiento de los restantes órganos del estado. Esto último no deja de ser cierto, pero en estos casos apunta al cuestionamiento radical de la opción por el distanciamiento social y la prevención que el gobierno hizo en su momento, aún a costa de fuertes restricciones a la actividad económica.
Mientras protestan contra la forzada situación de cierre de empresas, los grandes capitalistas se lanzan a un intento de replanteo de largo alcance de las relaciones entre capital y trabajo. Esto constituye un objetivo estratégico, que disfraza sus apetencias de incremento de la explotación bajo el pretexto de incorporarse a las tendencias más avanzadas a escala mundial, lo que permitiría el incremento de la producción, mejorar los niveles de eficiencia y de competitividad internacional y por consiguiente la apertura del camino para atraer las inversiones del “mundo” y viabilizar la superación de un estancamiento económico de décadas.
El teletrabajo se convierte en una propuesta extrema de “reforma laboral”, en la que ya no existe la jornada de trabajo limitada, ni la separación entre el tiempo de trabajo y el tiempo libre, se reduce la posibilidad de socialización entre los trabajadores y con ello disminuyen las posibilidades de organización y sindicalización. Puede facilitarse además el pago “por tareas”, en el que se cobra sólo si hay trabajo efectivo. Igual este auge del trabajo a distancia cuenta en principio con el favor de muchos trabajadores y trabajadoras por el ahorro del tiempo de viajes, los menores costos de comida y movilidad, la posibilidad de atender los temas domésticos al mismo tiempo que los laborales. Esto no implica que surjan las primeras percepciones de la tendencia a la superexplotación que encarnan estas formas de trabajo, promovidas como ultramodernas, en la punta de la eficiencia y el desarrollo tecnológico. Por ejemplo se encuentra extendido el desasosiego entre los docentes, sometidos a interminables jornadas y a la fatiga que acarrea el dictado de clases y la atención a los alumnos con las herramientas tecnológicas disponibles, no siempre las mejores.
Hasta la dirigencia sindical, que se mostró tan servicial a la hora de acordar con las patronales rebajas de salarios y suspensiones, parece resistirse con algún brío a las reformas vía teletrabajo. Es que esto pone en riesgo directo su posibilidad de captar afiliados, entraña dificultades para conservar los que ya tienen, y disminuye la capacidad de disciplinamiento y obtención de recursos de quienes sigan incluidos en las organizaciones. Si bien no cabe esperar un inédito brote de combatividad de dirigentes como Antonio Caló o Héctor Daer, sí puede pensarse en que no prestarán consenso a acuerdos multisectoriales que incluyan un ensanche muy amplio de regímenes de trabajo no presencial
El reflujo de la conflictividad social, en gran parte forzado por el avance de la pandemia, no ha dejado tranquilo ni al poder económico ni al político. Las señales de descontento popular son seguidas con atención. Con conciencia de que la situación económica asfixiante y la precarización social avanzan en rapidez y profundidad, existe el extendido temor de que esto lleve más temprano que tarde a manifestaciones de protesta masivas, que encuentran a los sectores dominantes en difíciles condiciones para dar respuestas no represivas y con escasa disposición para afrontar los costos de sofocar por la fuerza posibles levantamientos. El gran recurso del gobierno en este campo sigue siendo el entramado de organizaciones que se extienden por los territorios de la pobreza. Ello no implica que la capacidad y la voluntad de contención de estos movimientos resulta ilimitada.
Las manifestaciones de protesta “desde abajo” se reactivan poco a poco. Con un número restringido de personas, y estrictas medidas sanitarias, en puja con el fuerte temor al contagio, sobre todo en barrios populares. Movimientos sociales de los barrios que protestan por la falta de alimentos, trabajadores de plataformas que reclaman por el empeoramiento de sus condiciones de trabajo, maestros; diversos sectores van saliendo a la calle. En Córdoba y otras provincias los choferes de colectivos han promovido un extenso paro por el no pago de sus salarios. Otra protesta latente, aunque hasta ahora no ha cuajado en el espacio público, es contra las desmedidas restricciones en áreas de riesgo. El cierre de la villa Azul, de Avellaneda, con prohibición para los habitantes de salir de ese limitado espacio, tiene un cariz represivo innegable, además de la posibilidad de afectar muy directamente el abastecimiento de alimentos y otros bienes esenciales.
Con la muerte por coronavirus de los referentes barriales Ramona Medina y Víctor Giracoy, se abrió por un momento un cauce de protesta abierta, que tanto el gobierno de la CABA como el nacional entornaron rápido vía recepciones oficiales de los dirigentes de La Garganta Poderosa, y promesas de mejoras en las condiciones de higiene y seguridad de los barrios. De repetirse hechos de este tipo es de prever que las reacciones sean más fuertes y ofrezcan mayores dificultades para ser acalladas. El complejo mapa de organizaciones sociales adherentes al oficialismo, algunas kirchneristas de vieja data, otras bastante recientes en esa posición, acompañan hasta ahora al gobierno en su táctica de “unidad nacional”, con algunas reticencias pero con escasas manifestaciones públicas de disidencia, con la excepción parcial de algún dirigente aislado.
Una terrible crisis económica se incuba a ojos vista, y constituye un golpe directo y durísimo sobre las clases subalternas. La caída en la pobreza o la profundización de situaciones de pobreza preexistentes para aquellos que pierden la posibilidad de procurarse alimentos y se ven obligados por primera vez a acudir a comedores públicos, una renovada precarización laboral para quienes ya sufrían relaciones de trabajo informales. El conjunto se agrava por las condiciones de aislamiento o encierro de condiciones de vivienda ya de por sí muy desfavorables. Queda pendiente el desafío de cómo encarar nuevas formas de organización y movilización para todos esos sectores trabajadores y pobres, que viven un empeoramiento de sus condiciones de vida y de trabajo, desde un punto de partida que, vía recesión prolongada, deterioro de los salarios y progresivo aumento del desempleo, ya afectaba de lleno su nivel de vida y sus condiciones laborales antes de la pandemia.
Entretanto, la negociación de la deuda toma los carriles de un pacto con condiciones más benévolas para los acreedores, bajo el abierto auspicio del FMI. La propuesta “agresiva” que el Ministro de Economía lanzó al comienzo de la negociación tiende a diluirse. Habrá que ver que tan concesivo es ese acuerdo, de lo que no cabe duda es que renunciará a cualquier cuestionamiento efectivo del origen de la deuda, más allá de que pueda desarrollarse alguna investigación parlamentaria sin incidencia sobre el régimen de pagos. La prioridad en la utilización de los recursos públicos, bajo la enorme presión de los requerimientos de la salud pública y de una ardua recuperación económica y recomposición social, debería ser la atención de esas necesidades. Todo indica que ese camino se verá desviado por los requerimientos del pago, primero hacia los acreedores privados, luego en dirección al FMI.
La no tan atrevida propuesta de la diputada Fernanda Vallejos, de cambiar subsidios para el pago de sueldos por participación estatal en el capital de las empresas, recibió una airada respuesta empresaria, que pronto tomó tintes de campaña mediática, aún en curso. Luego de unos días, la idea ha sido descartada de plano por el presidente. Eso en circunstancias en que una transferencia para pago de salarios que al principio pareció ser sólo para pequeñas y medianas empresas, terminó en beneficio para las grandes corporaciones. Compañías con ganancias multimillonarias en dólares se resisten a cualquier avance sobre su capital, aún ante una propuesta tan genérica y vaga como la de la diputada del Frente de Todos, mientras perciben jugosos subsidios. Los voceros del gran capital acuden al chantaje de siempre, propuestas como la de Vallejos o el nuevo impuesto sobre el patrimonio proyectado por Carlos Heller y Máximo Kirchner, de fuerte retroceso en sus alcances a partir del proyecto inicial, según ellos ahuyentarían a las inversiones imprescindibles, con la resultante frustración de las posibilidades de recuperación de la economía.
Las reacciones empresariales son las previsibles, frente a la propuesta insinuada del estado “presente”, con mayor despliegue de acciones regulatorias, políticas sociales más amplias, “amenaza” de una reforma impositiva de sentido menos regresivo que el sistema tributario actual, tal vez algún tipo de estatización parcial de algunas empresas. Sectores mayoritarios del gran empresariado tienden a oponerse a casi todas las iniciativas de este tipo. Su posición es la habitual, rechazo a las regulaciones, salvo cuando redundan en su propio beneficio, en forma de transferencias, o de restricciones a la competencia que favorezcan su posición en el mercado. Junto a eso aparecen apelaciones que tienden a preservar el principio de que la propiedad privada es intangible, debiendo quedar inmune a cualquier medida que implique restricciones y menos todavía perspectivas de expropiaciones, por más limitadas que sean.
No hay por qué dudar de la sinceridad de sectores del oficialismo que tienen entre sus aspiraciones la de limitar desde las políticas públicas los peores “excesos” del gran capital, pero la indicación que parte de la Presidencia es que esos propósitos no deben chocar con un enfoque consensual en que las soluciones a los muy graves problemas de la sociedad argentina deben resolverse con “Argentina unida” (lema oficial del gobierno en estos días), y que los empresarios no deben ser “estigmatizados”. El populismo al estilo de Ernesto Laclau, fortalecido por la construcción de un enemigo contra el cual dirigir las demandas populares y así fortalecer la propia identidad, parece no estar para nada en el mapa mental de Alberto Fernández, ni de la mayor parte del gobierno. Esas acciones consensuales se extienden al plano político institucional, en el que una y otra vez se escenifica la mesa en que se sientan el presidente, el gobernador de la ciudad de Buenos Aires y el de la provincia, para el anuncio de medidas con apariencia de total acuerdo.
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Cabe el interrogante sobre las posibilidades de acción de una izquierda independiente, en una situación en la que el gobierno aparece prestigiado por haber sido veloz en la adopción de medidas sanitarias que la mayoría de la población aprecia como correctas en su orientación general, más allá de múltiples errores, desvíos y carencias que también se reconocen. Esta propensión favorable puede acentuarse porque los cuestionamientos con mayor visibilidad mediática tienen clara procedencia de derecha, proempresarial y elitista. Es cierto que la prédica anticuarentena tiene adhesiones más modestas, como los comerciantes minoristas que ya no soportan el cierre prolongado de sus negocios, pero la tendencia predominante sigue siendo de sectores del poder económico y la elite social. Las condiciones hasta ahora favorecen que la política gubernamental aparezca como “lo posible”, en una situación de crisis de alcances todavía difíciles de prever.
Para la izquierda se plantea la complicada tarea de desarrollar las posiciones críticas, en condiciones de debate público que, libradas a su lógica, tienden a excluirla de la discusión. Quizás la mejor forma de intervenir sea la identificada con proyectar el enfrentamiento a la pandemia y la salida posterior como una oportunidad estratégica para el cuestionamiento global del sistema social. La comprensión de la nueva enfermedad como parte de un conjunto de males crecientes, que el capitalismo arroja sobre la humanidad y el planeta sin solución de continuidad.
El panorama internacional debería ser incluido en el punto de mira. La imagen del presidente de la principal potencia capitalista negándose una y otra vez a tomar en serio el Covid-19 y preocupado todo el tiempo por las ganancias de las corporaciones, es un argumento elocuente de qué puede esperarse de este orden de “democracia sociedad anónima” que se enseñorea en la mayor parte del planeta. En tanto la principal potencia regional, Brasil, ha llegado a evaluar los beneficios para el sistema previsional de la muerte masiva de ancianos, mientras llena a las instituciones de militares y amenaza con medidas “enérgicas” que no pueden ser otras que nuevos atentados contra la democracia.
No se trata sólo de hacer pormenorizados balances de las políticas públicas en curso en nuestro país, sino de fijar posición, y trazar acciones, frente a un orden social en el que el derrumbe económico, el empobrecimiento masivo y el deterioro de la salud con riesgo de muerte, convergen en una misma lógica de destrucción. Se trata, una vez más, de la lucha de clases. De las posibilidades de las clases explotadas de desarrollar su propia política frente a la pretensión del capital de aprovechar la ocasión para recomponer las relaciones sociales a su conveniencia. Son situaciones que no admiten meras “correcciones”, no son “excesos” ni “extremos”; es el sistema social en su conjunto, basado en la mercantilización generalizada, la maximización de las ganancias, la explotación y la alienación como única perspectiva para las mayorías y en el extractivismo que no se detiene ante el creciente deterioro del medio ambiente.
Nada puede ser conducente a una verdadera transformación, en el sentido de la igualdad y la justicia, si se detiene antes del planteo de la colectivización de los medios de producción, de la autoorganización y el autogobierno de las masas en camino a una verdadera democracia “desde abajo”. Frente a una barbarie desbocada que ya no es amenaza en el horizonte sino realidad tangible y cotidiana, el pensamiento y la acción de una auténtica izquierda tiene la reivindicación del socialismo como imperativo irrenunciable.