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Argentina :: 01/03/2023

Raúl Alfonsín ¿El presidente que sí fue?

Daniel Campione
Quien fuera primer presidente después de la dictadura nunca se empleó a fondo en un combate contra los condicionamientos impuestos por los poderes fácticos

Una biografía nos acerca a la reflexión crítica acerca de quien últimamente ha sido elevado a la calidad de “prócer”. Aún desde la discrepancia, el trabajo puede ser útil para releer la historia argentina reciente a través de uno de sus principales protagonistas.

Pablo Gerchunoff
Raúl Alfonsín: El planisferio invertido.
Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Edhasa, 2022.
462 páginas

El inminente cumplimiento de “cuarenta años de democracia” en Argentina seguramente suscitará variadas evocaciones de quien hoy es reconocido como “padre fundador” del período más prolongado de continuidad del régimen constitucional en la historia de nuestro país.

Es probable que la obra que nos ocupa inicie una serie de narraciones y análisis acerca del expresidente. No constituye un mal comienzo, más allá de las variadas observaciones que se le pueden formular.

El libro de Gerchunoff es tal vez la biografía más completa que se ha escrito sobre el primer presidente de la mal llamada “transición democrática” argentina.

Sigue al líder radical a lo largo de toda su trayectoria, con atención tanto a las peripecias de su vida como a la evolución de su pensamiento. Los varios libros en que quien fuera elegido presidente en 1983 volcó sus reflexiones y experiencias son parte primordial de las fuentes utilizadas por el biógrafo.

El autor es historiador de la economía y también ha formado parte de equipos económicos de gobierno durante las gestiones del biografiado y de Fernando de la Rúa. Es un hombre del radicalismo y está próximo al ideario económico liberal. Y su obra se tiñe de esas dos características.

Lo último no implica que este trabajo sea un panegírico del dirigente radical. Una y otra vez se señalan las que, a juicio de Gerchunoff, fueron las deficiencias en la comprensión e implementación de la política del expresidente.

Al tratar de materias afines a su especialidad, el historiador elude los tecnicismos y las observaciones de carácter personal. Por momentos se hace desear un enfoque más incisivo acerca de rumbos económicos que desembocaron en grandes fracasos.

El planisferio descentrado

Merece una mención el peculiar título de la obra. La alusión directa es a un mapa que el dirigente llevó consigo mucho tiempo, en el que el sur es ubicado arriba y el norte abajo. El historiador proyecta ese símbolo sobre las ideas del dirigente del radicalismo.

En el sentido de situar a Argentina en el lugar central en que la deja un planisferio de tales características. Y atribuyéndole al expresidente la creencia de que podía “darse vuelta” el mundo, aún en contra de las tendencias en contrario que prevalecieran. Para Gerchunoff esa visión expresa sentido de la autonomía e iniciativa política. Y también una mirada en parte desacertada sobre el tiempo que le tocó vivir.

Para el biógrafo, el hombre de Chascomús no terminó de comprender los cambios que tenían lugar en el mundo y siguió preso de una visión más próxima a la socialdemocracia al estilo de Lionel Jospin que al giro neoliberal que se imponía en buena parte del planeta.

Gerchunoff tiende a justificar la generalidad de los pasos políticos que dio Alfonsín desde la década de 1960 hasta su muerte. Incluso en sus decisiones más controvertidas, como las leyes de punto final y de obediencia debida cuando fue presidente, y el pacto de Olivos durante el gobierno de su sucesor.

Analiza los esfuerzos del presidente para limitar cada vez más los efectos de su propia decisión de juzgar a los militares asesinos. Sin embargo los justifica en la necesidad de disminuir el nivel de conflictividad con las Fuerzas Armadas.

Asimismo avala la determinación de “rendirse” ante el afán reeleccionista de Carlos Menem, a cambio de la negociación de unos contenidos de reforma de la constitución que no modificaron las carencias del sistema político argentino.

Se trataría de las acciones de un hombre que tuvo que desenvolverse constreñido por fuertes condicionamientos. Y que logró la hazaña de aventar una y otra vez las amenazas que se cernían sobre el sistema democrático, cuya construcción y consolidación era el objetivo central de su vida política.

El escrito pasa como de puntillas por algunas de las actitudes más cuestionables del líder radical. Un ejemplo es la represión al copamiento guerrillero de La Tablada. Cuando el entonces presidente decidió cerrar los ojos ante el asesinato y desaparición de los cuerpos de varios atacantes que se habían rendido. De un demócrata cabal podía esperarse una respuesta firme frente a esos crímenes.

Las sombras de un legado

El autor desarrolla una mirada crítica acerca de los límites de las acciones del dirigente radical, claro que lo hace desde su impronta liberal. Para él, Alfonsín nunca pudo romper del todo con la mirada intervencionista y “estatista” en la que se formó en su juventud. A su juicio, trató de llevarla adelante aún cuando el mundo ya había girado en otra dirección.

Es válido sustentar una visión contrapuesta, la de que quien fuera presidente a partir de 1983 nunca se empleó a fondo en un combate contra los condicionamientos impuestos por los poderes fácticos.

Podía referirse a “la oligarquía terrateniente” o ser crítico de “las imposiciones de los organismos internacionales”, pero nunca llegó al enfrentamiento abierto. Como a otros dirigentes, la relativa “moderación” no le sirvió. “Los dueños del país” nunca lo tuvieron entre sus políticos favoritos y por momentos lo hostigaron con empeño.

Gerchunoff hubiera preferido que fuera mucho más condescendiente con los dueños del capital y sus aliados. Y que se manifestara un más decidido “reformista”. Esto último en el sentido de adoptar con mayor consecuencia el programa de privatizaciones, desregulación y austeridad fiscal que ya se cernía como mandato mundial en los últimos años de su período de gobierno.

Un campo en el que el biógrafo escribe tal vez sus mejores páginas es cuando se centra en el temple de Alfonsín, en su entrega plena a la política. Cómo luchó por el poder hasta el último instante de su vida, el modo en que hizo de su partido la razón de su existencia.

Nadie podría negar al dirigente radical el haber sido un político de raza.

Pero en ese rol no hizo otra cosa que apuntar a la consolidación de la democracia formal. Mientras los contenidos de mayor igualdad social y menor concentración de la riqueza a los que siempre proclamó aspirar, no sólo no se realizaron sino que avanzaron en sentido opuesto.

A cuarenta años del inicio de su presidencia, el régimen representativo en Argentina ha llegado más bien a una instancia de profunda degradación que a cualquier evolución en sentido progresivo.

Nuestro país es hoy mucho más injusto y desigual que en la década de 1970, en la que comenzó a ser un protagonista de la política nacional. Y la “soberanía popular” no ha ido más allá del ejercicio periódico del sufragio.

Condicionado éste a su vez por aparatos de hegemonía que se han afianzado en el virtual monopolio de la información y los espacios de debate.

Por cierto que no puede achacarse la responsabilidad fundamental a su primer presidente. Pero tampoco eximirlo de los claroscuros del papel que le tocó desempeñar.

A la casi obligatoria pregunta acerca del legado que dejó, no puede sino responderse que las instituciones que contribuyó a refundar no garantizaron para la mayoría de lxs argentinos el “se come, se cura y se educa” que en su momento prometió sino que profundizaron las carencias.

El recitado del preámbulo de la Constitución, componente vertebral de la inolvidable campaña electoral de 1983, quedó como un rosario de generalidades no susceptibles de transformar una sociedad como la argentina.

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Esta biografía puede ser leída con provecho. Aporta mucha información y sigue con detenimiento la trayectoria del personaje central. Es cierto que, como tratamos de exponer, con un sesgo ideológico que si algo le reprocha a Alfonsín es no haber sido más proclive a adaptarse al giro a la derecha que el mundo capitalista emprendió en la década de 1980.

Cabe al contrario el reconocimiento de que no tomó a pleno como propio, como sí hicieron sus sucesores Menem y de la Rúa, el programa de máxima del gran capital. Se detuvo a medio camino, sin poder o querer definir un rumbo del todo diferente. Y no se imaginó siquiera a su partido como miembro subordinado de una coalición de derecha, como ha ocurrido en los últimos años.

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