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Argentina :: 29/08/2023

Prólogo a la primera edición de 'Perón. Entre la sangre y el tiempo'

León Rozitchner
Es preciso volver a despertar esta lógica donde se apoya la esperanza de vencer, el optimismo de la vida que la miseria del militar cristiano y represor trata de encubrir

I

Tiempos de retroceso, tiempos para tomar distancia. Tiempos para pensar lo que la acción en su urgencia esquivó. Tiempos para traer saberes olvidados, viejos signos animados que vienen desde muy lejos, de hombres que ya son sólo polvo -¿polvo enamorado?-, para que a través de ellos, vínculo amoroso que circula en la inmensidad del tiempo, comprendamos el sentido de la propia vida que antes no pudimos ver.

Maquiavelo para comenzar. El amor por los hombres de su pueblo lo llevó a plantearse el enigma de la dominación. La reflexión política descubrió el lugar donde el terror se presenta como fundamento último de todo poder social, pero también nos mostró allí su lógica y sus límites. Y nos quiso decir que el terror, aun en su contundencia destructiva, encubre un contrapoder más profundo que los pueblos deben despertar en sí mismos para vencer. Y sin embargo los "príncipes" y sus sabios sólo siguen reafirmando que Maquiavelo defiende la eficacia del terror y de la astucia -que él nos describe-, pero ocultan la lógica simple que circula en su mensaje. Más allá del miedo que nos infunden, Maquiavelo nos dice que, para enfrentarlos, debemos primero despojarlos del halo de omnipotencia que les confiere el poder: "No hay milagro alguno en esto, sino que todo es razonable y ordinario". Sólo necesitamos desnudar, con una mirada nueva, la originaria simplicidad, ahora oscurecida, de los poderosos:

"No nos deslumbre la antigüedad de su estirpe, de la que blasonan ante nosotros, porque todos los hombres, habiendo tenido un idéntico principio, son igualmente antiguos, y la naturaleza nos ha hecho a todos de idéntica manera. Si nos quedáramos todos completamente desnudos, veríamos que somos iguales a ellos; que nos vistan a nosotros con sus trajes y a ellos con los nuestros y, sin duda alguna, nosotros pareceremos los nobles y ellos los plebeyos; porque son sólo la pobreza y la riqueza las que nos hacen desiguales. Me duele mucho porque veo que muchos de vosotros se arrepienten, por motivo de conciencia, de las cosas hechas, y quisieran abstenerse de las que vamos a cometer".

Quienes desdeñaron el milagro tuvieron que descubrir dentro de sí mismos una fuerza más profunda y poderosa que ningún terror pudiera, a la larga, doblegar. Poder de las fuerzas del pueblo que fueron, son y serán, el fundamento de todo poder, pese a que la astucia y que el miedo a la muerte logren por un prolongado momento refrenarlas. Aunque excluido, relegado y empobrecido, fue desde su retiro solitario donde lo colectivo del poder del pueblo llegó a ser pensado y reafirmado en Maquiavelo. Y pese a que los dominados aún no lo sientan ni lo sepan todavía, él siguió alimentando esta verdad profunda desde su soledad en San Casiano.

Spinoza, también. De él se dijo: "cada filósofo tiene dos filosofías, la propia y la de Spinoza". Su filosofía está detrás de cada uno de nosotros, y nos invita a convertirnos en el lugar donde se elabora, como experiencia de vida, lo que la mera reflexión sólo enuncia como saber, y enfrentar entonces el riesgo de un nuevo e ignorado poder. Por eso nos advierte: "nadie sabe cuánto puede un cuerpo". El saber se despliega sólo luego de descubrir y ejercer este poder. El poder colectivo se revela desde el propio cuerpo individual amplificado cuando superamos la cerrazón sensible que el terror nos impuso al separarnos de los demás. Y, venciendo la angustia, se extiende hasta reencontrarlos de otro modo:

"Así, nada es más útil al hombre que el hombre; quiero decir, que nada pueden desear los hombres que sea mejor para la conservación de su ser que el concordar todos en todas las cosas, de suerte que las almas de todos formen como una sola alma, y sus cuerpos como un solo cuerpo...".

No se trata de un enlace de ideas sino de una concordancia de cuerpos que sienten y piensan. Esta fuerza nueva descubre más profundamente hasta qué punto el terror y la salvación religiosa individual era ya encubrimiento histórico de un contrapoder que despunta desde la corporeidad más íntima. Para comprenderlo había que penetrar ahondando en la formación histórica del propio cuerpo que el terror trató de limitar. Y mostrar desde allí la complejidad de los métodos de dominación que, bajo la apariencia de unir las almas, separa los cuerpos y les impide conformarse como un solo cuerpo. Sólo así pudo Spinoza descubrir el lugar imaginario del poder religioso como poder político, y la razón de su eficacia. Spinoza, el estudiante de Rabí, enfrentó por hacerlo el anatema más temido de la Ley:

"Que sea maldito de día y maldito de noche, maldito cuando se acueste y maldito cuando se levante, maldito cuando salga y maldito cuando entre; que Dios no le perdone, que su cólera y su furor se inflamen contra este hombre".

Pero este hombre maldito, que enfrentó la cólera de los hombres que hablaban en nombre de Dios utilizando como recurso el terror, escribió luego la Ética, que no más que un libro. Pero no sólo un libro más: la Ética de Spinoza es un tratado de insurgencia político-moral. Nos muestra, más allá de las apariencias, dónde reside el verdadero poder: desde la sabiduría aún inconsciente de nuestro propio cuerpo. No se trata de sutilezas intelectuales; más bien el poder despótico, pese a su bárbara apariencia, es también un poder sutil, racional y astuto, hecho para desviar e impedir el nuestro. Aun la barbarie, en su terror inmisericorde, toca y penetra por efracción la trama compleja de un cuerpo -individual y socialque fue doblegado, aterrorizado ante su fuerza. Pero esa trama viva, resistente, preexiste al ejercicio desnudo del poder que la somete, y permanece contenida: está oculta porque desconocemos nuestro propio poder que, sin embargo, debemos despertar y comprender. Pero yo aún no lo sé: "nadie sabe cuánto puede un cuerpo". Hay un poder del cuerpo que excede todo saber. Sin embargo hay un modo de despertarlo, y Spinoza nos abre el camino para acercamos a él.

También Carl von Clausewitz, el general intelectual. El debate íntimo de su vida fue al principio sólo uno: el origen de su propia sangre. Luchando desde su bastardía innoble por hacer reconocer su rancia estirpe al servicio leal de Federico II, de Prusia y del ejército, él, que no llevaba en sus venas -le confesaba a su noble y futura mujer"ni una sola gota de sangre mentirosa" y que estaba dispuesto, con quien lo pusiera en duda, a "responderle con una espada que nos resguardara de toda humillación", estaba sin embargo corroído por la duda de su nacimiento: ¿era noble o no? Para dudar de su nobleza hubiera tenido que acusar abiertamente a su padre, no creer en su palabra, cambiar la suya por la de él.

Pero esta nobleza incierta del origen, su bastardía, se decide y se muestra refulgente de verdad en sus teorías de la guerra. Aunque no sin esfuerzo: es primero en la guerra "monista" de la fantasía infantil, pensada paradójicamente como un duelo entre dos combatientes, donde su sangre sin mentira enfrenta a la del padre y la vence. Pero, reflexionando luego desde la guerra adulta real, logrará superar el despotismo que se prolongó y se le impuso, más allá de esta ilusión individualista, desde la forma paterna. Es entonces cuando Clausewitz pasa a elaborar, manteniendo su certeza originaria, una estrategia colectiva que reconoce, como fundamento de todo enfrentamiento político, a las pulsiones "naturales" e invencibles del pueblo. Recién entonces también Clausewitz descubre el lugar donde reside la verdadera fuerza que los generales no podían ver -el predominio de la moraly que ningún ejército ofensivo y usurpador podrá nunca vencer -el predominio de la resistencia popular-. Su experiencia primera, la de los poderes contrapuestos -nobles y plebeyos-, enfrentados en la melancólica cifra de su debate interior, se expandió desde allí hasta encontrar por fin el lugar real e histórico donde se elabora la respuesta, aunque leída ahora en otro nivel: en la verdad de los enfrentamientos guerreros, políticos y económicos que sólo la fuerza popular puede decidir.

Pero con haber ido muy lejos, Clausewitz no fue más allá. El pueblo en armas, sí, pero dominado sólo por la alta alcurnia de una dirección política central y por un jefe, cuya alma superior nos habría de guiar: esa fue su ambigüedad. Por eso ese saber que Clausewitz nos aproxima no desborda totalmente la apariencia bajo la cual se encubre la persistente separación, todavía vigente, entre política y guerra. Sólo aborda su eficacia, es cierto, pero sin embargo nos muestra el lugar inequívoco donde la lógica implacable de la guerra tendrá siempre como premisa el poder moral y pulsional del pueblo.

Freud y Marx, por último. Pero entendidos más allá de las lecturas "objetivas", que cuanto más presumen de un retorno a las fuentes tanto más ocultan y cercenan lo fundamental del saber que quisieron transmitirnos. Nos ofrecen un Marx sin sujeto, sin humanismo, sin lugar para la subjetividad, que sólo habría formulado una teoría reducida a las relaciones económicas de producción. Y también, del otro lado, como complemento, nos dan un Freud preocupado sólo por el individuo singular, sin historia y sin masas rebeldes, lugar de un deseo abstracto que ninguna historia real engendra, para una pulsión que se detiene en los límites del propio cuerpo -y del Otro sólo como fantasma, sin ir más allá-. Pero sin embargo fueron ellos los que, desentrañando la apariencia que el poder disocia, unieron la paz con la guerra, la vida con la muerte social, lo subjetivo con la historia. Nos mostraron, por fin desnudado en nuestro propio tiempo, el secreto cuya revelación es más temida y odiada por quienes lo ejercen: el velado secreto del poder social.

II

Estamos ahora asimilando la penosa lección de siglos: aprendiendo a saber. Pero entonces el terror antiguo asume otras formas: ellos, los tenebrosos que ejercen impunemente la violencia, también saben o presienten lo que nosotros estamos aprendiendo en carne propia. Pero con saberlo no pueden, lógica de una verdad insoslayable, dejar de torturar y asesinar para reinar. Sin embargo, tarde o temprano van a descubrir que el terror tiene también una lógica implacable. Esa lógica también ellos la sienten, sordamente, porque se inscribe necesariamente en sus acobardados cuerpos. Aunque no lo parezca están sin embargo ya destruidos, penetrados por la propia muerte que han ejercido contra los demás, porque el terror vuelve a emerger, implacable, desde dentro de ellos mismos, sin que la impunidad del triunfo que proclamaron con alborozo lo pueda hacer desaparecer.

Son muchos los compañeros y compatriotas desaparecidos para siempre, es cierto, rostros que ya nadie volverá a ver nunca más, porque la muerte disolvió el último rictus del dolor, como se disolvió en ellos la imagen del asesino que los exterminó. Es mucha la carne martirizada donde la furia cobarde, en la clandestinidad subterránea de sus cárceles y cuarteles, se ensañó sabiéndose impune: necesitaron, estos valientes, un recinto erizado de bayonetas y tanques de guerra para encarnizarse contra sus cuerpos inermes. Y llamaron "guerra sucia" a este exterminio atroz.

Pero ni aún en la soberbia alcanzada por la euforia instantánea de sus miserables triunfos se saben seguros y triunfadores: el propio terror subsiste, no fue acumulado, se multiplicó como un eco infinito en sus propios cuerpos, y decantó como un continuo temblor. En realidad sólo esta lógica estricta es la única implacable: la de la vida que vence al terror. Son también los asesinos quienes están más profundamente atravesados por el miedo, y la muerte que dieron a los otros penetró, no lo dudemos, cada una de las fibras de sus propios cuerpos: están macerados de muerte, y esa propia muerte temida, que expulsaron fuera de sí, seguirá carcomiendo la mísera materia que desde ellos se prolonga como carne asesina aún en todo lo que pretendan salvar y acaso amar: están abrasados por la muerte.

No hablamos de remordimiento ni de arrepentimiento ni de culpa. La psicología aquí, estrictamente, no tiene nada que hacer: la lógica que los aferra se sitúa más allá. Sabemos lo que decimos, porque los estamos viendo: sus cuerpos asesinos se prolongan en sus mujeres y en sus hijos, porque sus vidas los condenan para siempre a la miseria de la apariencia espectral: tiñen de muerte y mojan de sangre todo cuanto tocan. La muerte no es para ellos ese futuro temido que todos al fin de la vida habremos de encontrar. Para ellos la muerte es siempre actual; está de cuerpo presente corroyendo ahora mismo, a cada instante, lo más entrañable de sus propios cuerpos: el movimiento de sus vidas está animado por ese ritmo mortal. Al fin habrán de sentir que el dar la muerte al palpitante cuerpo de los que asesinaron para eludir la propia fue un intento vano: esa muerte permanece, hielo petrificante, en cada fibra del propio y tembloroso cuerpo. La última mirada de los moribundos -no lo dudemosquedó incrustada para siempre en el fondo de sus propios ojos, y verán en todo lo que miren la presencia silenciosa y tenaz de los asesinados.

III

Nosotros también debemos aprender; más allá del terror, ya es hora de osar pensar y sentir lo que antes nunca habíamos podido. La sociedad argentina no será nunca más lo que aparenta en su silencio actual: cada uno de nosotros tendrá que elaborar y asimilar el torrente de muerte que anonadó y anestesió nuestros sentidos. "Nadie sabe cuánto puede un cuerpo", es cierto, pero si acallamos su dolorosa marca será nuestro poder el que perdemos. Pero ellos, los asesinos, ya lo perdieron: esa es la verdad. Ellos sí, aunque no lo sepan, al querer salvarla perdieron ya la vida, la seguirán perdiendo, desflecada en lo que quisieron de cualquier manera evitar. Los signos anunciadores están en camino: comenzaron, queriendo hacerse los fuertes en el plano moral, por reconocer el homicidio clandestino como una necesidad política: pasaron de la hipocresía al cinismo. No saben que la lógica del terror asesino circula lentamente, es cierto, pero por otro canal.

Vidas inficionadas de muerte, que los seguirá corroyendo y disolviendo desde adentro, carroñas ya pese a sus rostros apiedrados de vencedores, ¿sabrán nunca, acaso, la dimensión de la propia miseria que evidencian en cada gesto? ¿Podrán acaso evitar que, aún en la penumbra de un abrazo amoroso, el espectro de la muerte se prolongue hasta el fondo helado de sus lechos matrimoniales? Jesucristos de yeso copulando en el triste abrazo de la memoria de un amor que nunca más podrán con nadie sentir, espectros hediondos que se abrazan cuando estrechan a sus hijos, muerte y terror que se prolongará en los vientres de sus mujeres y de sus hijas, donde el fantasma del terror paterno seguirá inseminando y engendrando desde la sangre sólo terror, porque es vida, la de ellos, que nutrió y que se nutre de muerte. Es lo que vemos al ver sus rostros, lo que ellos no pueden ver, ese halo que los rodea y los acompaña para siempre, que despierta horror sin piedad al verlos, y que hasta los propios han de ver.

Es la muerte la que está realmente en ellos, no la que les atribuimos solamente. Esta muerte no necesita de testigo ni de testimonios porque está presente dentro de ellos mismos, de interior a interior. Muerte que se muestra en los rictus de sus músculos que no se distienden, carne tumefacta que el uniforme o la sotana ciñe, rostros rígidos que la muerte define en cada rasgo y dibuja con su cincel las marcas del terror que vive en ellos, la vergüenza de ser que ellos ya no sienten. Hay sentimientos inconscientes, nos enseñó Freud.

IV

Una vez más: son estos problemas del poder político los que la reflexión muestra, pero que el psicoanálisis convencional encubrió como si se tratara sólo de enfermedad individual. En cambio, nosotros, terror mediante, ya lo sabemos: el problema de esta locura es un problema social. Trataron de impedir que los hombres accedieran colectivamente a la verdad del poder de sus cuerpos ahora separados, diseminados por la amenaza de muerte. Y esto es la tortura y el asesinato aplicados como pedagogía política: dislocan el cuerpo, lo desnudan, penetran en él para disolverlo; lo laceran, pirograban en su carne la marca inmesericorde de su poder. Violan el cuerpo, lo dislocan y lo desgarran para que el sufrimiento atroz introduzca la presencia real de la muerte que la mera amenaza, en la paz política, no alcanzó a ser interiorizada para evitar la acción.

Pero la tortura, ya lo vimos, tiene doble faz: graba su anverso también en ellos, la del propio terror y de la propia cobardía que para siempre los ha de acompañar. ¿El asesinato masivo no significó acaso el reconocimiento de la propia impotencia para marcar y doblegar? ¿Qué nos muestra sino lo que más temen: la fuerza de los hombres que no ceden su resistencia? Esa es la evidencia última que no pueden soportar. El terror cuenta sólo con lo inmediato de su ejercicio: no puede ver más allá. Su aplicación sabia, calculada y científica, no destruye su ceguera. Este sistema está, como quienes lo sostienen, inficionado de muerte, porque es la muerte quien lo guía en su devoración de la vida ajena.

En verdad sólo se dan respiros históricos para poder vivir. ¿Vivir qué? En lo imaginario del poder real, pese a todo su poder. Pero lo que la lógica de Freud y Marx nos muestran, lo que Maquiavelo, Spinoza y Clausewitz nos revelaron, fue el lugar invencible donde reside el poder social. ¿Qué quedará, nos preguntamos, de todos los videla, los massera, los martínez de hoz y los obispos plaza al cabo de los siglos, frente a ese pequeño y valeroso judío de Amsterdam, sin poder armado, que sólo tenía el de su propio e indefenso cuerpo cuya vida la tisis abrevió? Los gusanos de la muerte consumieron su cuerpo, es cierto, pero lo que en él hubo de vida, de poder, subsistió. De él ya sabemos cuánto pudo su cuerpo: que es lo único que en el hombre vence a la muerte. De estos otros, en cambio, de estos cuerpos asesinos ¿qué quedará? Quedará sólo la agusanada muerte que los borrará para siempre del recuerdo de los hombres que vencieron el terror. Estrellas de primera magnitud se creen en su fugacidad, pero es la muerte quien los puso en el sitial del máximo encubrimiento, puras apariencias que el tiempo disolverá porque nada de vivo en el mundo los sostiene, salvo la mentida promesa de un dios moribundo que saben también que no es, como ellos mismos ya no son.

Es preciso volver a despertar esta lógica implacable donde se apoya la esperanza de vencer, el optimismo de la vida que la miseria del militar cristiano y represor trata de encubrir. Más allá de la lógica del terror económico, militar y religioso, está la fuerza real de la vida histórica que quieren encubrir, pero cuya existencia es necesario mostrar que persiste, tozudamente, contra toda apariencia: está presente, viva aún, en la necesidad misma que los lleva a quererla destruir.

Hay una lógica de la guerra, hay una lógica de la economía, hay una lógica de la política como hay una lógica del amor y de la subjetividad, y todas ellas dicen lo mismo: el poder no está donde el terror lo sitúa, pese a que se aprovechen momentáneamente de él. Porque al mismo tiempo no pueden evitar que esa fuerza colectiva subsista como fondo de una dialéctica más profunda y corporal que el poder despótico podrá reprimir pero nunca anular. Lograr que esa esperanza, como una llamita tenue, amanezca de nuevo entre nosotros, es lo que se propone este libro, sin humildad.

Caracas, diciembre 31 de 1979

lobosuelto.com

 

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