Radiografía sentimental del chavismo (IV y V)
(IV): Despolitizados, bobos
… y esta tierra será libre y esta patria será grande… digna para ellos y para los que vengan después de ellos… no será la patria boba…
Hugo Chávez, 12 de junio de 2004
… ya no somos la patria boba, somos patria caribe… ya no la patria boba aquella que la manejaban como les daba la gana… pueblo caribe es que somos…
Hugo Chávez, 19 de noviembre de 2010
… porque ellos creen este pueblo es pendejo… No, ya este pueblo no es el pueblo pendejo de antes, ésta no es la patria boba de antes, esta patria despertó, y ese es uno de los más grandes cambios que ha ocurrido aquí en estos… trece años, cambio cultural…
Hugo Chávez, 14 de septiembre de 2012
No deja de sorprenderme la pasmosa ligereza con la que se habla sobre la supuesta despolitización de la sociedad venezolana, fenómeno que además, según algunos, iría en aumento. Con una frecuencia que mueve a sospecha, opiniones de este tipo suelen estar asociadas a la idea de que para aproximarse a la Venezuela “real” hay que prescindir de la versión de los hechos que ofrecen chavismo y antichavismo.
Lo anterior es problemático al menos por dos razones: por un lado, supone un profundo desconocimiento del cambio cultural que se produjo en el país a partir de la emergencia del chavismo, durante la década de los 90, y que caló todavía más hondo durante la primera década del presente siglo; por otro lado, implica un desconocimiento igualmente profundo respecto de la variedad de matices presentes en el amplio espectro político venezolano.
En consecuencia, lo que pretende colarse como una mirada desde un ángulo distinto, que “descubre” al público lo que nadie más es capaz de ver, no pasa de ser una versión en extremo simplista, casi siempre interesada, de la realidad.
Tal impostura es de vieja data. Por ejemplo, desde los primeros años de la revolución bolivariana estuvo muy en boga el discurso contra la “polarización”, principalmente en boca de académicos de formación liberal de la más tradicional, para quienes el conflicto, lejos de ser el motor de la política, es aquello que la política debe canalizar, neutralizar, postergar. Entonces, como ahora, el chavismo era valorado como un hecho monstruoso, no la resultante de un conflicto histórico, sino más bien como un sujeto pre-político casi, muy pernicioso, que más que atizar el conflicto abusaba de él, entorpeciendo el “normal” funcionamiento del sistema democrático.
Con origen en cierto antichavismo, en adelante tal discurso fue hecho suyo, casi invariablemente, por quienes, por una razón u otra, decidieron deslindarse del chavismo o fueron mantenidos al margen.
El oficialismo, concepto que resume los usos y costumbres de las líneas de fuerza más conservadoras del chavismo, nunca fue muy hábil en el tratamiento de las diferencias a lo interno del movimiento. Mientras Venezuela estaba sacudida, como lo sigue estando, por el conflicto histórico entre dos gigantescos polos de fuerza, el oficialismo procuraba a toda costa evitar los rigores del conflicto interno, exigiendo disciplina aquí y allá, desoyendo la crítica popular. En cambio, se sentía cómodo polemizando con lo más impresentable de la clase política antichavista.
En definitiva, en medio de aquel conflicto, el oficialismo se conformó siempre con un remedo de la polarización, puesto que lo suyo es limitarse a librar, única y exclusivamente, las peleas que puede ganar: la política boba. Y si llega a la conclusión de que la pelea con los dueños del capital es muy cuesta arriba, pues muy sencillo: busca establecer acuerdos.
El problema del oficialismo es hacer política boba en una patria que ya no es boba, sino caribe, y teniendo que lidiar con un pueblo que ya no es pendejo.
Incapaz de traducir el legítimo malestar popular, el hartazgo popular respecto de la política boba, el oficialismo apela, entre otros, al recurso manido del pueblo despolitizado (ingrato, indisciplinado, etc.), y mucho más ahora, en tiempos de repliegue popular de la política. Y a la inversa: cada manifestación de solidaridad, de perseverancia a toda prueba, cada demostración de capacidad de resistencia, cada acto de nobleza popular, es interpretado como puro y simple respaldo a secas.
Más allá del oficialismo, el problema es cuando se intenta comprender Venezuela ignorando las raíces históricas profundas de la polarización y, lo que es peor, la existencia de este remedo de polarización, de esta política boba, que es rechazada por el grueso de la base social del chavismo, y en general por la sociedad venezolana.
Despachar todo lo anterior es la vía más expedita para no comprender en lo absoluto lo que sienten y piensan las mayorías populares.
Así se llega a conclusiones tan absurdas como que cualquier manifestación de apoyo a la revolución bolivariana o de firme rechazo a las agresiones imperialistas, son expresiones de respaldo acrítico a la gestión de gobierno. Y al contrario: que el repliegue popular de la política o las severas críticas a la gestión de gobierno o al liderazgo chavista significan acuerdo tácito con la clase política antichavista.
Es un grave equívoco interpretar esta profunda disconformidad con la política boba como despolitización. Incluso en el acto de desafiliación política (aquellos que ya no se reconocen en la identidad política y eventualmente expresan su rechazo a la política) está presente una manifestación de voluntad política.
Si realmente se desea entender lo que siente el pueblo chavista, habrá de tomarse en cuenta que ni es bobo, ni está despolitizado.
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(V): La tragedia humana
“Como siempre, está la masa del pueblo y yo echo encima de la masa, me abrazo con ella, sudo con ella, lloro con ella y me consigo. Porque allí está el drama, allí está el dolor, y yo quiero sentir ese dolor, porque solo ese dolor, unido con el amor que uno siente, nos dará fuerzas para luchar mil años si hubiera que luchar contra la corrupción, contra la ineficacia, y por el bien de un pueblo que es un pueblo noble, digno, valiente, como el pueblo venezolano. No hay que buscar mucho para conseguir la tragedia” (1).
Tales palabras, a medio camino entre la revelación y la declaración de principios, definen lo que era Hugo Chávez.
Esa actitud frente al drama, el dolor popular, nos habla del material del que estaba hecho el hombre, pero también permite ir comprendiendo la forma genuinamente chavista de hacer política.
No se trata de ir al encuentro de la tragedia humana para sumirse en la tristeza infinita y trashumar como lo haría un apóstol de la miseria, dejándose consumir por el resentimiento.
Al contrario, aquella búsqueda, aquel llanto colectivo, solo tenían sentido si se trataba de conseguirse consigo mismo, de encontrar las fuerzas para seguir luchando.
Un abismo separa esta actitud de Chávez con lo que suele hacer lo que pudiera llamarse el periodismo exploitation, muy en boga en años recientes.
El periodismo exploitation es el correlato periodístico de la “humanitarización” de la política, fenómeno que se afianza alrededor de 2015, cuando la vocería política antichavista hace suyo el discurso de la “crisis humanitaria”, que vendría a justificar no solo la “ayuda humanitaria”, sino sobre todo la “intervención humanitaria”.
Millones de seres humanos que nunca importaron a las elites, los prescindibles, los invisibles históricos, aparecen en el periodismo exploitation como el sujeto de la narración, súbitamente, siempre en el papel de víctimas “deshumanizadas” de un régimen, por supuesto, inhumano, tiránico, cruel.
Las víctimas “deshumanizadas” del periodismo exploitation tienen mucho de los infames de Foucault: “Al no haber sido nadie en la historia, al no haber intervenido en los acontecimientos o no haber desempeñado ningún papel apreciable en la vida de las personas importantes, al no haber dejado ningún indicio que pueda conducir hasta ellos, únicamente tienen y tendrán existencia al abrigo precario de esas palabras” (2). El ojo que se posa sobre ellas es el ojo humanitario, que vendría a devolverles a las víctimas algo de su humanidad robada.
Ya se trate de migrantes o “refugiados”, de seres ruinosos que se alimentan de la basura o mueren de mengua en los hospitales, de víctimas de la violencia criminal, de la represión gubernamental, de las torturas en las mazmorras del régimen, siempre son sujetos dignos de lástima.
No por casualidad en el mismo período se han multiplicado las campañas de caridad, dirigidas a socorrer a las víctimas de un Estado ausente. Ninguna campaña contra las brutales sanciones imperiales, contra los oligopolios de los alimentos o contra las clínicas privadas, cuyos propietarios financian muchas de estas iniciativas caritativas.
La “humanitarización” de la política se traduce en una política lastimera, que solo puede prevalecer y alcanzar sus objetivos si suscita una subjetividad igualmente lastimera, lo que ha logrado parcialmente: gente que dentro y fuera del país va dando lástima, en algunos casos declarándose perseguida o simplemente víctima, por una u otra razón, y que narra con lujo de detalles el infierno venezolano, no tanto para apelar a la solidaridad del interlocutor, sino para mendigar auxilio.
Ahora bien, la tragedia es real. Y como lo decía Chávez, no hay que buscar mucho para conseguirla.
Política que no es capaz de empatizar con la tragedia popular, podrá ser cualquier otra cosa, incluso política lastimera, pero no política chavista.
A quienes tenemos la oportunidad y en algunos casos incluso el privilegio de intervenir en el espacio público, nos corresponde abrazarnos con ese dolor que es nuestro dolor, y luchar también contra la corrupción, la ineficacia, contra las desviaciones, las omisiones, lo mal hecho.
Es preciso contar la historia del pueblo que se sobrepone al sufrimiento y lucha, con esa infinita alegría que nos define, pero igualmente la del pueblo abatido, frustrado, desorientado, no para solazarnos en el abatimiento, sino precisamente para insuflar ánimos, para hacerle saber que vale, que su dignidad nos hace más humanos, para orientarlo, lo que muchas veces sirve, además, para reorientarnos. En suma, para acompañarlo, que es también una forma de conjurar nuestra propia soledad.
Acompañar al pueblo abatido no significa mostrarnos débiles, sino hacernos más fuertes.
“Yo veo aquel cuadro dantesco y otro niño más atrás, también en brazos de la madre, y la cara desfigurada por aquí. La quijada por un ladito ahí y la desfigurada cabeza. Creo que un caballo le dio una patada y le fracturó la quijada, se la abrió en dos. Se le curó sola, porque la madre no consiguió quién lo atendiera. Entonces está deforme el niño, tiene como dos quijadas. Eso está pasando aquí delante de alcaldes, de gobernadores, de presidentes, de médicos, de todos” (3).
Y eso no puede seguir pasando.
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(1) Orlando Oramas León y Jorge Legañoa Alonso. Cuentos del arañero. Vadell Hermanos Editores. Caracas, Venezuela. 2013. Págs. 173-174.
(2) Michel Foucault. La vida de los hombres infames, en: Estrategias de poder.
Obras esenciales, volumen II. Paidós. Barcelona, España. 1999. Págs. 394-395.
(3) Orlando Oramas León y Jorge Legañoa Alonso. Cuentos del arañero. Pág. 174.