Repensando el octubre chileno
Afortunadamente, el debate sobre el poder popular vuelve a emerger. En realidad, a grandes rasgos, siempre ha estado ahí: en consignas, discusiones, modos de representar la práctica política, formas de organización, etc. Sin embargo, tras las revueltas de octubre de 2019 en Chile, y desde un amplio arco de movilizaciones en América y el mundo, necesariamente la continuidad de la presencia de la idea de poder popular se sitúa entre nuevos significados. No es tarea de este prólogo realizar una caracterización del profundo ciclo político que comenzamos a vivir, pero sí lo es dar cuenta de ciertos contenidos teóricos, históricos y contingentes que permiten problematizar la noción de poder popular, aportando elementos para evaluar el actual momento político y su densidad estratégica.
Es también un modo de dialogar con este texto, ya clásico, de Miguel Mazzeo. Someterlo a examen, permitirle otras líneas de apertura. Tal vez esa es la función fundamental de un prólogo, el ser un antecedente, un modo en que aparece la historia en el texto. Sería lícito preguntarse entonces cómo abrir un libro, cómo leerlo y por qué la historicidad de la teoría es una pieza clave en su comprensión y rendimiento analítico. Preguntarnos por una historicidad del poder popular, captar su significado coyuntural, es una manera de permitir otra lectura de Introducción al poder popular. «El sueño de una cosa».
De esta manera, proponemos tres dimensiones: i) una breve interrogación sobre algunos elementos teórico-estratégicos que han sedimentado en la idea de poder popular, necesarios de revisitar o, al menos, de poner de relieve para abrir camino a su crítica, pues siguen siendo problemáticos, en el sentido de que no son categorías estables y están, desde su origen, condicionados por debates y tensiones políticas; ii) en este país, Chile, se han dado experiencias que, guardando ciertas precauciones para no generalizar o sobreinterpretar, podrían llamarse «poder popular».
Hay que señalarlas, conocerlas, pero sobre todo reconocer en ellas trayectorias y dinámicas que hoy resultan fundamentales: procesos de formación de clase, impugnaciones generalizadas al régimen político, creación de organizaciones para impulsar intereses, definición de tareas programáticas para transformar radicalmente la sociedad, nuevos horizontes intelectuales para resignificar la vida política en clave revolucionaria, etc.; iii) por último, preguntarnos por la actualidad de este debate tras el proceso histórico que ha abierto octubre. Interrogaciones que, necesariamente, quedarán abiertas, pero que, estimamos, contribuirán a introducir tanto al libro de Mazzeo como a la complejidad del ciclo que se gesta.
Algunas sedimentaciones (problemáticas) de la idea de poder popular
Son al menos tres grandes nudos problemáticos que se presentan en la idea de poder popular. No pretendemos sostener que sean los únicos, solamente se espera que de su análisis se haga posible continuar profundizando una visión crítica desde un punto de vista estratégico. A veces, conocer las capas de sedimentación de un objeto permite ir más lejos en el conocimiento del porvenir de su trayectoria.
Dualidad de poderes en la izquierda clásica
El canon soviético. La revolución de octubre en Rusia, y el acervo de discusiones y agitados procesos sociales previos a 1917, permitieron sintetizar una categoría que modulará la transferencia de poder de una clase a otra: la dualidad de poderes. Según Trotsky, esto «no es propio y exclusivo de la revolución rusa de 1917», pero suele darse en periodos revolucionarios, en los cuales «la mecánica política de la revolución consiste en el paso del poder de una clase a otra». Sin embargo, destacando una de las condiciones históricas previas a la coyuntura revolucionaria, es «necesario que ya en la víspera ocupe una situación de extraordinaria independencia con respecto a la clase dominante». Una situación que no puede ser estable, de equilibrios, «atestigua que la ruptura del equilibrio social ha roto ya la superestructura del Estado».
He aquí el canon: la proyección estratégica de un poder, sustentado en la experiencia histórica de una clase que, en una temporalidad política revolucionaria, intencionadamente confronta el antiguo poder, en y más allá del Estado. La dualidad de poderes es, por definición, un modo de sintetizar, simplificar criterios metodológicos o pedagógicos, complejas trayectorias históricas. No es difícil identificar este método de análisis, el de dos o más poderes en pugna, que se constituyen en función de la proyección de un conflicto, en lo que más tarde se conceptualizará como «poder popular».
El canon gramsciano. Aunque desde otro ángulo y momento histórico, Antonio Gramsci sostiene un complemento a la idea de «poder soviético», sobre todo en el periodo previo a su detención en 1926. En esta época, es un «primer Gramsci» que bascula entre una idea de estado burgués en crisis y una «democracia obrera» en formación, surgida desde las intensas luchas de la clase trabajadora italiana. Quisiéramos enfatizar en una noción que atraviesa toda su obra, pero que se expresa de modo elocuente en sus escritos más tempranos: «el Estado Socialista existe ya potencialmente en las instituciones de la vida social característica de la clase trabajadora explotada». Está presente la idea de «prefiguración», es decir, modos de ser que ya no se explican necesariamente en función de un momento revolucionario-insurreccional, sino que se valoran en su presente, en la radicalidad que adoptan sus formas, y no únicamente en relación con lo que van a llegar a ser.
Así, para Gramsci, la perspectiva es «unir entre sí estas instituciones, coordinarlas y subordinarlas en una jerarquía de competencias y poderes, centralizarlas fuertemente, pero respetando las autonomías necesarias y sus articulaciones». Una hoja de ruta para orientar dicha labor, pero a la vez destaca que esta tarea «significa crear desde ahora una verdadera democracia obrera, en contraposición eficiente y activa con el Estado Burgués, preparándose ya desde ahora para sustituir, al Estado Burgués». Si bien conocemos bien al Gramsci que nos han mostrado algunos sectores, el de las trincheras, la paciencia estratégica, la construcción hegemónica, conviene también conocer esta otra dimensión, la de un político que valoró la agencia de la capilaridad social de la clase trabajadora, que reconoció en ella la posibilidad de un ciclo ofensivo, de asalto, de nuevas legitimidades de las formas de organización socialista frente al estado burgués.
El canon de las tesis político-militares insurgentes en América. La década del sesenta del siglo XX vio emerger y organizarse una nueva izquierda. Sin duda, influida por el acontecimiento mundial de la revolución cubana, la apertura crítica del XX Congreso del PCUS y la «desestalinización», pero sobre todo por las numerosas luchas sociales que en las décadas del cincuenta y sesenta motorizaron un campo político que fijó nuevas orientaciones respecto de la izquierda más tradicional, es decir, aquella con una apuesta de disputa y ampliación radical de la democracia al interior del estado capitalista, alianzas interclasistas, reformas políticas y económicas, etc.
En este marco se conforma una izquierda que resignifica la idea de poder dual: ahora se trata de preparar un escenario de confrontación revolucionaria, agudizar la crisis para propiciar un estallido insurreccional que «transfiera» de modo abrupto el poder hacia las «clases populares». Todo ello será preparado, sin embargo, por la fortaleza de un partido y órganos de poder dual que ya no van a ser coyunturales, sino que, permaneciendo en el tiempo, van a crear espacios controlados, liberados o de disputa directa con las clases dominantes. Todo ello orientado en perspectiva militar, para crear un sustento teórico y logístico a la noción de que el poder popular es solo transitorio y coyuntural.
Influidos por corrientes maoístas y vietnamitas, consideran que la lucha revolucionaria es prolongada y no se trata de un solo momento de asalto. La noción espacial de «territorio» es uno de los elementos gravitantes en la estructuración de estas estrategias, pues articula las dinámicas de la lucha socialista con la necesaria «ocupación» del espacio por aquella clase que quiera avanzar posiciones en su táctica. Deslocaliza con ello, aunque sin desmerecerlo, un centro histórico de las concepciones de la izquierda tradicional de la primera mitad del siglo XX, fuertemente anclada en la conflictividad del capital industrial o agrario. Expresivas de esta tendencia son la tesis de «La conquista del poder por la vía insurreccional» del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) en Chile y, más tardíamente, las elaboraciones de «poder burgués y poder revolucionario» de Mario Roberto Santucho en Argentina.
Límites de la reapropiación de estos cánones en la formación teórica del poder popular
Es evidente que estos cánones o nodos teórico-estratégicos, desde los cuales se ha articulado la noción de poder popular, no tuvieron una única trayectoria. No es factible rastrear tampoco todas las variantes que tuvieron estas tres perspectivas. Para los fines de este texto, basta señalar lo siguiente: su influencia y sedimentación habilita la posibilidad de abrir algunas problematizaciones. ¿Qué deslizamientos teóricos ha tenido el concepto de dualidad de poderes? ¿Qué límites presentan las derivas de las tesis político-militares al campo popular? ¿Qué sujeto(s) articula(n) el poder popular en su fuerza impugnadora?
Sobre la «exterioridad» en la dualidad de poderes. Una tendencia rastreable en las apropiaciones de la dualidad de poderes es la continua suposición de que el poder impugnador, la dimensión «popular», se constituye desde «fuera», desde un margen exterior que llega a confrontar al poder establecido. Un poder que, como extrapolación de la experiencia soviética, se homologa con la suposición de que este se conforma en contra del Estado. Así, es común ver planteamientos que sitúan el marco de autonomía política popular por fuera del Estado, instalando la cesura entre este y el movimiento popular. Lo que haga el tejido social-popular sin el Estado se puede constituir como poder propio, autónomo.
Sin embargo, la idea misma de que, bajo el tipo de sociedades que vivimos, pueda emerger y organizarse un poder como exterioridad al Estado, es problemática. De hecho, aceptar que la cesura fundamental se da entre el Estado y el movimiento popular implica la posibilidad de proyectar este antagonismo como si se tratara de dos esferas separadas y autónomas. A nuestro juicio, esta perspectiva proviene de un deslizamiento que se da desde el antagonismo entre clases sociales como noción elemental en la dualidad de poderes, identificable al menos desde la experiencia soviética a los años de poder obrero que analizó Gramsci (1919-1920), hasta el antagonismo entre instituciones estatales e instituciones de autoorganización popular.
No es lo mismo situar la tensión en la pugna entre clases sociales que hacerlo entre el Estado y lo que, según se sostiene, está por fuera de él. Las múltiples caras de la clase trabajadora demuestran que esta crea instituciones que le permiten organizarse, interactuar, buscar lo común, reconocerse en una experiencia de lucha, pero no lo hace fundamentalmente para disputar con el Estado, sino en función de su confrontación con el poder de los capitalistas y otros grupos que sostienen privilegios. Obviamente, esta es una forma de simplificar, con fines expositivos, un modo en que se articula históricamente la conflictividad social y cómo la perspectiva de dualidad de poderes puede variar en su proyección estratégica según se señale la cesura que contrapone los distintos poderes.
Las derivas de las tesis político-militares al campo popular. Dentro del arco de trayectorias desde los cuales se teorizó y practicó la dualidad de poderes, hay uno que influyó de manera decisiva en los grupos insurgentes de la década del cincuenta, sesenta e incluso en los setenta en América Latina, el llamado «prolongadismo». Derivado principalmente de una lectura situada de las experiencias de la revolución China y de la resistencia vietnamita (guerra popular prolongada), esta corriente establece una orientación particular: el poder dual se ejecuta a partir de espacios o zonas liberadas que, desde un punto de vista temporal, conviven territorialmente con zonas del poder burgués o del otro poder con el que se estén confrontando.
Estas zonas liberadas, tanto militar, económica, ideológica y políticamente, son dinamizadas por el trabajo de un ejército popular que, sin embargo, construye en estos espacios una «retaguardia estratégica», pieza clave en el sustento logístico y de masas de la política insurgente. De ahí que la preparación de una retaguardia sea tanto o más imprescindible que el desarrollo político de la vanguardia. Este es, a grandes rasgos, el esquema central de esta corriente.
Sin embargo, las derrotas de la clase trabajadora y las organizaciones de izquierda durante la década del sesenta y setenta en América no supuso necesariamente un cuestionamiento a la perspectiva de retaguardia estratégica ni al papel subordinado en el que las masas se encontraban respecto a la iniciativa del grupo de vanguardia. De hecho, durante los setenta se producen derrotas de la clase trabajadora en todo el mundo, cuyas proyecciones estratégicas se sienten hasta el día de hoy. Las formas de organización y las prácticas de los años sucesivos estuvieron marcadas por el signo de esa derrota y la «retaguardia estratégica» fue paulatinamente modificándose en el acervo militante para ser «defensa», «rearme», «reorganización», etc.
Así, en los ochenta y noventa la construcción popular, comunitaria y hasta sindical, herencia teórica y, a veces, hasta logística de los viejos troncos políticos que se reconocían desde la lógica de territorios políticamente autónomos, estuvieron insertas en muchos casos en el eco de la construcción de una retaguardia, ya sin vanguardia, en estado de derrota política y rearme estratégico. Retaguardia que paulatinamente se fue configurando desde un «olvido» de su propia situación y haciendo de su necesidad una virtud: la construcción desde los márgenes si bien era necesaria, y lo sigue siendo, comenzó a dejar de considerar que estaba allí producto de una derrota, que se afincó en lo local porque perdió la capacidad de actuación global, y que la construcción territorial, si tenía alguna potencia de emancipación social, debía articularse en escalas mayores y encarnando fuerzas sociales e históricas con capacidad de impugnación radical, esto es, desde un nuevo sitio estratégico que, sin salir de la política local, tuviera una visión de totalidad.
Ligada a esta problemática, la cara «popular» del poder, lo que la izquierda clásica codificó durante el siglo XX como un actor obrero-campesino, también vería modificar su sujeto histórico de transformación. Ya no sería la línea más tradicional, sino que, al menos desde la segunda década del siglo XX y sobre todo desde finales del mismo, la emergencia de actores y actrices de lo político daban nuevas fisonomías al problema del sujeto y el poder: pobres del «campo y la ciudad», pueblos originarios, mujeres organizadas, estudiantes, juventudes, trabajadores(as), etc., configuraban los rostros del movimiento popular que, en el marco de las derrotas estratégicas vividas desde los setenta, nuevamente impugnaba el orden establecido.
Sin embargo, si bien es cierto que en este periodo se cuestionó el dogmatismo de las concepciones obreristas a ultranza de la izquierda, en muchos casos se pasó de esta posición a la asunción de que el sujeto histórico en realidad se dispersaba en una serie de otros actores que representaban la agencia y posibilidad de cambio social. Indudablemente, era innegable esta dimensión. Lo que a nuestro juicio resulta problemático de este tránsito, es la renuncia a la posibilidad de encontrar en ellos y ellas elementos comunes, experiencias compartidas que puedan dar cuenta de una categoría estratégica más amplia y en perspectiva de totalidad.
Es evidente que la negación de matrices economicistas y mecanicistas de la clase trabajadora, así como de las visiones restringidas de lo que representa el conflicto capital-trabajo en particular y los antagonismos de la sociedad capitalista en general, no implica dejar de hablar de clase trabajadora. Sin embargo, pareciera que diferentes movimientos sociales que reivindican la idea de poder popular se posicionan desde esta matriz para descartar la posibilidad de una visión unitaria de los sujetos políticos de cambio. En su lugar, aparece una amalgama de grupos que, si bien tienen un rol fundamental como activadores de la lucha social, no responden a una perspectiva común. Dicho de otro modo, se requieren grupos que puedan no solo constituir articulaciones contingentes como si se trataran de actores separados, sino que relevar los elementos de fondo que comparten para avanzar en una impugnación general al modo de vida social que les afecta, el capitalismo.
Consideramos entonces, que la idea de poder popular no puede reproducir la fragmentación heredada de los planteamientos estratégicos configurados en la gran derrota política sufrida a partir de los años setenta. Así mismo, tampoco puede hacerse parte de las visiones esencialistas y dogmáticas de la actividad social, sino que su tarea es captar la historicidad del proceso de formación de clase como forma de dar actualidad a un sujeto capaz de encarnar una fuerza transformadora.
Historia y poder popular en Chile
A todo texto le sostiene una situación, una circunstancia que permite su lectura. Hemos dicho que la situación en la que estamos es la coyuntura constituyente y las múltiples posibilidades que de ella pueden derivar. El proceso actual tiene una doble dimensión: por un lado, se constituye un escenario que recompone el andamiaje institucional del país (aunque puede que ello no suceda) y, por el otro, se constituye un actor, que en realidad tiene muchas fisonomías, que es el que con toda certeza dinamiza políticamente el escenario al impugnar los modos de vida social que le han precarizado durante décadas.
Nos interesa destacar, por ahora, que ya ha habido momentos en que se formó un actor colectivo en la historia del país, también íntimamente vinculado a cambios constitucionales o institucionales para el conjunto de la sociedad. Analizaremos algunos de ellos, enfatizando que estas trayectorias colectivas se configuraron como procesos de formación y experiencia de clase y que, no obstante, fueron "derrotados" desde el punto de vista de las aspiraciones que manifestaron.
La alborada del poder obrero. Ningún proceso de acumulación de experiencia de organización y lucha sigue un camino continuo y evolutivo. Nada es lineal. En ese entendido, los aprendizajes aparecen más bien en una mezcla de discontinuidades, rupturas, pero también líneas de transmisión, continuidad y cambios de orientación. Es el caso del movimiento obrero y popular en Chile durante la última parte del siglo XIX y la primera del XX. La emergencia y organización de un actor que, a través de asociatividades y combinación de formas de lucha, enfrentó quizás por primera vez de modo autónomo la tarea de construir un horizonte estratégico dotándole de una perspectiva unitaria a su actuar.
En esta dirección, un primer hito de significación histórica, por la posibilidad que ofreció de sopesar, expresar y articular el poder de las organizaciones y movilizaciones populares, fue la Huelga general de 1890. Ella lograría instalar el repertorio «huelga» como modo de volver operativa la fuerza propia e impulsar reivindicaciones centrales para el bienestar obrero y popular. Un aprendizaje invaluable hasta hoy. De hecho, a partir de esa gran movilización, se realizaron en el país lo que podría caracterizarse como una «ola de huelgas», las que lograron posicionar en la vida pública demandas ligadas al conflicto entre capitalistas y obreros, y llevaron más lejos aún la orientación del movimiento pues se erigían en función de hacer frente a la precarización o «cuestión social» que afectaba fundamentalmente a los sectores que protestaban.
Es decir, se diagnosticaron contradicciones, malestares, conflictos, que servían de materia común para el reconocimiento de modos de vida compartidos, tendencia que permitió que diferentes organizaciones obreras (desde el naciente sindicalismo y sus grandes referencias como la IWW (Industrial Workers of the World) y la FOCH (Federación Obrera de Chile), el Partido Obrero Socialista, agrupaciones feministas, mutuales, sociedades de resistencia, agrupaciones culturales, etc.) pudiesen actuar en el intercambio de reflexiones, prácticas y horizontes societales, constituyéndose en un actor de clase en formación.
Este largo proceso, por cierto, inseparable de las olas represivas que vivió el movimiento popular en ese entonces, fue también parte de profundas dinámicas de cambio: la irrupción política de los militares en la primera parte de la década del veinte, la presencia de Arturo Alessandri como figura política de masas y, sobre todo, el cambio de régimen que se proyectaría frente a la posibilidad de cambiar la Constitución en 1925. En este marco, por primera vez el poder de organización creado por el movimiento popular de ese entonces enfrentó la cuestión política de si participar o no en el proceso constituyente y, sobre todo, de qué modo se expresaría la capacidad soberana del pueblo trabajador, si por la vía de una Asamblea Constituyente, mecanismo mayoritariamente preferido, o por la vía institucional impulsada por Alessandri.
Si bien estos dos mecanismos no aparecieron como contradictorios, como lo atestiguan testimonios de la época, sí tenían alcances distintos: el primero como posibilidad de comenzar a abrir camino a un proceso de cambios revolucionarios, a pesar de no catalogarse en sí mismo como tal, y el otro como promesa de ajustes al régimen político-económico. Uno implicaba que un nuevo poder constituyente, que venía de hecho impugnando al poder constituido durante ya décadas de movilización y huelgas, pudiera impulsar marcos político-institucionales para afrontar la vida social; el otro suponía que, desde un poder ya constituido, intrainstitucional, se definieran algunos cambios de orientación.
Como se ha demostrado, terminó imponiéndose la segunda opción, pese al intento de organizaciones obreras y populares de incidir en el proceso mediante una «Asamblea Constituyente de Asalariados e Intelectuales» como articulación de fuerza propia, de órgano de poder paralelo. Tal vez una muestra -como se pensaba en ese tiempo- de que el ascenso de la conciencia, de la capacidad de organización, de combatividad, no es una línea evolutiva, progresiva, permanente, sino que los reveses, la experiencia colectiva de la derrota, también explican el proceso de formación de clase.
El largo ciclo de radicalización popular (1957 a 1973). Después de la deriva autoritaria comandada por el presidente Gabriel González Videla y la persecución no solo al Partido Comunista, sino también el control sobre organizaciones populares, paulatinamente estas avanzaron en nuevas pautas de articulación. Ya desde los años cuarenta se perciben trayectorias de unidad sindical, que se producían simultáneamente a la radicalización ideológica y estratégica de fuerzas como el Partido Socialista y la voluntad de un frente común entre las agrupaciones obreras y populares. Además, estas reconfiguraciones orgánicas se hacían en un clima de fuerte ascenso de las movilizaciones, pero también de la represión policial, y que tendrán como uno de sus momentos fundamentales la formación de la Central Única de Trabajadores en 1953, la cual tenía entre sus objetivos la superación de la sociedad capitalista.
Si hubiese que destacar un punto álgido de este periodo, serían las movilizaciones de abril de 1957. Estas fueron importantes porque desanclaron y superaron la actividad partidaria de izquierda, a la vez que crearon nuevos nodos desde donde esta misma actividad se replanteó. Estas, como ahora, fueron movilizadas por el alza del transporte público, y también detonaron la visibilización -como horizonte ordenador- de las condiciones precarias en que vivía la mayoría de la población.
Adicionalmente, se sumó la paulatina activación de los trabajadores rurales, del movimiento de pobladores por vivienda y las tomas de terreno como método de acción, así como también la recomposición de las alianzas entre los principales partidos de izquierda y la emergencia de grupos organizados de relevancia como el MIR. Se asistía, en definitiva, a un proceso de radicalización política expresada en nuevos y más profundos programas de transformación social, nuevas organizaciones con una mayor capilaridad social, lo que obligó a que la derecha, sectores empresariales y conservadores comenzaran nuevamente a ocupar posiciones de defensa desde el punto de vista táctico-estratégico.
Una clase robustecida en esta larga década del sesenta, que se prepara como fuerza «constituyente» de los contenidos para otra sociedad. De este modo, aparecen con fuerza la demanda por nacionalizar el cobre y otros sectores estratégicos, por terminar con la banca privada, por una reforma agraria que beneficie a los campesinos, etc. Junto con ello, se perfila un horizonte societal, sea comunista o socialista, cuyos garantes políticos pasan a ser las grandes coaliciones político-electorales como el Frente de Acción Popular (FRAP, 1956 a 1969) y, posteriormente, la Unidad Popular (UP). Sin este proceso de formación de una clase con voluntad de movilización, autoorganización y también de ser gobierno, no se explica, por ejemplo, la experiencia de la UP, la cual no podía sino captar este proceso para apostar a orientarlo en determinada dirección. Esta no se explica ni exclusiva ni fundamentalmente desde el ángulo del sistema de partidos.
El proceso crítico de 1967 a 1973. Se podría caracterizar este ciclo histórico como «proceso instituyente», en el sentido más inmediato de la expresión: la clase impulsa un horizonte político que supone la redefinición de los ámbitos que organizan la vida social, desde las instituciones del Estado a la gestión organizada de la actividad social, la economía, etc. Es una dimensión radical que moviliza una voluntad de poder popular sin precedentes en la historia del país. Entre ellos, destaca la crítica al derecho de propiedad que, según se diagnosticaba, había beneficiado por décadas a los grandes capitalistas y empresas transnacionales, pero que ahora, podía no solo transferirse a una propiedad colectiva, social, estatal, sino que podía ser el primer paso a una gestión colectiva, popular, de lo que se consideraba debía ser común. Impulsadas por la movilización popular, se produjeron nuevas configuraciones partidarias, pero sobre todo otras correlaciones de fuerza dentro y fuera del Estado, marcadas por la presión popular.
En términos institucionales, se dieron complejas mixturas de lo viejo y lo nuevo: anteriores marcos de derecho e instituciones del Estado fueron resignificadas y cambiadas de orientación por el programa de gobierno de la UP y por la movilización popular, como por ejemplo, ciertas disposiciones expropiatorias y de planificación económica centralizada. Al mismo tiempo, experiencias de gestión obrera y campesina, como los cordones industriales y las tomas de fundos agrícolas -por mencionar solo dos procesos- se impulsaban no solo con autonomía del Estado, sino que también en ocasiones con independencia de las líneas partidarias, incluso de los sectores más radicalizados de la izquierda. Proceso constituyente-instituyente, que tuvo por horizonte el fin de la sociedad capitalista, que se vio, sin embargo, abruptamente interrumpido por el golpe civil militar de 1973 y el terrorismo de Estado.
La institución y Constitución de la Dictadura (1977 a 1988). Al día siguiente del golpe, los comandos militares no tenían una hoja de ruta respecto del camino a seguir. No se sabía si se trataría de una restauración o se encontraba abierta la posibilidad de una vía refundacional. Aparecieron las disputas al interior del empresariado, de las fuerzas políticas, civiles e incluso entre la alta oficialidad, respecto de qué alternativa tomar. Para su resolución fue decisiva la reconfiguración a nivel mundial del capital, que habilitó que desde el diseño dictatorial la captase, se ajustara a ella y definiera un itinerario refundacional en todo nivel. Entre los años 1977 a 1988, e incluso bien entrada la década del noventa, se asiste al proceso que podríamos caracterizar como «institución del capital». En ella se fijan las bases que vincularían la vida social en Chile con el resto del capital a nivel mundial, a costa del terrorismo de Estado, de la desarticulación de las organizaciones obreras y populares y una radical redefinición institucional que tendrá por punto central la Constitución de 1980.
Una verdadera revolución capitalista como fuerza constituyente, posiblemente con una visión proyectual inédita en la historia, una respuesta consistente a largas décadas de lucha de clases y tácticas defensivas y de contención al movimiento popular. Se podría decir que ese impulso refundacional dura hasta hoy, consolidando un régimen político-institucional que se sustenta en la precarización generalizada de las condiciones de vida, en el peso de los grandes empresarios rentistas, del sector financiero, con un área comercial que impulsa la deuda, y con condiciones de trabajo pauperizadas por el capital, etc.
Por su parte, en el proceso de lucha y resistencia destacan las nuevas elaboraciones estratégicas de la izquierda con un componente militar que pasa a ocupar un papel gravitante, así como organizaciones feministas que impulsan diferentes niveles de reorganización popular y pobladores y juventud popular que juegan un papel importante en la activación de intensas jornadas de protesta nacional durante los ochenta. Se trató de un lento, pero sostenido y cada vez más ascendente camino de recomposición de la clase trabajadora, que se enfrentaba a un proceso constituyente en su contra, el que garantizaba el peso empresarial, neoliberal, extractivista, colonial y patriarcal en el seno de su marco institucional, político, económico y cultural.
Hacia la reaparición de la lucha de clases como activadora del antagonismo social (2006 al presente). Es difícil identificar un punto de origen de este ciclo, pues conecta y da continuidad al ciclo de actores y movilizaciones que se desarrollaron desde la dictadura. Sin embargo, sí es posible señalar ciertos indicios que explican cambios de fisonomías que no se estaban dando de modo pronunciado en los años previos a 2006. Algunos de ellos son los que comienzan a darse desde la emergencia de la movilización secundaria y universitaria, la movilización de trabajadores subcontratados o en precarias condiciones laborales, los movimientos ambientales y territoriales, el movimiento por pensiones dignas, el impulso que a todos ellos da la lucha y reorganización feminista, la reivindicación de tierra y autonomía del pueblo mapuche y su conflictividad con el Estado de Chile. En términos generales, todos ellos conflictos anclados en lo que se denomina crisis de reproducción social o la negación del capital de la posibilidad de vivir en condiciones que garanticen dignidad y hasta la vida misma.
Este ciclo representa nuevos agenciamientos de la clase trabajadora y que, a partir del 18 de octubre de 2019, empieza a generar las condiciones para la apertura de un nuevo periodo histórico, el cual podría caracterizarse por una abierta lucha por condiciones de vida mínimas (crisis climática, violencia de género, condiciones laborales paupérrimas, ausencia de seguridad social, etc.) en contra de aquellas clases y grupos que impiden su realización. Un conflicto mundial capital-vida.
Es en esa coyuntura en la que el actual escenario de cambio constitucional cobra sentido, pues la demanda por otra Constitución no se hace en el vacío o desde la abstracción jurídica, sino desde una profunda voluntad decisional que reivindica solución a sus problemas de vida y, a partir de ahí, un cambio de régimen político-institucional que pueda garantizarlo. El poder constituyente, plurinacional, clasista y feminista, como se ha expresado de manera elocuente desde el 18 de octubre de 2019, no tiene necesariamente por centro el cambio de Constitución, sino que esta se presenta como un vehículo de transformación y viabilidad de las condiciones para ese cambio más general y profundo en las condiciones de vida.
Hemos trazado esta larga trayectoria de experiencias de clase tan solo a modo ilustrativo de una afirmación general: todo proceso de formación de clase, aun cuando se desarrolle con una perspectiva de poder, independencia y autonomía política, también ha tenido que resolver el modo en que confronta a las otras clases y agrupaciones con poder, las instituciones establecidas y las proyecciones de esa confrontación en términos de horizonte societal. Los momentos en que el movimiento popular ha tenido mayor algidez y alcance político general, han sido cuando más se ha tenido disposición a articular sectores, a movilizar, a interpelar de modo general a las clases privilegiadas y actuar bajo una perspectiva unitaria de transformación social.
Las tensiones y proyecciones de la revuelta popular de octubre
Una mirada teórica a la noción de poder popular podrá ser de mucha utilidad para analizar la presente coyuntura. La potencia de esta autoactividad organizativa, sus límites, herencias, la sistematización de experiencias de avances y retrocesos pasados, etc., puede ser contrastada -en cierto nivel- con el texto de Mazzeo, sobre todo en la problemática relación, autónoma o no, entre el movimiento popular, el partido y el Estado, y las chances que tiene un proyecto utópico impulsado por los sectores populares en el marco de la crisis de las izquierdas y los progresismos a nivel latinoamericano. Para contribuir a responder a esas interrogantes, quisiéramos proponer una última modalidad de apertura del texto de Mazzeo, delineando cinco modos de problematizar la coyuntura, sobre todo en su dimensión constituyente, que no podrán ser concluyentes debido a que la situación política que atravesamos sigue su curso (¡y bienvenido que así sea!).
El papel de las asambleas como germen de poder popular. A pocos días del comienzo de las protestas de octubre de 2019, y acompañando la ocupación de calles y plazas públicas, brotaron espontánea y autoconvocadamente centenares sino miles de asambleas populares. Estas asambleas tuvieron, en primera instancia, la disposición de contener afectivamente a una población que no solo estaba exultante, sino también preocupada, temerosa, con una ansiedad promisoria pero también de mucha incertidumbre, pues la amenaza que significaban los militares evocaba recuerdos de dictadura y de terrorismo estatal. Contención afectiva que también se vivió como circulación de experiencias de precariedad compartidas: no era necesario diagnosticar mucho los motivos que habían llevado a la revuelta, estaban ahí, y por ello importaba más comunicarlo, decirlo, como pequeño pero significativo espacio de reparación.
Y solo a partir de lo anterior, las asambleas aparecieron como espacios de sostén de la lucha y movilización, para planificar la revuelta en sus más cotidianas expresiones y responder a las grandes convocatorias desde la acción local. Por último, se constituyen como momentos de deliberación: fue y ha sido común la pregunta por el qué hacer, hacia dónde dirigir los esfuerzos y voluntades que desembocan en la protesta, etc. Se llegó a decir en muchas ocasiones que, en sentido estricto y desde la más elemental filosofía política, «el proceso constituyente ya había comenzado» desde los debates populares. De hecho, nos atrevemos a decir que si no hubiesen sido los espacios colectivos y de base quienes instalaran la demanda por una asamblea constituyente mientras millones estaban en la calle, difícilmente el personal político del capital y el sistema de partidos vigente lo hubiesen hecho.
Este papel no se ha desvanecido aún: marzo ha reactivado la pregunta por el tipo de protagonismo que debiesen tomar las asambleas como órganos de poder. Además, en el marco del itinerario constitucional que se ha planteado al país desde el 15 de noviembre de 2019 con la firma del «Acuerdo por la Paz Social y la nueva Constitución», las asambleas tienen el desafío de impulsar más allá de aquel cronograma la potencia de la protesta, pasando de los «cambios constitucionales» que propone la política elitaria, al poder constituyente de una clase trabajadora de múltiples fisonomías, plurinacional, feminista, ecologista y democrática. El horizonte de una asamblea constituyente encarna esa posibilidad, mantiene abierto el escenario y el sentido de impugnación general que ha alimentado la movilización popular.
El Estado, los partidos, el poder capitalista. Como en los otros momentos históricos revisados, a toda fuerza constitutiva de la clase trabajadora, le corresponden respuestas de los sectores dominantes. Siempre esta es correlativa a aquella. En situaciones de crisis, el Estado suele ser permeado incorporando en su aparato reivindicaciones populares, sin perder por ello su carácter contradictorio, como se ha visto en otros momentos en que las disputas y tensiones sociales se transfieren también al Estado, al sistema de partidos políticos y se «distribuyen» entre sus instituciones.
La coyuntura actual adquiere alguno de estos rasgos, incorporando, aunque subordinadamente, a algunas organizaciones políticas como garantes de los acuerdos al interior del Estado y del bloque en el poder. La táctica en juego: montar escenarios que permitan contener la protesta y al mismo tiempo generar espacios de exclusión política para la clase trabajadora y sus agrupaciones para que deje de ser parte de la «comunidad política», condenándola como «violentista», «maximalista» y cualquier otro epíteto en esa dirección. El objetivo de esta táctica: ceder terrenos, abrir ciertos elementos que pueden estar en disputa, por lo tanto, correr también riesgos, pero con la pretensión de mantener intactos los núcleos más elementales de poder capitalista.
Así, se configura también la clásica polaridad antagonista de un poder popular que organiza y mueve la clase trabajadora, y al mismo tiempo las instituciones de los capitalistas montan defensas, asedios y retaguardias para sostener sus privilegios, sobre todo su control sobre los cuerpos, la propiedad privada y la organización del trabajo que les beneficia. Polaridad que no se realiza solo a través de instituciones propias, como las asambleas populares o la Confederación de la Producción y el Comercio, sino que también a través de las instituciones del Estado, en donde la vía plebiscitaria del 26 de abril será tal vez una de las más elementales confrontaciones.
¿El itinerario constitucional es popular? Ya hemos dicho que sin movilización popular ninguno de los contenidos que se están discutiendo ni las modificaciones que distintos sectores de la sociedad se están abriendo a realizar, hubieran sido siquiera posibles. De hecho, la agenda del gobierno de Sebastián Piñera y los gremios empresariales, consistía en políticas aun más regresivas y de ajuste en contra de las y los trabajadores. Al mismo tiempo, las cláusulas restrictivas, autoritarias y antidemocráticas del itinerario constitucional impuesto desde el 15 de noviembre, hacen muy difícil considerar que es la soberanía popular la que se expresará en el proceso, más bien esta parece estar excluida o contenida.
Con todo, desde el 26 de abril de 2020, habrá una oportunidad de manifestar una posición que puede ser histórica respecto a sus resultados: cambiar la Constitución de 1980 o mantener la que ya se tiene. Aprobar el cambio o rechazarlo. Independiente de los límites, por estrechos que sean, estos marcos decisionales pueden representar un espacio para disputar, hacerse parte y desbordar con el único elemento que es garante de mantener la impugnación y la voluntad de transformación abierta: la movilización sostenida por las organizaciones populares. No está dicho que el itinerario constitucional se lleve a cabo tal y como está diseñado: puede abrirse en un sentido democratizador o cerrarse en base a los bloqueos que la derecha y los sectores más conservadores y reaccionarios del capital puedan impulsar.
La pregunta clásica sobre dónde está el poder, no puede reducirse mirando solo los mecanismos, sino que debe apostar a captar las fuerzas de las clases sociales que los están empujando. El poder de la multifacética clase trabajadora no está en el itinerario constitucional, pero puede mediatizarse por él, e ir más allá de él manteniendo un horizonte societal contra la precarización de la vida.
Los embriones de nuevas elaboraciones estratégicas. Uno de los puntos más novedosos de la coyuntura es que la autonomía política que han expresado los sectores más dinámicos del movimiento de octubre les ha dotado de reflexiones políticas de carácter estratégico, en la acepción más histórica de la palabra: orientaciones teóricas, proyectuales y modos de organizar la acción y la fuerza para construir un nuevo tipo de sociedad, más allá del capitalismo. Han servido como sedimento las densas y a veces en apariencia infructuosas discusiones de años pasados que, sin embargo, toman nuevos sentidos y, sobre todo, ya no son solo las personas expertas en teoría quienes encabezan estas reflexiones.
Afortunadamente, hoy también se da mayor cabida a formas de pensamiento menos académicas, códigos y circulación de ideas mucho más cotidianas, menos rígidas, que permiten que sectores antes menos proclives a aportar a las «ideas estratégicas» puedan hacerlo. No ha sido extraño escuchar a sectores populares hablar abiertamente sobre la dominación patriarcal, sobre cómo desmontar el neoliberalismo, cómo reescribir los cimientos del Estado y quiénes tienen que impulsarlo. Por supuesto, también a este debate, verdadero rearme del pensamiento estratégico, concurren las claves más tradicionales y figuras que codifican nuevas formas teóricas, como el ecosocialismo, el feminismo, visiones anticoloniales, perspectivas clasistas plurinacionales, etc., que alimentan aún más el magma desde el cual emergen otras orientaciones estratégicas.
Por último, agregar que hay una creciente sospecha ante los sistemas cerrados de pensamiento, autorreferentes y autoexplicativos: las apuestas teóricas más ambiciosas admiten de buena gana espacios irresueltos y en suspenso de su propia teoría, cediendo ese terreno a la elocuencia de la realidad de la lucha social. Son promisorias estas nuevas condiciones para las estrategias y la perspectiva de poder, pese a las urgencias y necesidad de mayores avances.
La flexibilidad táctica como aprendizaje político. En la complejidad de la situación política actual conviven diversos planteamientos tácticos, derivados a su vez de diferentes caracterizaciones sobre lo que se considera está ocurriendo en este proceso. Nunca será posible unificar todos aquellos que están orientados en un sentido emancipador, sin embargo, sí es posible y hasta deseable la combinación de diferentes enunciados tácticos al interior del movimiento popular.
Desde nuestro punto de vista, esta variabilidad, flexibilidad y permanente ampliación de las proposiciones tácticas, han logrado ser cambiantes de acuerdo con los nuevos escenarios, toda vez que el objetivo de esta adaptación ha sido mantener la movilización-impugnación social activa. Es así de importante porque ha sido la dinámica que ha obligado al conjunto del escenario político a reaccionar, a buscar codificar la situación, poner un nombre que permita asirla, ceder, re-orientar, etc. Es así, por ejemplo, como ha sido perfectamente posible el enlace de una táctica de construcción y fortalecimiento de espacios de base, deliberantes, movilizadores y amplios, con la posibilidad de participar, pese a los reparos que transparentemente estas asambleas también hacen públicos, en el plebiscito del 26 de abril.
Tomar posición no ha significado legitimar, sino disputar, abrir nuevas aristas y, sobre todo, desanclar del interior de las elites los marcos del itinerario constitucional y apostar a ir más allá, aunque sin voluntarismos. Es esperable que dentro de los próximos meses la situación siga variando y eso lleve a tener que reelaborar los enunciados tácticos que hasta ahora han virado. De momento, queda la impresión de que esta variabilidad y flexibilidad táctica se han ido incorporando al acervo de las organizaciones populares, contra cierta inercia e inmovilidad, que en décadas anteriores muchas veces obstaculizó sintonizar con el estado de ánimo de las masas. Esta flexibilidad táctica puede garantizar además la vitalidad de las organizaciones populares y su incidencia real en la situación política, restando el riesgo permanente de una política testimonial y tendiente a la marginalidad.
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Para finalizar, lo que le da sentido(s) al texto, la historicidad de la teoría, es una realidad cuyas pugnas tensan las hebras de la teoría. Las trayectorias, sedimentaciones y actualidades de los viejos y nuevos debates sobre el poder popular. Estimamos que, en esta coyuntura que atraviesa Chile, América y sus múltiples fisonomías conflictivas, el modo más productivo de prologar este texto de Mazzeo es aproximar la escritura, la palabra dicha, a la actualidad y radicalidad del momento histórico que vivimos. Sugerimos un modo de volver a abrir este libro, críticamente, dialógicamente, pero con el reconocimiento del peso de una tradición, procesos históricos que no se agotan solo en sus circunstancias, la algidez del permanente rearme de la capacidad de respuesta de la clase trabajadora. Vayan estas palabras entonces a reavivar un debate tan antiguo como las mejores tradiciones emancipadoras en el mundo.
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* Karina Nohales: Abogada, vocera de la Coordinadora Feminista 8M (Chile) y parte del colectivo editorial de Jacobin América Latina. Javier Zúñiga: Historiador, investigador e integrante del Movimiento por el Agua y los Territorios.
Introducción al poder popular. «El sueño de una cosa», de Miguel Mazzeo (Tiempo robado, 2020)
Leer un capítulo del libro: https://lahaine.org/dH3P
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