Por qué cayeron Liz Truss y el gobierno más a la derecha de Europa
De autoritarismo político y ejercicio discrecional del poder del Estado para imponer sin reflexión ni consejo una reforma radical del volumen del presupuesto. Deja un daño estructural que ni quiso prever ni supo frenar.
Después de la muy poco espontánea renuncia del primer ministro británico Boris Johnson, como aún no había concluido el período de la actual legislatura con mayoría tory (derecha) en el Parlamento, no se convocaron nuevas elecciones generales. El sucesor del premier que había concluido y firmado las negociaciones finales del Brexit y que había gestionado pandemia, cuarentenas y campañas de vacunación sería elegido por la élite del Partido Conservador. Los medios franceses elogiaban en Londres su multiculturalismo multiétnico, feminista y de género. Lo ponían de ejemplo a Budapest, a Varsovia, y aun a París.
"Sea quien sea el nuevo premier, nunca va a ser un hombre blanco", se congratulaba la radio France Inter, la más escuchada del otro lado del Canal de la Mancha. Las candidaturas favoritas eran un anglo-indio, el ex ministro de Economía de Johnson, y una mujer, la ministra de Relaciones Exteriores de Johnson. Eligieron a la Canciller. De las dos opciones, Liz Truss era la más derechista. Más derechista en más y más frentes -así, también en Medio Ambiente, porque es escéptica del Cambio Climático. El buen tono británico disimula que el populismo de derecha que llegó para quedarse y que dotó al Ejecutivo de aquellos instrumentos para la puesta en vigor de sus decisiones con una capacidad de sanción sin la cual toda voluntad tiránica se ve limitada, es el que gobierna Gran Bretaña.
La autoridad de la que goza el gobierno para dar curso veloz a reformas administrativas, económicas, financieras, y de todas las carteras del gabinete, y hacerlas cumplir, permitió a Liz Truss dar curso a las reformas del presupuesto y al achicamiento del Estado que eran su promesa de campaña y su evangelio portátil con toda la precipitación que anhelaba. Esta ansiedad no había reparado en detalles, ni calculado eventuales consecuencias indeseadas para sus acciones, ni escuchado a funcionarios de carrerra o expertos en la materia que sí habian diagramado posibles escenarios alternativos oscurecidos por las largas sombras de efectos indeseables e indeseados, pero ni inauditos ni imprevisibles.
Básicamente, apenas conocidos los lineamientos nítidos del plan de Truss, se derrumbaron la libra esterlina y los títulos de la deuda del Estado, se contrajo la capacidad de endeudarse de un país con una deuda récord de un billón de dólares y balanza comercial negativa, y los fondos de jubilación y pensión perdieron capital y perspectiva de capitalización por los movimientos de venta a los que se vieron forzardos, siguiendo los protocolos de gestión que tienen prefijados, para salir de inversiones que ahora reevaluaban como ruinosas.
Boris Johnson el Restaurador del Reino: la suma del poder público y facultades extraordinarias
Cuando Boris Johnson fue forzado a dimitir, el partido Conservador estaba resentido por la popularidad de este ex alcalde de Londres al que siempre habían llamado nac&pop, que alterna pesados chistes xenófobos de fútbol y cerveza con paradojas de Alicia en el País de las Maravillas, y que había sabido dotarse de mayor poder que cualquier antecesor.
Gracias a gestionar la crisis sanitaria y ecónomica de los años de la pandemia, su autoridad personal se sedimentó y asimismo se acrecentó la capacidad de la oficina del primer ministro para disponer sin demora ni ritual de la violencia de las Fuerzas de Seguridad. Supo dictar cuarentenas minuciosas, diferenciadas, graduadas, versátiles, y hacerlas cumplir, después de inicios anti-cuarentena casi negacionistas. Supo cómo hacerse obedecer y cómo ganarse aprobación y favor del electorado.
Sigilosamente, en un plano no coyuntural sino constitucional 'clandestino', desde otra fuente había crecido el caudal de poder del Ejecutivo. A expensas del Parlamento, el más perdidoso en los años europeos, y de la Justicia, que al revés había sido ganadora en aquel tiempo. Ese nuevo volumen fluía de la negociación concluida con la Unión Europea (UE). Precisamente, gracias al Brexit. Cuyos acuerdos había cerrado en persona el propio Johnson, que había llegado a la titularidad del gobierno porque su predecesora, otra líder tory, Theresa May, no conseguía hacer homologar en la Cámara de los Comunes de Londres la letra de los acuerdos con Bruselas.
Johnson supo ver la conveniencia de que el Ejecutivo se quedara, sin explicar ni disculparse, con todo el poder que sobre cada país de la Unión Europea dispone 'Bruselas'. Es decir, las instituciones comunitarias para cuyo funcionamiento los 27 han resignado soberanía nacional. Johnson entendió que esta, recuperada, revertía al pueblo, es decir, al número 10 de Downing Street, donde reside el representante popular, el primer ministro.
En estas condiciones que Johnson encontraba tan felices, es cierto que el proceso de toma de decisiones se agiliza. Y entran en vigencia casi 'en tiempo real'. La política de manos libres tiene una contrapartida de alto riesgo. Para la ciudadanía, la celeridad con que la voluntad del Ejecutivo se hace realidad, derecho y obligación. Y en esa doble eficiencia, para reformar y simultáneamente obligar, hay un coeficiente de aceleración de los deterioros no anticipados, cuyo remedio y reversión, y aun su derogación o retorno al ante quo, se vuelven dificultosos, y las pérdidas irreparables, sólo reversibles a cambio de disposiciones acertadas que serán las reformas del futuro. El peso de los errores del Gobierno cae de lleno sobre la figura del Ejecutivo, visualizada como única o primera responsable de los desaguisados. Así cayó y así aplastó a Truss. Hay que decir que no es víctima de uno de esos turbulentos vaivenes de popularidad delegativa.
La responsabilidad era suya.
La derecha que el Brexit les dejó
Nada de lo que ocurre, de esta crisis política que ha hecho que Gran Bretaña tenga seis premiers en cinco años, habría ocurrido sin el voto a favor del Brexit en el referéndum de 2016. En aquel entonces, el presidente ruso Vladimir Putin prestó a este divorcio, desde Moscú, apoyo y solidaridad, expectativas y esperanzas que hoy no encuentra frustradas, en plena guerra de Ucrania, sino realizadas, con la crisis y renuncia de hoy y la concomitante deslegitimación del Partido Conservador.
Mentiras elegantes e inelegantes, de tabloide y de blogósfera, campaña sucia y altisonante contra Bruselas, coalición firme, por cruel y lúcida, de ultra-nacionalistas, de nostálgicos y de oportunistas como el mismo Johnson: de aquellos polvos vinieron estos lodos, la atmósfera ambiente cínica de la esfera y la vida publica británicas post Brexit. Las fábulas crédulas o increíbles sobre el pasado, las fantasías de grandeza y la ilusión liberadora de ya no tener que necesitar nunca más de los otros, sigue en pie.
Cuando en este siglo desde una posición que se quiere democrática hacemos la lista del día de los peligrosos avances políticos de las derechas europeas, creemos que para que se nos escuche debemos dejar en claro que estamos de cuerpo entero del lado de la luz. Es así que nunca dejamos de mencionar en primer término, como si fueran también las de primera y mayor magnitud y gravitación, a formaciones emergentes de estética chabona y titeo de vestuario, kitsch retro y cotillón de Holocausto. No es seguro que esta jerarquización por el plumaje heavy metal o la ornamentación de svásticas rinda algún servicio mencionable a la democracia, o siquiera a nuestra claridad mental. En Europa la etiqueta convenida para adunar a estos movimientos es 'populismo'.
Una vez de ultra derecha, siempre de la misma ultra derecha. Desde hace tiempo el Frente Nacional francés no existe con ese nombre (sustituido el bélico 'Frente' por la comunitaria 'Reunión'). La xenofobia anti-inmigrante de Jean-Marie Le Pen ni le apasiona ni reditúa a su hija Marine; el nuevo fondo de comercio del partido es 'lo social'. Cuando la oímos a hablar a la 'ultraderechista nacionalista' Marine, es como oir a un intendente del Conurbano bonaerense argentino. En cambio, pensamos menos veces que el 'centro-derechista' Emmanuel Macron sea un peligro para la democracia. Si lo oímos hablar, en cambio, todo cuanto dice es de derecha elitista y antipopular, y cuanto hace aún más, y ahonda y atrinchera esa orientación práctica e ideológica en el corazón burocrático, administrativo, escolar de la République. Otro tanto ocurre en Inglaterra con el Partido Conservador británico.
No había película inglesa de protesta, ilustrativa de la década de 1980, sin que el paisaje thatcherista post-industrial no se viera adornado de jóvenes del Frente Nacional con botas Dr Martens de punta reforzada con acero para patear pakis. Ya no hay: no hace falta. Los pakis o son millonarios como el candidato anglo-indio Rishi Sunak, descartado por el Partido Conservador que eligió en su lugar a la arhora renunciada Truss. Para los otros migrantes, si han entrado sin papeles debidos a Gran Bretaña, el premier Johnson había creado un programa de deportación veloz a Ruanda, en el centro de África negra, donde, dijo, podrían reeducarse y tener un nuevo futuro en el país que tan bien se había reeducado del genocidio de 1994.
Ahora Sunak puede tener una segunda oportunidad, ya han empezado los conciliábulos conservadores para buscarle sucesor a Truss. Pero el racismo es del pasado, decía Sunak. Y lo demostraba diciendo que su antecesor como ministro de Economía había sido el paki Sajid Javid, de familia islámica, del partido conservador, neoliberal, que hasta 2009, cuando entró en la función pública, por una asesoría en el Deutsche Bank ganaba 3 millones de libras al año. El sucesor de Sunak fue otro multimillonario, también de familia islámica, pero nacido en Irak. Nadhim Zahawi había sido también candidato a suceder como premier a Johnson. Pero no llegó al balotaje como Truss y Sunak. Otros preferirían que el sucesor de Truss fuera su antecesor, el propio Johnson. En este caso el sucesor sí sería un hombre blanco.
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