Ruta de la Seda, China y desarrollo pospetrolero venezolano
Veintiocho jefes de Estado de todo el mundo asistieron al primer “Foro Una Franja, Una Ruta”, celebrado en Beijing el 14 y 15 de mayo de 2017. La iniciativa cuyo nombre completo es “Franja Económica de la Ruta de la Seda y la Ruta Marítima de la Seda del Siglo XXI” fue anunciada por el presidente Xi Jinping en 2013 durante una visita oficial a Kazajistán, una relevante nación de Asia Central, otrora miembro del Pacto de Varsovia y actualmente miembro, junto a Rusia, China y otras naciones de la región, de la Organización de Cooperación de Shangai (OCS), considerada como el equivalente euroasiático de la OTAN.
“Más de 1.200 personas asistirán al foro, incluyendo a funcionarios, académicos, empresarios, representantes de instituciones financieras y medios de comunicación de 110 naciones, así como representantes de más de 60 organizaciones internacionales” (Xinghua, 2017, s/p). Entre los asistentes al evento se encuentran el secretario general de la ONU, el presidente del Banco Mundial y la directora del FMI.
Se trata del proyecto más ambicioso en la historia hegemónica contemporánea de China, centrado en el renacer de la ancestral Ruta de la Seda, un corredor de comercio y de logística de distribución física de recursos energéticos y materias primas de proporciones ciclópeas, con un costo estimado de un millón de millones de dólares que serán aportados principalmente por China para el desarrollo de grandes y extensas obras de infraestructura en decenas de países periféricos, comenzando por Asia Central, pasando por África Septentrional y Oriente Medio, hasta llegar al corazón de Europa.
Para hacerse una idea de la envergadura de esta iniciativa, la misma abarca seis corredores económicos: el Nuevo Puente Continental Euroasiático, el corredor China-Mongolia-Rusia, el corredor China-Asia Central-Asia Occidental, el corredor China-Península Indochina, el corredor China-Pakistán y el corredor Bangladés-China-India-Myanmar. Si bien el grueso del proyecto es por vía terrestre, también proyecta China expandir su hegemonía por vía marítima hacia América Latina, razón por la cual los presidentes de Chile y Argentina figuran entre los asistentes al foro.
Desde su lanzamiento en 2013, la Ruta de la Seda cuenta con importantes logros consistentes en enormes proyectos de transporte, energía y comunicaciones ya ejecutados, tales como el puente Padma de Bangladés, para transporte rodado y ferrocarril, el Corredor Económico China-Pakistán y los trenes rápidos chinos a Europa:
“Más de 100 países y organizaciones internacionales se han unido ya a la iniciativa y 40 de ellos han firmado acuerdos de cooperación con China (…) El comercio entre China y los países a lo largo de la Franja y la Ruta fue en 2016 de 6,3 billones de yuanes (unos 913.000 millones de dólares), más de un cuarto del valor comercial total de China. Las empresas chinas han invertido más de 50.000 millones de dólares en países que atraviesan la Franja y la Ruta y ayudado a construir 56 zonas de cooperación económica y comercial en 20 de ellos, lo que ha generado casi 1.100 millones de dólares en ingresos por impuestos y 180.000 empleos locales (…) China aportó 40.000 millones de dólares al Fondo de la Ruta de la Seda y creó en 2015 el Banco Asiático de Inversión en Infraestructuras para dotar de apoyo financiero a la mejora de infraestructuras en Asia. Hasta la fecha, el Banco suma ya 70 miembros y ha financiado proyectos por un valor total superior a los 2.000 millones de dólares”. Xinghua (2017, s/p).
Sin lugar a dudas, no es una iniciativa cualquiera. Es un megaproyecto geoestratégico del siglo XXI a la china, es decir, a lo mayúsculo en todo sentido. Ahora bien, ¿de qué se trata realmente?
Bipolaridad y Gran Oriente Medio
De acuerdo con Tokatlian (2013), el eje principal de la geopolítica mundial se ha desplazado de Occidente a Oriente, particularmente acelerado este fenómeno a raíz de la Gran Recesión de 2008, cuyas repercusiones han dado una estocada definitiva a la relevancia de Europa Occidental en el concierto de los bloques de poder en el juego de las relaciones internacionales, caracterizado ahora por un incuestionable crecimiento económico y la capacidad científica, tecnológica y productiva del continente asiático. “Frente a un (Nor)Occidente cada vez más ocioso, especulativo y despilfarrador, que ha ido perdiendo su dinámica creativa, ha surgido con gran fuerza un Oriente industrial e industrioso…” (p. 27).
El surgimiento de Asia como actor geopolítico central de las relaciones internacionales actuales, ha conducido a autores como Lilli (2012), a plantear la tesis del resurgimiento de la bipolaridad mundial, en esta ocasión ya no entre EEUU y la ex Unión Soviética, sino entre los que dicho autor denomina el “bloque oriental” (polo Ártico-Pacífico-Índico) y el “bloque occidental” (polo Atlántico-Mediterráneo-Pacífico). “El primero integrado por Rusia, China e India (más Irán) y el segundo formado por América del Norte, Europa Central y Japón (más Israel)” (p. 138).
En la bipolaridad previa entre EEUU y la ex Unión Soviética, cuya expresión geopolítica fue la Guerra Fría, surgieron dos acuerdos de cooperación militar y política representativos de cada eje de poder planetario, como fueron, en el caso del polo de EEUU, la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), y en el caso del polo de la ex Unión Soviética, el Pacto de Varsovia.
“El primero se creó ante la supuesta amenaza del avance soviético-comunista sobre Europa occidental, y el segundo para contrarrestar el supuesto rearme de la República Federal Alemana, a la que los acuerdos de París le permitían reorganizar sus fuerzas armadas. No solo que ninguna de las dos amenazas se concretó nunca sino que con el correr del tiempo, y disuelta la Unión Soviética, el Pacto de Varsovia perdió su razón de existir y la OTAN debió reformular sus objetivos, alcances de los mismos, actividades y lista de países miembros de modo tal que al día de hoy se ha adueñado de la seguridad de todo el hemisferio norte” (Borón, 2005, cp. Lilli, 2012, p. 141).
El Pacto de Varsovia fue un mecanismo diseñado para contrarrestar la ventaja comparativa que había obtenido EEUU con su participación en la creación de la OTAN, dejando por fuera a los países de tradición socialista. En términos generales, el Pacto de Varsovia fue una especie de OTAN socialista.
De hecho, más que un verdadero pacto militar, el Pacto de Varsovia estaba dirigido a preservar la hegemonía militar y política de la URSS sobre los países del centro y este de Europa. Cuando Hungría, en 1956, trató de abandonar el Pacto y declararse neutral, el Ejército Rojo, sin mediar ninguna consulta previa con sus aliados, ni respetar los artículos del Pacto que hablaban de no injerencia en los asuntos internos de cada país miembro, procedieron, el 20 de agosto de 1968, a invadir Checoslovaquia con un ejército de 500.000 hombres de todos los países del Pacto, excepto Rumania, siguiendo una simple orden de Moscú y sin consulta previa al Comité Político de la organización. La doctrina Breznev que proclamaba el derecho de intervención cuando el socialismo estuviera en peligro en alguno de estos países, venía a confirmar la hegemonía soviética. El golpe de Jaruselzski en Polonia en 1981 se produjo para adelantarse a una intervención del Pacto de Varsovia similar a la que había sufrido Checoslovaquia en 1968.
Este carácter policial e impuesto del Pacto de Varsovia se vio claramente cuando la perestroika de Gorbachov negó la doctrina Breznev. Tras la caída del Muro de Berlín y de los sistemas comunistas en Europa Oriental, el Pacto no tenía razón de ser. En septiembre de 1990, la Alemania comunista lo abandonó poco antes de la reunificación. En marzo de 1991, antes de la disolución de la URSS, se disolvió la estructura militar y en julio la estructura política. Fue el inicio de la repatriación de los más de medio millón de soldados soviéticos desplegados en estos países: Hungría y Checoslovaquia, en 1991, Polonia en 1993 y Alemania finalmente en 1994, según lo establecido en el acuerdo “2+4” de reunificación.
Por su parte, la OTAN ha continuado operando y ganando posiciones estratégicas en la escena internacional, constituyendo el brazo ejecutor que respalda el denominado Proyecto Gran Oriente Medio (Lilli, 2012), cuya finalidad geopolítica es minar el espacio de influencia de Rusia, China e India, al tiempo que facilite a Occidente el acceso a los recursos naturales (principalmente energéticos) y el control de la producción y rutas de tránsito de estupefacientes existentes en la ancha faja que va desde Marruecos, pasando por todos los países de la Liga Árabe y las naciones del Golfo Pérsico, hasta Asia Central (la Ruta de la Amapola). “Para tal fin, EEUU de Norteamérica y sus aliados instigaron hábilmente dos procesos sociopolíticos conocidos con el nombre de Las Revoluciones de Colores en Asia Central y La Primavera Árabe en África Septentrional” (Lilli, 2012, p. 144). Destacan al respecto las siguientes jugadas geopolíticas conducidas por el polo occidental en esta nueva y cada vez más clara bipolaridad mundial: Revolución de las Rosas (Georgia, 2003), Revolución Naranja (Ucrania, 2004), Revolución de los Tulipanes (Kirguistán, 2005), Revolución de los Jazmines (Túnez, 2010), Revolución de los Jóvenes (Egipto, 2011), Rebelión Libia (2011) y Rebelión Siria (2011).
“Con respecto a ésta última, cabe recordar que así como las guerras del siglo XX fueron por control del petróleo, las del siglo XXI están siendo por el control del gas. Las cuencas del Mar Caspio y del Mar Mediterráneo encierran las mayores reservas gasíferas del planeta y es precisamente en Siria donde se hallan las más importantes. Esto da la idea de que quien tenga el control de Siria podrá controlar Medio Oriente y a partir de ahí, entrar a Asia y controlar a Rusia y China, a través de la famosa Ruta de la Seda” (Lilli, 2012, p. 145).
También se produjeron conflictos de menor intensidad y repercusiones a lo largo de 2011 en esa misma región del Gran Oriente Medio, que involucraron a Sahara Occidental, Argelia, Líbano, Jordania, Mauritania, Sudán, Omán, Yemen, Marruecos y Baréin. En todo este cuadro, cabe insertar así mismo la carrera armamentística espacial, liderada de lejos por EEUU con su “escudo antimisiles”, considerado como un “arma de primer ataque” tanto por China, como por Rusia (Chomsky, 2007).
En la ecuación del final de la Guerra Fría a EEUU pareció escapársele el factor China, el cual ha sido capitalizado en cambio de manera muy hábil por Rusia, la que evidentemente cuenta con la ventaja geográfica de compartir frontera en común con el gigante asiático. Así, nada más natural desde una perspectiva geopolítica que una alianza relevante entre Rusia, una potencia militar y con una economía relativamente débil, y China, una potencia económica con un poderío militar todavía menor. Juntas, ambas naciones constituyen un bloque de primera línea como potencia mundial económica y militar. Dicha alianza, de hecho, ya existe y se ha concretado mediante la Organización de Cooperación de Shangai (OCS), constituida formalmente en el año 2001 y que está llamada a llenar el vacío que dejó la desaparición del Pacto de Varsovia, particularmente en lo militar, pero además con un alcance mucho mayor en materia de cooperación económica, energética y tecnológica.
La OTAN y la OCS en la geopolítica mundial
La Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), conocida igualmente como Alianza del Atlántico o Alianza del Atlántico Norte, es como su nombre indica, una alianza militar intergubernamental basada en el Tratado del Atlántico Norte, el cual fue firmado el 4 de abril de 1949, como iniciativa de las naciones vencedoras de la Segunda Guerra Mundial y para impedir el avance de las pretensiones hegemónicas soviéticas.
La OTAN constituye un sistema de defensa colectiva, mediante el cual los países miembros acuerdan defenderse mutuamente si son atacados por una facción externa al bloque. Cuenta en la actualidad con 28 miembros, todos ellos localizados en Europa y América del Norte. Albania y Croacia son los más recientes miembros, ambos incorporados en abril de 2009. Aparte de los países miembros, otros 22 países colaboran con la OTAN a través del Programa “Asociación para la Paz”. Asimismo, otros 15 países adicionales están involucrados en diferentes programas de diálogo con la OTAN. El gasto militar combinado de todos los países miembros de esta poderosa alianza es mayor al 70% del gasto militar mundial. Los miembros más relevantes de la OTAN son EEUU, a la cabeza de todos, Reino Unido, Francia y Alemania.
Más que como una alianza para la defensa colectiva, la OTAN ha operado históricamente como una fuerza militar conjunta para el ataque y la invasión con fines hegemónicos de EEUU y sus aliados, del mismo modo que en su momento lo hiciera el extinto Pacto de Varsovia en Asia Central respecto de los intereses hegemónicos soviéticos.
Ahora bien, pese a las promesas de Bill Clinton a Mijail Gorbachov de que la OTAN no se expandiría hacia el este para absorber a los antiguos miembros del Pacto de Varsovia, a cambio de que Rusia accediera a que una Alemania reunificada permaneciera en la OTAN, dicho pacto fue violado (Chomsky, 2007); hecho que seguramente constituyó un factor decisivo para la creación de la ahora mucho más ambiciosa Organización de Cooperación de Shangai (OCS), a fin de –en principio– hacerle contrapeso a la OTAN en el antiguo espacio geográfico de influencia de Rusia en Asia Central, conformado por Kazajistán, Kirguistán, Tayikistán, Uzbekistán y Turkmenistán.
“Rusia ha continuado siendo un actor económico de primer orden en estas cinco repúblicas centroasiáticas. Sin embargo, tras el fin de la URSS el interés de Moscú por desarrollar las relaciones económicas con Asia Central, al igual que las políticas, fue inicialmente escaso: se percibía históricamente a estas repúblicas como una carga sostenida mediante los subsidios, a lo que se añadían también otras valoraciones de índole cultural, como antigua metrópoli que habría contribuido decisivamente al desarrollo material de sus antiguas colonias. Esta percepción de la región centroasiática como problema más que como oportunidad comenzó a transformarse con la llegada de Putin a la presidencia, en la que la explotación y transporte de los recursos energéticos del Caspio se convirtió en un objetivo fundamental, que implicaba también a los demás países no ribereños” (Morales, 2012, p. 39).
De las cinco repúblicas exsoviéticas de Asia Central, solo Turkmenistán no forma parte de la OCS, organización que conjunta a las restantes cuatro centroasiáticas, así como a Rusia y China, como miembros fundadores. En la actualidad, se han sumado a partir de 2017 India y Pakistán como miembros de pleno derecho, y se mantienen Irán, Mongolia, Afganistán y Bielorrusia como observadores, y Armenia, Azerbaiyán, Camboya, Nepal, Sri Lanka y Turquía como socios de diálogo, figurando asimismo Bangladés y Siria como otros interesados.
La OCS fue fundada formalmente el 14 de junio de 2001, en una fecha extrañamente cercana a los acontecimientos del 11 de septiembre de ese mismo año y la casi inmediata declaración unilateral de “guerra contra el terrorismo” por parte de EEUU, sobre la base de la cual envió tropas a Afganistán, utilizando para ello justamente las naciones ex soviéticas de Asia Central. Las tropas norteamericanas permanecen actualmente en Uzbekistán, Tayikistán y Kirguizistán, y la OCS ha hecho reiterados llamamientos a la definición de una fecha para su retirada total, habida cuenta del agotamiento de la guerra contra Irak y la guerra contra el terrorismo inicial; aunque desde la guerra en Siria y el ‒extrañamente conveniente para los intereses de la OTAN‒ surgimiento del Estado Islámico, la alianza atlántica sigue teniendo la excusa perfecta para mantener su presencia militar en Asia Central.
No resulta descabellado entonces considerar, ahora que es sabida la participación del propio gobierno norteamericano en los atentados “terroristas” al World Trade Center de Nueva York, que en ello haya incidido el temor de George Bush ante la reciente concreción de una organización –la OCS‒ que podría estar destinada a revivir el extinto Pacto de Varsovia y, con ello, conducir a la repolarización geopolítica mundial.
La amenaza que la OCS representa para la hegemonía norteamericana mundial no es poca cosa. La Organización de Cooperación de Shangai, cuyos miembros principales son Rusia y China, ha incorporado recientemente a la India como miembro de pleno derecho. La pretendida rivalidad entre China e India en materia energética, ha sido desmentida por los hechos. Al respecto, cabe citar:
“…la India y China “se las ingeniaron para confundir a los analistas de todo el mundo al convertir su tan cacareada rivalidad por la adquisición de activos petrolíferos y gasísticos en terceros países en una incipiente asociación que podría alterar la dinámica básica del mercado energético mundial”. Un acuerdo de enero de 2006 firmado en Pekín “allanó el camino para que la India y China colaborasen no sólo en tecnología, sino también en la exploración y producción de hidrocarbonos, una sociedad que con el tiempo podría alterar ecuaciones fundamentales del sector mundial del petróleo y el gas natural”. En un encuentro de productores y consumidores de energía celebrado en Nueva Delhi varios meses antes, la India había “develado un ambicioso proyecto de 22.400 millones de dólares para una red de seguridad de gasoductos y oleoductos panasiáticos” que se extendería a lo largo de toda Asia, desde los yacimientos siberianos hasta los gigantes energéticos de Oriente Medio, atravesando Asia Central e integrando también a los estados consumidores” (Chomsky, 2007, p. 295).
Y la integración energética no es la única amenaza geoestratégica para EEUU, sino también la enorme amenaza financiera que para su estabilidad representa el hecho de que los países asiáticos mantienen más de dos billones decimales (millones de millones) de reservas internacionales denominadas en dólares en su inmensa mayoría, y el planteamiento inicial de crear un mercado petrolero asiático que comercie en euros, ha dado paso hoy día a la firme idea de que ese mercado comercie en yuanes, dado que el yuan desde el 1° de octubre de 2016, finalmente ha pasado a formar parte de la privilegiada lista del Fondo Monetario Internacional de las divisas libremente convertibles para las finanzas y los intercambios comerciales mundiales. La migración del dólar al yuan o al euro como patrón de cambio central de las transacciones petroleras asiáticas traería como consecuencia una crisis financiera descomunal para EEUU y, por efecto dominó, el resto de sus aliados del Bloque Occidental.
Aparte de India y Pakistán, este último también incorporado ya como miembro de pleno derecho a la OCS, otras naciones actualmente observadoras que pronto podrían engrosar las filas de esa organización son Irán y Mongolia, cuyos intereses mutuamente beneficiosos con China y Rusia son incuestionables.
“Gran parte del petróleo iraní ya va a parar a China, que le está proporcionando armas, es de suponer que en calidad de disuasión para las amenazas norteamericanas (…) El analista indio Aijaz Ahmad observa que Irán podría “surgir como el eje virtual, en construcción, a lo largo de la década siguiente más o menos, de lo que China y Rusia han llegado a contemplar como una red Asiática de Seguridad Energética absolutamente indispensable, para sortear el control occidental de las reservas energéticas mundiales y asegurar la gran revolución industrial de Asia” (Chomsky, 207, p. 294).
China también posee estrechas relaciones energéticas con Arabia Saudí, que han experimentado un extraordinario desarrollo en los últimos años, ubicándose, en 2005, en el 17% el aporte de Arabia Saudí a las importaciones de petróleo de China (Chomsky, 2007).
Aun cuando hasta ahora la OCS se ha conducido más como una alianza de seguridad, desarrollo e integración, es indiscutible que representa un pacto de defensa militar entre Rusia y China –dos potencias nucleares– y las también poseedoras de la bomba atómica, India y Pakistán, con perspectivas de incluir próximamente a Irán (cuyo programa nuclear ha sido promovido por Rusia). Esta alianza, por lo tanto, representa en este momento la mitad de la población mundial, la primera economía del mundo (China), y la segunda, tercera y cuarta potencias militares (Rusia, China e India) después de EEUU. Sin duda, un bloque cuyo peso geopolítico le permite encarar de igual a igual al Bloque Occidental, representado militarmente por la OTAN.
La Ruta de la Seda
Lo que China busca con la Ruta de la Seda es básicamente lo siguiente:
1. Independizarse o hacerse menos dependiente del mercado estadounidense para sus exportaciones, para lo cual busca con los nuevos corredores de comercio continentales diversificar sus mercados de exportación hacia Europa y hacia los países periféricos a lo largo de la franja euroasiática. China necesita hacer esto con más razón a raíz de la Gran Recesión Mundial de 2008 que ha debilitado el mercado de consumo norteamericano como motor del crecimiento mundial, así como a consecuencia de la amenaza neoproteccionista de la administración Trump y su inclinación antiglobalización. Pero además, como se ha venido constatando, la estrategia china de basar su crecimiento en el desarrollo de su solo mercado interno, no ha funcionado como se esperaba y China sigue exhibiendo todavía cifras muy inferiores a su promedio histórico de crecimiento anual.
2. Posicionar progresivamente a su propia moneda como el patrón para las transacciones del comercio internacional, en particular del comercio de hidrocarburos, y con miras a convertirla eventualmente en la sustituta del dólar dentro del sistema financiero internacional. Esto le asegurará la hegemonía monetaria de la que hasta la fecha goza EEUU. Del sexto lugar de importancia que ocupa actualmente el yuan, se espera en los próximos diez años ubicarla en la tercera posición.
3. Desarrollar mercados naturales y otras sinergias dentro de su espacio vital o zona de influencia euroasiática; por ejemplo, transferir o incorporar a sus cadenas de valor, mediante la transferencia de ramas de actividad –sobre todo de industrias altamente contaminantes– y deslocalización industrial hacia los países periféricos a lo largo de los distintos corredores de la franja y la ruta, es decir, Eurasia, África y América Latina. Algo parecido a lo que hizo Japón en su oportunidad con los Tigres Asiáticos.
4. Forzar a Rusia a mantener la alianza militar con China, ante el temor ruso de perder influencia en Asia Central conforme se desarrolle la Ruta de la Seda.
5. Asegurarse el control y suministro a largo plazo de los recursos energéticos provenientes de Oriente Medio, incluido el codiciado gas de Siria.
6. Imponer su propia hegemonía centro-periferia, aunque precisamente con “mano de seda”; mediante el financiamiento (deuda) de grandes obras de infraestructura a lo largo de toda la franja y la ruta, un gigantesco corredor de comercio y de logística energética de más de un millón de millones de dólares en inversiones de infraestructura financiadas por China, a sabiendas de que los países periféricos suelen quedar atrapados en el endeudamiento externo, por lo cual se mantienen bajo la relación de dependencia que China necesita para asegurar su propio extractivismo hegemónico. Esta es la forma como el Consenso de Pekín logra el mismo objetivo estratégico que el Consenso de Washington (recursos energéticos, materias primas y mercados a expensas de la periferia y manteniendo a raya su crecimiento), pero sin interferir en la soberanía de los países periféricos.
7. Adelantarse a Occidente en la construcción de los grandes oleoductos y gasoductos que interconectarán a Rusia con Europa y a Oriente Medio con Asia. Esto es de importancia capital para garantizar no solo su hegemonía, sino su supervivencia misma como nación, dado que su hegemón rival está detrás del mismo objetivo, bien sea controlar esas redes de suministro o impedir que se construyan para que los recursos energéticos de Oriente Medio no alimenten el crecimiento de China, India y Eurasia en general.
8. Impulsar el desarrollo en el interior territorial de China, el cual se ha venido concentrando en las zonas costeras.
Con el Acuerdo Transpacífico, EEUU buscaba atraer a los vecinos de China hacia su propia periferia, mediante el comercio (política hegemónica blanda de EEUU). La retirada reciente de EEUU de ese acuerdo denota dos cosas:
- El reconocimiento de que el Acuerdo Transpacífico no podrá superar la influencia económica de China sobre sus países vecinos, por lo cual deja de ser relevante para los intereses geoestratégicos de EEUU.
- La decisión de EEUU de irse de lleno en esta nueva bipolaridad mundial por la vía de la hegemonía dura, bajo la doctrina del “destino manifiesto” y el método cada vez más virulento del Consenso de Washington.
Dos centros geopolíticos, dos estilos hegemónicos
Tenemos así claramente definidos los dos grandes bloques hegemónicos de la nueva bipolaridad mundial, el bloque occidental y el bloque euroasiático.
El primero, se caracteriza por un único hegemón militar y económico, EEUU, que tiene como pacto de defensa a la OTAN, como proyecto hegemónico el Proyecto del Gran Oriente Medio y como método para ejercer su hegemonía, el Consenso de Washington.
El segundo, se caracteriza por una alianza o hegemón bicéfalo, Rusia en lo militar y China en lo económico, que tiene como pacto de defensa a la OCS, como proyecto hegemónico el Gran Proyecto Euroasiático o de Una Franja Una Ruta, y como método para ejercer su hegemonía, el Consenso de Pekín.
En pocas palabras, el Consenso de Washington, como método para el control geopolítico de los países que conforman la periferia del centro hegemónico, consiste en la imposición forzosa de economías neoliberales y democracias representativas títeres en dichos países, con el objeto de asegurar las condiciones propicias para la penetración de las empresas transnacionales provenientes del centro, que constituyen el brazo ejecutor de la dominación hegemónica para garantizar el extractivismo de recursos energéticos y otras materias primas necesarias para el crecimiento, prosperidad y preservación del poder geopolítico del hegemón y sus aliados centrales. Mediante la imposición de la moneda de reserva internacional (dólar) y la imposición de sus transnacionales como monopolios y oligopolios en los sectores extractivistas, pero también en todos aquellos sectores de actividad que son esenciales para la soberanía alimentaria y la independencia económica, el hegemón domina a los países de la periferia, extrayendo sus recursos materiales, sus recursos financieros, sus recursos humanos mejor calificados y, por ende, sus posibilidades de desarrollarse más allá de lo que los intereses del centro establezcan, toleren y permitan.
Por su parte, el Consenso de Pekín, también como método para el control geopolítico de los países que conforman la periferia del centro hegemónico, consiste en obtener el mismo extractivismo de recursos energéticos y otras materias primas necesarias para el crecimiento, prosperidad y preservación del poder geopolítico del hegemón y sus aliados centrales, pero con la diferencia de que no se hace por la vía de la imposición forzosa de modelos económicos y regímenes políticos títeres a los países de la periferia, sino a través del financiamiento para el desarrollo de grandes proyectos de infraestructura (no de desarrollo de las fuerzas productivas, sino casi exclusivamente de infraestructura), como promesa de desarrollo para los países periféricos, pero a sabiendas de que el verdadero desarrollo de las fuerzas productivas no depende solamente de las inversiones en infraestructura, sino de otros factores claves como ciencia y tecnología, capital productivo, redes encadenadas de suministro y desarrollo de mercados, que el Consenso de Pekín obvia –con algunas excepciones de importancia menor– y que junto al endeudamiento externo motivado en las grandes inversiones en infraestructura, constituyen una barrera prácticamente infranqueable para que los países de la periferia se inserten realmente dentro de las cadenas de valor mundiales; es decir, para que dejen de ser periferia y se conviertan en centro.
Y esto último lleva a reflexionar sobre una realidad cada vez más incontrovertible asociada a ese tipo de sistema-mundo que surge inevitablemente del sistema de mercado, es decir, del sistema de intercambio desigual de valor: al final del día, siempre se trata de una economía-mundo de tipo centro-periferia, caracterizada por la desigualdad económica entre las naciones. Es hasta cierto punto de Perogrullo y sentido común que, siendo los recursos materiales finitos, es imposible que todos los países tengan el mismo nivel de consumo de recursos materiales que tienen los países de más alto consumo actual. En otras palabras, no se puede sostener el mismo nivel de vida de un país como EEUU para todos los países del mundo, sin que ello signifique el agotamiento acelerado de los recursos materiales económicamente aprovechables disponibles en el mundo entero. Lo que obviamente trae la inevitable implicación de que no todos los países pueden ser centro, es decir, países de renta alta o países ricos. Y dada la magnitud de la población mundial actual, ya el límite no es ni siquiera la renta alta, y tal vez tampoco siquiera la renta media.
En la medida en que los recursos económicamente disponibles del planeta se agotan o ralentizan en su ritmo de explotación, la puja distributiva entre los dos polos de poder se torna extrema, y solo hay dos soluciones geopolíticas posibles en este tipo de sistema-mundo: más periferia y, cuando esta ya no es suficiente, entonces la única opción que queda es la guerra.
Guerra y periferia, es decir, destruir al rival y mantener a raya a todo aquel que pudiera convertirse en uno. Una lógica simple, si se quiere primitiva o básica, pero que al mismo tiempo explica a la perfección la historia del sistema-mundo centrado en el mercado como tablero de juego de las relaciones económicas entre los seres humanos.
En términos de doctrinas o teorías de las relaciones internacionales, esa lógica se corresponde con el denominado “realismo político”, punto de vista según el cual las naciones persiguen exclusivamente su propio interés, su propia seguridad nacional, y que en el ámbito internacional impera la anarquía, siendo siempre el equilibrio geopolítico un equilibrio precario de intereses nacionales en conflicto.
En contraposición, el “liberalismo político” no es más que utopía doctrinaria, pues las naciones al final del día nunca se interesan realmente por el interés común de la humanidad, y el supuesto orden internacional con instituciones que garantizan la armonía de intereses entre las naciones del orbe, capaces de influir en el orden interno de las mismas, se sabe que no es más que una declaración idealista de principios, porque los hechos demuestran que el orden internacional es impuesto por el hegemón, las instituciones internacionales están bajo su control y es el orden interno del hegemón, por ejemplo la doctrina del “destino manifiesto” norteamericana o del novus ordo seclorum, lo que determina el accionar de las instituciones del sistema internacional. En este momento, Venezuela es víctima de esta realidad, al verse sistemáticamente atacada y amenazada por la OEA, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y la propia Organización de Naciones Unidas, para someterla e imponerle por la fuerza del hegemón atlántico monocefálico un sistema económico y político en su orden interno acorde con el Consenso de Washington. Pero cuando al referido hegemón le toca acoplar su propio orden interno a los preceptos institucionalistas internacionales, el mismo se niega a hacerlo, tal como puede constatarse de la negativa de EEUU de formar parte de la Corte Penal Internacional y el hecho muy notorio de que hasta la fecha no ha suscrito la Carta Democrática Interamericana de la OEA, solo por mencionar un par de ejemplos conspicuos.
Resulta claro que en el momento actual –y como siempre ha sido a lo largo de la historia de la humanidad– ambos bloques de poder hegemónico en la nueva bipolaridad mundial persiguen únicamente su propio interés, el cual está exclusivamente determinado por el interés del hegemón correspondiente de cada bloque, es decir, EEUU y Rusia-China. Y las cuatro herramientas o instrumentos fundamentales para el ejercicio de su hegemonía son: el poder militar, el poder financiero (deuda), el acceso a recursos, principalmente energéticos, y la hegemonía monetaria.
El hegemón atlántico monocefálico persigue el “Proyecto del Gran Oriente Medio” para controlar África Septentrional y Asia Central en cuanto al suministro energético y la ruta de los estupefacientes o ruta de la amapola. Para ello se apoya en la OTAN y utiliza el Consenso de Washington para imponer por la fuerza el neoliberalismo y las democracias títeres. De allí las revoluciones de colores en Asia Central y la primavera árabe en África Septentrional. El dólar ejerce la hegemonía monetaria.
El hegemón euroasiático bicéfalo persigue el “Gran Proyecto de Eurasia” o “Una Franja Una Ruta”, con la misma finalidad energética y la Ruta de la Seda por el interés vital de los corredores de comercio euroasiáticos; se apoya en la OCS y utiliza el Consenso de Pekín, sin imposiciones por la fuerza, sino a través del financiamiento y ejecución directa de grandes proyectos de infraestructura principalmente. El yuan busca desplazar al dólar como nueva moneda hegemónica mundial.
El Consenso de Washington no desarrolla la periferia, sino que la explota vía transnacionales y la mantiene sometida por la fuerza; mientras que el Consenso de Pekín desarrolla la infraestructura de la periferia a cambio de los recursos que necesita (materias primas y energía). Es por esta diferencia que, por ejemplo, un proyecto de inversión que puede tardar cinco años para que el Banco Mundial lo apruebe, las instituciones financieras chinas lo aprueban en tan solo tres meses.
Ninguno de los consensos hegemónicos impulsa el desarrollo de las fuerzas productivas endógenas de la periferia, aunque el Consenso de Pekín es indiscutiblemente mejor, mucho más tolerable y flexible, para los países periféricos.
Ambas hegemonías son desarrollistas, ambientalmente insustentables, no resuelven la desigualdad económica entre las naciones y no persiguen el interés común por la humanidad, sino su propio interés hegemónico.
Es claro que lo que el mundo necesita para sobrevivir a largo plazo es que se imponga la utópica “armonía de intereses” postulada por el liberalismo político, la integración solidaria y complementaria de los pueblos planteada por la diplomacia bolivariana de Venezuela, así como la erradicación de todo intercambio desigual. Una sola gran nación humana, pero no edificada bajo el principio del “destino manifiesto” norteamericano o el novus ordo seclorum o el expansionismo a la china, sino bajo el principio de la solidaridad e igualdad universal. El derecho a existir de todos los pueblos y culturas del mundo.
Venezuela en la era pospetrolera
Todo este escenario de bipolaridad mundial es, sin lugar a dudas, un claro escenario de guerra, fundamentado en la razón universal de todas las guerras: la puja distributiva por los recursos materiales necesarios para el crecimiento y el mantenimiento de las propias expectativas de calidad o nivel de vida. No es casualidad que grandes analistas como Fidel Castro y el Papa Francisco hayan alertado al mundo sobre la posibilidad cierta de una nueva guerra mundial, y el propio Consejo de Seguridad de Naciones Unidas ha recientemente declarado el inicio formal de la III Guerra Mundial porque ya hay más de cinco países involucrados en la guerra internacional contra el Estado Islámico, que son EEUU, Francia, Irán, Iraq, Rusia y Alemania.
Otros analistas, como el exsecretario de Defensa norteamericano Jed Babbin, aseguran que la Guerra Fría fue la III Guerra Mundial, y consideran que la Guerra contra el Terrorismo iniciada el 11 de septiembre de 2001 sería la IV Guerra Mundial; pero además y de manera coincidente con lo planteado en el presente análisis, considera precisamente que la V Guerra Mundial será el combate con China.
Visto así, ya no parece tan casual que el establishment norteamericano haya optado por colocar al frente de su gobierno al ala más radical y virulenta de los halcones de la ultraderecha republicana, encabezados por un títere grotesco al que la historia podrá atribuirle como chivo expiatorio cualquier atrocidad de proporciones genocidas. Tal y como en su momento el establishment europeo colocó en el poder a Hitler para resolver las tensiones geopolíticas de aquella época.
Ante esta realidad y frente al escenario por muchos años más de un mundo hegemónico caracterizado sea como sea por un sistema de dependencia y desigualdad económica centro-periferia, la gran pregunta para cualquier país periférico como Venezuela es qué hacer, primero que nada, para sobrevivir, para preservar siquiera su derecho a existir, y luego, para alcanzar el nivel adecuado de bienestar material para su población.
Esto coloca la gran pregunta del modelo de desarrollo a seguir, no como una opción autónoma, sino como una decisión de inserción o no en el modelo de desarrollo de los países hegemónicos y las consecuencias de dicha decisión para la seguridad nacional y la felicidad social.
Así expuesto, podrían enumerarse las opciones de desarrollo como sigue:
1. Aceptarse plenamente en la condición de dependencia periférica y tratar de negociar al máximo posible la inserción del país en las cadenas de valor del centro (transnacionales), no solo en los clásicos sectores minero, forestal y agrícola, sino también en industrias intermedias en las cadenas de suministros del hegemón, típicamente las industrias más contaminantes y riesgosas, así como en las cadenas de valor de servicios, como hace la India por ejemplo con su ejército de call centers, o Filipinas, con su ejército de personal de marinería para la industria naviera mundial; y como máximo nivel de desarrollo fortuito en esta alternativa, lograr alguna ventaja competitiva en algún sector de las nuevas tecnologías.
2. Aceptarse plenamente en la condición de dependencia periférica, pero en lugar de tratar de insertarse en las cadenas de valor del hegemón más allá del mero extractivismo primario que este le exija, negociar a cambio que el hegemón le permita un sistema de vida endógeno de tipo comunal, lo que implica para la población del país periférico que opte por esta vía, mantener bajo límites de control sus expectativas culturales de consumo. Esta opción es antihegemónica porque aunque satisface plenamente el extractivismo del hegemón, no así su demanda de mercados para la colocación de su producción manufacturera, de alta tecnología y de sus servicios.
3. Alinearse con uno de los hegemones en la nueva bipolaridad mundial para evitar la hegemonía del otro, pero a cambio obviamente de aceptar el modelo hegemónico alternativo del hegemón “amigo”. Esto es lo que ha impulsado con fuerza la Revolución Bolivariana en Venezuela en su claro acercamiento hacia China y Rusia, y su confrontación con EEUU.
4. Fortalecerse haciendo alianzas y uniones con otros países de la periferia para conformar un bloque autónomo de poder geopolítico que pueda encarar de tú a tú a cualquiera de los hegemones actuales. Esta vía es difícil y compleja, pero también ha sido intentada por la Revolución Bolivariana a través de las iniciativas de la Celac, la Unasur, la ALBA-TCP y Petrocaribe.
5. Negarse con gran dignidad nacional a complacer al hegemón y, en consecuencia, afrontar de lleno todo su poder destructivo. Esta ha sido la vía seguida, por ejemplo, por Cuba y Corea del Norte. También por la extinta Yugoslavia, así como por la destruida Libia y el permanentemente amenazado Irán. Y por supuesto, por la propia Rusia y por China antes de convertirse ellas mismas en potencias hegemónicas.
Ninguna de estas vías al desarrollo de los países periféricos, dentro del sistema-mundo hegemónico bipolar de intercambio desigual, son mutuamente excluyentes. Puede optarse por una, varias o todas al mismo tiempo, e incluso por una distinta para distintos sectores de actividad.
Durante la IV República en Venezuela se optó por la opción 1, con el único resultado de haberse garantizado la supervivencia, el derecho a existir; aunque, como la mayoría de los países de la periferia, a costa de la pobreza y la miseria de la mayoría poblacional. Por esa vía, no se logró pasar de la mera inserción extractivista en las cadenas de valor del hegemón atlántico monocefálico.
Durante la Revolución Bolivariana, se optó por una combinación de las cinco opciones, con resultados tempranamente alentadores. Igual que en la IV República, no se ha logrado pasar de la mera inserción extractivista en las cadenas de valor hegemónicas, pero con importantes diferencias:
(a) Un desplazamiento significativo, aunque todavía menor, del hegemón atlántico monocefálico hacia el hegemón euroasiático bicéfalo (del Consenso de Washington hacia el más favorable y flexible Consenso de Pekín).
(b) La conformación incipiente de un sistema de desarrollo endógeno comunal, pero sin transformación cultural en los patrones de consumo e intercambio y con muy escasa presencia dentro de las fuerzas productivas del país.
(c) La todavía más incipiente alianza regional de América Latina y el Caribe, aunque sin verdadera unidad y claridad de propósito.
(d) La conformación de un importante aparato productivo en manos del Estado más allá del sector petrolero, abarcando los sectores primario, secundario y terciario de la economía nacional.
(e) La conformación de una muy reciente pero prometedora iniciativa de desplazamiento del modelo de distribución por demanda hacia el modelo de distribución programada de bienes esenciales, bajo control y operación coordinada del Estado y del pueblo organizado a nivel comunitario.
¿Cuál podría o debería ser de ahora en adelante, tomando en cuenta el nuevo giro geopolítico de la Ruta de la Seda, así como el cuadro multifacético de la geopolítica latinoamericana y las propias ventajas del país, el curso a seguir en el modelo de desarrollo mundial actual?
Esa pregunta no es para una sola persona, es para el constituyente originario.