Por un modernismo sin mercado
Se hizo famoso con dos libros premiados internacionalmente, El desengaño de internet y La locura del solucionismo tecnológico, aunque también estudió la interconexión de la tecnología con la economía política o la geopolítica, destacando sus artículos en la New Left Review o Le Monde Diplomatique.
Doctor en Historia de la Ciencia por la Universidad de Harvard y fundador de la plataforma de curación de conocimiento The Syllabus, su trabajo más reciente es The Santiago Boys, un podcast de nueve episodios que rememora la experiencia de los ingenieros radicales de Salvador Allende para alcanzar la soberanía tecnológica, el desarrollo del Proyecto Synco y la lucha de Chile contra ITT, la gran multinacional tecnológica de la época.
Lo ha presentado en Brasil, Chile y Argentina durante las últimas semanas, finalizando su gira en Nueva York. Morozov conversó con Simón Vázquez, editor de Verso Libros, acerca de cómo pensar el desarrollo tecnológico desde el socialismo, las complejidades de la planificación económica, la gestión cibernética y las experiencias alternativas del pasado que conviene recuperar para idear proyectos alternativos de desarrollo para nuestro presente.
En diversas entrevistas has afirmado que es necesario involucrar a los trabajadores en las decisiones sobre el desarrollo tecnológico en lugar de apostar por una solución tecnócrata. ¿Podrías desarrollar cuáles son los problemas de que se impongan visiones técnicas que no cuentan con el apoyo popular?
En el caso de la economía digital contemporánea, la solución tecnocrática suele proceder de las filas de la derecha (o del centro) neoliberal e insiste en la necesidad de vigilar que las plataformas faciliten los procesos de competencia en el mercado y que los consumidores puedan circular libremente de una plataforma a otra.
Tradicionalmente, este tipo de soluciones han tenido lugar de manera más frecuente en Europa que en EEUU, en parte debido a cuestiones ideológicas (bajo la influencia de la Escuela de Chicago, los estadounidenses han sido bastante indulgentes a la hora de aplicar sus propias normas antimonopolio) y en parte por razones geopolíticas (Washington no quiere regular en exceso a sus propias empresas, temiendo que su lugar pueda ser ocupado por sus homólogas chinas).
Así que es Europa la que piensa que puede resolver los problemas de la economía digital a través de una mayor regulación. Por supuesto, parte de esa agenda puede ser útil y necesaria, pero creo que este enfoque tecnocrático a menudo se ha visto respaldado por una cierta ceguera ante la geopolítica y la estrategia industrial e incluso la crisis de la democracia que podemos observar en todo el mundo. Está bien que los tecnócratas neoliberales sigan fingiendo su ceguera, pero sería un gran error que las fuerzas progresistas y que abogan por soluciones democráticas se unieran a tales llamamientos.
Los problemas de la economía digital no se resolverán únicamente con regulación, entre otras cosas porque la economía digital, tanto en su versión china como estadounidense, no se creó solo a través de la regulación, sino de la intervención decidida del Estado.
En el campo de la izquierda, y más concretamente dentro del socialismo, existe un debate sobre planificación y tecnología que en los últimos años ha dado lugar a la aparición de una corriente conocida como cibercomunismo. ¿Te identificas con ella? ¿Qué críticas le plantearías?
Mi crítica principal a su proyecto es que es a la vez demasiado estrecho y demasiado amplio en sus ambiciones. A mi modo de ver, se trata de un esfuerzo por desplegar la modelización matemática y la computación para administrar lo que Marx llamó el «reino de la necesidad». No dudo de que para proveer la cesta de bienes básicos necesarios para tener una buena vida --por ejemplo ropa y alimentos, pero también vivienda-- un planteamiento de este tipo pueda ser necesario.
Pero también creo que deberíamos criticar la distinción estricta que hace Marx entre el reino de la necesidad y el reino de la libertad: esta última queda casi siempre sin definir. Sin embargo, es precisamente ahí donde tiene lugar la creatividad y la innovación, mientras que el reino de la necesidad se refiere sobre todo a la reproducción social. La tradición del cibercomunismo, al igual que Marx, deja el ámbito de la libertad sin teorizar e impide tener una visión clara sobre lo que las computadoras pueden hacer cuando se trata de desbloquear estas actividades más creativas.
Esto contrasta con el proyecto que defiende el neoliberalismo, el cual comienza por rechazar una distinción estricta entre estos dos ámbitos, argumentando que el mercado es un sistema para satisfacer nuestras necesidades y demandas básicas al tiempo que una infraestructura para gestionar y dominar la complejidad, es decir, la fuente de donde emana la creación de nuevo, lo creativo, lo inesperado... Si nos fijamos en la economía digital, vemos que esta fusión se encuentra en plena vigencia. Por ejemplo, cuando jugamos online, también «trabajamos», ya que generamos valor para las plataformas. Y cuando «trabajamos» también jugamos, puesto que el trabajo se ha convertido en algo muy diferente a lo que existía en los tiempos fordistas.
Hasta el momento, la izquierda ha rechazado la fusión entre esos dos ámbitos, limitándose a elevar una queja sobre el giro biopolítico del capitalismo moderno. Pero, ¿y si esa fusión que el neoliberalismo ha entendido fuera algo que la izquierda debería abrazar? Si así fuera, la respuesta tradicional que ofrece la izquierda al mercado neoliberal con el objetivo de crear un sistema alternativo --basada en una planificación que aplica criterios matemáticos para organizar los recursos-- no sería lo suficientemente ambiciosa, ya que obvia la intervención en el ámbito de la libertad.
Por situarlo en un nivel más alto de abstracción, el neoliberalismo es como un proceso de civilización encabezado por el mercado: fusiona la lógica de una sociedad cada vez más compleja y diferente con la idea de que el mercado es el principal instrumento para alcanzarlo. Un concepto más apropiado para definir el neoliberalismo podría ser «modernismo de mercado». Creo que necesitamos algún tipo de «modernismo sin mercado» para contrarrestar esta civilización. El cibercomunismo ha conseguido realizar la parte «no mercantil» de la ecuación, pero no estoy seguro de que entienda tanto el reto como la necesidad de resolver la parte «modernista».
¿Por qué rememorar en la actualidad la experiencia del proyecto Cybersyn? ¿Qué función política cumple traer al presente los «y si» de aquellos caminos que podríamos haber tomado? ¿Y qué significado tiene en este contexto el concepto de posutopía?
Bueno, la razón más obvia para traer al presente la experiencia del proyecto Cybersyn es sensibilizar al público sobre el hecho de que la economía y la sociedad digitales contemporáneas no son el resultado de las tendencias naturales de los protocolos de Internet sino, más bien, el resultado de luchas geopolíticas, las cuales siempre tienen ganadores y perdedores. En mi trabajo, además, he tratado de alejarme de la definición de Cybersyn como una infraestructura tecnológica alternativa. En cierto modo, no había nada único o revolucionario en la red de télex sobre el que se asentaba. Tampoco en el software que utilizaba ni en su Sala de Operaciones. De hecho, la CIA y los servicios de inteligencia habían alcanzado un desarrollo tecnológico en estos frentes mucho más importante.
La gran contribución del proyecto tiene que ver con el planteamiento más profundo, el de un sistema económico alternativo donde los ordenadores se emplean para ayudar a gestionar las empresas del sector público. Si bien es cierto que existían sistemas de gestión cibernéticos similares en el sector privado desde hacía mucho tiempo --el propio Stafford Beer, el cerebro de Cybersyn, los había implementado en la industria siderúrgica británica una década antes--, la singularidad del proyecto tiene que ver con los esfuerzos más amplios desplegados por Salvador Allende para nacionalizar empresas consideradas estratégicas para el desarrollo económico y social de Chile, todo ello informado por una interesante mezcla de economía estructural (procedente de la CEPAL) y Teoría de la dependencia. Lo que debemos lamentar es que el golpe de Estado de 1973 pusiera fin a ese proyecto contrahegemónico más general, y no solo el desmantelamiento de Cybersyn.
Es por ello que en las intervenciones públicas que he realizado tras la publicación del podcast insisto tanto en la existencia de lo que yo llamo la «Escuela de tecnología de Santiago» como marco desde el que desarrollaría la Escuela de economía de Chicago. Creo que una vez que nos damos cuenta de que Allende y muchos de los economistas y diplomáticos que lo rodeaban tenían una visión para crear un orden mundial muy diferente, Cybersyn --en tanto software que ayudaría a hacer realidad esa visión en el contexto nacional-- adquiere un significado mucho más importante.
Además de ofrecer una contrahistoria de los Chicago Boys, uno de los argumentos más interesantes que ofreces es que no fueron los verdaderos innovadores de la época, sino que su trabajo se limitó a frustrar, de la mano del dictador Augusto Pinochet, el desarrollo tecnológico de Chile y una alternativa, la de los Santiago Boys, el incipiente modelo neoliberal. ¿Podrías reflexionar sobre la aportación que realizas a la historia intelectual del pensamiento económico?
Durante la presidencia de Eduardo Frei Montalva, que precedió a Salvador Allende, y luego, por supuesto, durante el propio gobierno del líder socialista, los economistas chilenos conocidos como los Chicago Boys hicieron varias críticas. Una de ellas era la de la naturaleza corrupta y rentista del Estado chileno; en este caso, el problema era que los distintos grupos de interés aprovechaban su conexión con el Estado para obtener un trato favorable y protegerse de la competencia.
La otra crítica era la de las recetas políticas surgidas de la CEPAL (Comisión Económica para América Latina y el Caribe) y de la Teoría de la dependencia. Digamos que la mayoría de esas políticas iban en contra de la idea de que el desarrollo económico debía dejarse en manos del mercado. En su lugar, defendían la idea de la industrialización mediante la sustitución de importaciones y la necesidad de proteger la autonomía y la soberanía tecnológica nacional.
Así es que algunos de los Chicago Boys vieron el periodo presidencial de Allende como una consecuencia más que como la causa de una crisis más profunda dentro de la sociedad y la economía chilenas. En realidad, veían a los trabajadores y los campesinos que eligieron a la Unidad Popular como uno de esos grupos de interés que luchaban por defender sus intereses dentro de un sistema estatal percibido como corrupto y sectario.
Cualquiera que sea la crítica de la Escuela de Chicago, creo que nos equivocamos al presentarlos como una especie de economistas perspicaces y pioneros que intervinieron para salvar a Chile imprimiendo una fuerte dosis de neoliberalismo. Aunque la Unidad Popular cometió algunos errores en la gestión de la economía, tenía una visión coherente --y mucho más relevante-- de lo que Chile debía hacer para ser un Estado independiente, autónomo y desarrollado en la economía mundial. Algunos dirán que Chile, a pesar de todas sus desigualdades, lo consiguió. Yo pienso que en absoluto llegó tan lejos como podría haberlo hecho. Si hubiera seguido las recetas económicas de los Santiago Boys, el país habría sido un equivalente en América Latina a lo que a día de hoy son Corea del Sur o Taiwán, países con un peso tecnológico mucho mayor.
Otro aporte que haces en el podcast es recuperar la tradición de la Teoría de la dependencia. En la última respuesta das a entender que si se hubiera dejado prosperar al proyecto de Allende, hoy Latinoamérica sería más justa --además de rica-- y Chile, una potencia tecnológica alternativa con un modelo de desarrollo tecnológico distinto al de Silicon Valley. Pero, ¿qué nos dice la Teoría de la dependencia sobre los debates contemporáneos en la economía digital?
La Teoría de la dependencia fue la radicalización del estructuralismo económico que proponía la CEPAL, que tradicionalmente defendía la importancia de la industrialización. Esta posición podría diferenciarse mucho de los gurúes digitales actuales, que predican la importancia de la digitalización como solución a todos los problemas.
Ahora bien, los teóricos de la dependencia entendieron que la industrialización no puede ser un objetivo principal en sí mismo. Para ellos, lo más importante es el desarrollo económico y social nacional. Y, como descubrieron en sus estudios, la relación entre industrialización y desarrollo no siempre es lineal. En algunas ocasiones, más industrialización (que a menudo funciona como eufemismo de inversión extranjera directa) significa más desarrollo. Pero en otras puede ser sinónimo de la ausencia de desarrollo o incluso de subdesarrollo.
Este fue un debate plagado de todo tipo de conceptos intermedios, como «desarrollo asociado» o «desarrollo dependiente», en palabras de Cardoso, quien pretendió demostrar que los países pueden seguir desarrollándose aunque la industrialización estuviera dirigida principalmente por el capital extranjero. Otros teóricos más radicales --como Ruy Mauro Marini, Theotonio dos Santos y Andre Gunder Frank-- sostuvieron que la autonomía tecnológica (el desarrollo de la propia base material del país) es un requisito previo para el tipo de industrialización que podría conducir a un desarrollo significativo.
En términos actuales, significa que la digitalización llevada a cabo sin un compromiso previo con la soberanía digital es probable que cree nuevas dependencias y obstáculos al desarrollo, especialmente ahora que los países tienen que afrontar facturas gigantescas por la computación en la nube, la inteligencia artificial, los microchips, etc. Por supuesto, las dependencias no son solo económicas, sino también geopolíticas, lo que explica por qué EEUU se ha empeñado tanto en bloquear los esfuerzos de China por alcanzar la soberanía tecnológica en estas áreas.
A partir de esta idea de subvertir las relaciones desiguales, se encuentra la cuestión de la planificación industrial y de la dirección por parte del Estado del proceso de desarrollo. ¿Cuál crees que fue la aportación de Stafford Beer y los ingenieros radicales chilenos a la hora de comprender, si no la planificación, la gestión cibernética?
Beer no llegó a estas cuestiones tan relevantes para el socialismo desde las posiciones más convencionales, como la asignación y distribución de los recursos, que normalmente estarían presentes en los debates sobre la planificación. Más bien llegó a esta agenda desde el mundo empresarial, para el cual era enormemente importante pensar en cómo adaptarse a un futuro siempre cambiante.
En este sentido, diría que las empresas tienden a ser más humildes que los Estados-nación: asumen el futuro tal como es en lugar de pensar que pueden doblegarlo para servir a sus propios objetivos nacionales. Una de las consecuencias de la humildad epistémica practicada por Beer fue su insistencia en que, aunque el mundo se estaba volviendo aún más complejo, la complejidad era algo bueno, al menos mientras tuvieran las herramientas adecuadas para sobrevivir a sus efectos. Ahí es donde entraron en juego los ordenadores y las redes que analizan datos en tiempo real.
Esa es una parte que sigo considerando extremadamente relevante de Cybersyn, como dejé claro en mis comentarios sobre el cibercomunismo. Si aceptamos que el mundo será cada vez más complejo, tenemos que desarrollar herramientas de gestión, y no solo herramientas de asignación y planificación de los recursos. Esta humildad sobre la propia capacidad para predecir el futuro y someterlo a nuestra voluntad me parece bastante útil, entre otras cosas, porque va en contra de la tentación modernista habitual de actuar como un dios omnisciente y omnipotente.
Stafford Beer hablaba en sus libros de diseñar la libertad; tú, de «planificar la libertad» y gobernar la complejidad. ¿Puedes desarrollar cómo encajaría esta agenda dentro de lo que señalabas sobre la importancia de hablar de la «esfera de las libertades»?
Como he explicado antes, la contribución de Beer a la agenda socialista tradicional, que tiene un enfoque estatista sobre la satisfacción de las necesidades más inmediatas de la población, ha sido mostrar que los ordenadores pueden realizar una gran contribución en el ámbito de la libertad, que no son solo herramientas que utilizar en el ámbito de la necesidad.
El pensamiento de Beer cierra la puerta al tipo de actitud tecnofóbica que todavía es común entre algunos pensadores de la izquierda. Él pensaba (en mi opinión, correctamente) que ignorar la cuestión de la tecnología y la organización daría lugar a resultados indeseables y altamente ineficientes.
En cierto modo, esto es algo que conocemos de manera intuitiva, por eso empleamos tecnologías sencillas --desde semáforos hasta calendarios-- para mejorar la coordinación social y evitar que emerja el caos. Pero, ¿y si en lugar de tecnologías tan sencillas, utilizáramos otras más avanzadas y digitales? Además, ¿por qué deberíamos confiar en el relato neoliberal de que la única forma de coordinar la acción social a gran escala es a través del mercado? Ahí es donde, en mi opinión, el planteamiento de Beer puede resultar muy útil.
Si partimos de una concepción flexible y plástica de los seres humanos, seres en constante evolución y búsqueda de su devenir, probablemente queramos darles las herramientas que les permitan impulsarse, desarrollarse y descubrirse a sí mismos, así como a los colectivos en los que participan, en direcciones y dimensiones nuevas, completamente inesperadas y no probadas hasta el momento.
Lo que ha estado ocurriendo en las dos últimas décadas es que Silicon Valley ha politizado esta dimensión mucho antes que la izquierda. Por eso nos ofrecen herramientas como WhatsApp y Google Calendar, que facilitan los esfuerzos de coordinación de millones de personas con un impacto no trivial en la productividad general. En este caso, las tecnologías facilitan la coordinación social, la producción de una mayor complejidad, lo que desemboca en que la sociedad avance. Pero lo cierto es que eso no ocurre --de manera contraria a la narrativa neoliberal-- gracias al sistema de precios, sino mediante la tecnología y el lenguaje.
Pero el modelo de Silicon Valley, como estamos empezando a descubrir, no se encuentra exento de costes políticos y económicos. Basta con atender a la proliferación masiva de la desinformación en línea o la concentración de las capacidades de inteligencia artificial, que surge como consecuencia de todos esos datos que se producen y recopilan por parte de una serie de gigantes corporativos. Así pues, la complejidad neoliberal y mercantil tiene un precio enorme. Lo que la izquierda debería plantearse son formas alternativas, no neoliberales, de ofrecer una infraestructura similar (e incluso mejor) para favorecer la coordinación social.
¿Por qué crees que los socialistas han renunciado a algunos de estos conceptos? ¿Tiene algo que ver con la derrota intelectual del marxismo en la Guerra Fría? ¿O con no haber prestado demasiada atención a los debates en el Sur global?
Efectivamente, creo que las respuestas tienen que ver principalmente con el callejón sin salida intelectual general al que han llegado tanto el marxismo occidental como sus versiones más radicalizadas. El campo más moderado se dejó llevar por la dicotomía que impusieron los neoliberales entre el mercado y la planificación, aceptando el primero como una forma superior de coordinación social, especialmente tras el colapso de la Unión Soviética. Alguien como Jürgen Habermas es un buen ejemplo de esta actitud, pues acepta la creciente complejidad de los sistemas sociales pero no es capaz de plantear ninguna alternativa a la gestión de la complejidad mediante el mercado o la ley, siendo la tecnología poco más que ciencia aplicada.
Las corrientes más radicales --las que culminaron en el cibercomunismo-- no se comprometieron de manera plena con las críticas a la planificación soviética (y su incapacidad para existir bajo el marco de la democracia liberal) que llegaron del bloque soviético durante la Guerra Fría. Estoy pensando en gente como Gyorgy Markus, quien, sin renunciar al marxismo, escribió críticas muy profundas sobre las equivocaciones de los marxistas en lo relacionado, por citar a Engels, con la «administración de las cosas» bajo el comunismo.
También existe una cierta visión ingenua de la tecnología en el proyecto marxista dominante, con su insistencia en maximizar las fuerzas productivas, algo que solo podría conseguir la abolición de las relaciones de clase bajo el comunismo. Esto parece ignorar la naturaleza altamente política de la lucha por la eficiencia: lo que puede ser eficiente para algunos puede ser ineficiente para otros. Proclamar, hablando de manera objetiva, que toda tecnología tiene algún tipo de horizonte óptimo, objetivamente establecido, hacia el que debemos tender es erróneo. Simplemente, eso no es lo que nos demuestran los estudios en ciencia y tecnología.
Esto no quiere decir que el conflicto sobre los valores se resuelva mejor de acuerdo con el paradigma del mercado: no es así. Pero no veo ningún sentido a que los marxistas nieguen la existencia de estos aspectos. Y una vez que reconocemos su existencia, entonces uno puede querer optimizar algo más que la eficiencia. Tal vez, lo que queremos es que la política pública maximice la aparición de interpretaciones polivalentes y diversas sobre cómo utilizar una tecnología determinada, de modo que puedan surgir nuevas interpretaciones de la misma y de sus usos en las comunidades donde se utiliza.
Dicho todo esto, algunos pensadores marxistas --Raymond Williams, por ejemplo-- han entendido que la complejidad es el valor correcto que la izquierda debería perseguir. La simplicidad, como objetivo general, no cuadra fácilmente con el progresismo, entendido este como una ideología que abraza lo nuevo y lo diferente. Además, creo que Williams tenía razón cuando afirmaba que la respuesta a una mayor complejidad se encuentra en la cultura, entendida esta en un sentido amplio.
Así, en lugar de responder a los neoliberales afirmando que la contraposición correcta al mercado es la planificación, la izquierda debería argumentar que el marco alternativo correcto a la economía --como objetivo organizativo y método del modernismo de mercado que ya he mencionado-- es la cultura, concebida no solo como alta cultura, sino también como la cultura mundana, aquella que se enfoca en lo cotidiano.
Después de todo, la cultura es tan productiva a la hora de innovar como la «economía», solo que no tenemos el sistema adecuado de incentivos y circuitos de retroalimentación para extenderla y hacer que se propague hacia otras esferas de la sociedad. Esto es de hecho en lo que el capitalismo ha destacado, al menos cuando se trata de expandir las innovaciones de empresarios individuales.
Existen muchos debates en la Unión Europea, EEUU y también China sobre la soberanía tecnológica. En muchos de los casos son visiones capitalistas: tratan de proteger a las industrias nacionales y escapar a lo que podríamos llamar mercados libres. Has empleado ese mismo concepto en distintas ocasiones en tus entrevistas en Brasil. ¿En qué se diferencia este tipo de autonomía tecnológica y qué dimensiones comprende?
Bueno, existe un elemento pragmático y otro utópico. Desde un punto de vista pragmático, no creo que la soberanía tecnológica pueda alcanzarse a corto plazo sin contar con algún tipo de contrapartida nacional a los proveedores de servicios estadounidenses y chinos, ya sea en el ámbito de la computación en la nube, el 5G o la inteligencia artificial. En un plano más utópico, estamos hablando de una agenda política que desarrollaría estos servicios, no con el fin de predicar el evangelio de las startups e incubadoras (como sucede a menudo cuando personas como Emmanuel Macron hablan de ello), sino que en realidad impulsaría una agenda industrial más sofisticada.
En el caso del Sur global, significaría alejarse de un modelo de desarrollo ligado a la exportación de materias primas, como han hecho tradicionalmente estas economías, especialmente en América Latina. Pero tanto para la vertiente utópica como para la pragmática, es importante que el debate esté vinculado a una discusión sobre economía, y no solo sobre innovación o seguridad nacional. Sin la economía, la agenda de la soberanía tecnológica siempre estará vacía y será un tanto unidimensional.
Dada la correlación de fuerzas geopolíticas actuales, la existencia de gobiernos progresistas en América Latina, la consolidación de los BRICS como un movimiento no alineado activo en la «Guerra Fría 2.0» en marcha entre EEUU y China, ¿crees que el Sur global puede ser una especie de avanzadilla mundial, una vanguardia inclusiva en lo relacionado con la tecnología? ¿Qué formas consideras que adquiriría un internacionalismo digital en este contexto?
No acabo de ver de dónde puede venir la oposición a la hegemonía de Silicon Valley. Tiene que apoyarse en asociaciones y alianzas regionales e internacionales por la sencilla razón de que los costes que conlleva desarrollar una alternativa tecnológica son demasiado grandes. El factor adicional sería evitar que los países que deben encabezar el movimiento no alineado lleven a cabo negociaciones individuales con empresas como Google o Amazon.
Aunque no creo en la tesis tecnofeudal de que estas empresas son tan poderosas como los Estados nación, sí cuentan con el respaldo del Estado estadounidense, y a menudo ese Estado es, de hecho, más poderoso que los Estados del Sur Global. Por eso es importante reexaminar los esfuerzos pasados de cooperaciones que tenían como objetivo la soberanía tecnológica, siendo el Pacto Andino su ejemplo más destacado.
Suscrito por cinco naciones en Perú, tuvo como objetivo principal superar barreras comerciales externas y promover la cooperación regional comercial para impulsar la industrialización y desarrollo económico. Orlando Letelier, Ministro de Asuntos Exteriores de Chile en la época de Salvador Allende, lideró las negociaciones, destacando la necesidad de abordar la explotación derivada de la propiedad tecnológica. También alertó sobre la creciente dependencia de la región de tecnología extranjera. Letelier propuso la creación de algo así como un equivalente tecnológico al Fondo Monetario Internacional (FMI) para facilitar el acceso de los países en desarrollo a avances tecnológicos y patentes.
Este es el tipo de propuestas a nivel internacional que necesitamos hoy en día.
Jacobinlat