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EE.UU., Europa :: 31/05/2023

Salvar al soldado Assange, luchador por la verdad

Carlo Formenti
Se ha publicado en Italia un libro de Nils Melzer que narra con detalle la villanía que los poderes de Occidente cometen contra el hombre que ha denunciado sus crímenes

«El proceso de Julian Assange, historia de una persecución» (editorial Fazi) llama menos la atención por su larga, detallada y documentada relación de los increíbles abusos sufridos por el periodista de Wikileaks por parte de diversos gobiernos occidentales (estos hechos ya eran conocidos por cualquiera dispuesto a tomar nota), que por la «confesión» del autor Nils Melzer (Relator Especial de la ONU sobre la tortura, profesor de Derecho Internacional Humanitario en Ginebra y director del Comité Internacional de la Cruz Roja). Tras admitir que al principio se mostró reticente a implicarse en el caso Assange, ya que «aún tenía grabados en la mente los titulares de los grandes periódicos que había absorbido casi inconscientemente durante los últimos años», para darse cuenta después de hasta qué punto su percepción había sido distorsionada por los prejuicios, Melzer declara que, tras chocar durante años con el muro de silencio levantado por las cancillerías de los países implicados, debe reconocer que ha pasado de ser un garante del sistema occidental de derechos humanos a un «disidente dentro del sistema».

Merece la pena citar algunas frases que muestran hasta dónde ha llegado la indignación de Melzer ante el comportamiento de los poderosos: «El caso Assange es la historia de un hombre perseguido por haber hecho públicos los sucios secretos de los poderosos, revelando crímenes de guerra, torturas y sobornos. Es la historia de la arbitrariedad judicial deliberada en las democracias occidentales, que en cambio prefieren presentarse como Estados modelo en materia de defensa de los derechos humanos. Es la historia de la connivencia entre los servicios secretos y las autoridades estatales, practicada a espaldas de la opinión pública y de los parlamentos nacionales»; «los intereses que persiguen los gobiernos son siempre políticos, su prioridad nunca es promover los derechos humanos, que, cuando se incluyen en la agenda política oficial, son sólo un medio para alcanzar otros objetivos, como denigrar a otros Estados o justificar intervenciones militares». En cuanto a las garantías que la separación de poderes debe ofrecer al ciudadano frente a posibles abusos de los distintos poderes del Estado, Melzer escribe que «las distancias entre los tres poderes del Estado son siempre menores que las que separan a la población de las autoridades de las tres esferas. Los funcionarios del Estado se conocen, van a comer juntos, intercambian información, se consultan informalmente y evitan apuñalarse por la espalda», una descripción eficaz del proceso de conversión de las democracias en oligarquías. En resumen. tras recopilar diez mil páginas de documentos judiciales, correspondencia y otros medios probatorios, Melzer se ve abocado a reconocer «el fracaso sistémico de nuestras instituciones democráticas bajo los principios del Estado de Derecho».

Pasemos a analizar los elementos que más han inspirado este pesado juicio. Para ayudarnos a comprender la excepcionalidad del caso Assange, sostiene Melzer, puede contribuir una comparación con el de Snowden. Snowden es un ciudadano estadounidense y estaba vinculado a su Gobierno por un contrato, por lo que, al haber recogido por iniciativa propia y hecho público el material que demuestra que EE.UU. (con la complicidad de británicos, canadienses, australianos y neozelandeses) espía sistemáticamente a los jefes de Estado de otros países occidentales, las acusaciones de espionaje y «traición» que se le imputan están justificadas. Por otra parte, Assange no era ciudadano estadounidense y se limitó a recibir y publicar material que otros le habían proporcionado (es decir, no hizo nada más que su trabajo como periodista). ¿Por qué entonces tanta furia?

Porque el contenido obsceno de la película de 18 minutos que mostraba a soldados estadounidenses ametrallando a civiles indefensos desde su helicóptero sobre Bagdad, bromeando sobre ello y ensalzando su hazaña, no debería haberse hecho público; estaba destinado a desaparecer en el agujero negro de los secretos de Estado (igual que deberían haber desaparecido los Papeles del Pentágono y las fotos de torturas en el campo de prisioneros de Abu Ghraib). Porque para el gobierno estadounidense, «traidores a la patria son quienes revelan los crímenes de guerra y no los criminales de guerra y sus superiores; e irresponsables son los periodistas que los dan a conocer y no las autoridades que los niegan amparándose en el secreto». Así que Assange tenía que pagar a toda costa, tenía que ser castigado de forma tan ejemplar que todos sus colegas no tuvieran ningún deseo de imitarle.

Pero el caso Snowden es instructivo por otra razón: porque ha puesto de manifiesto la rendición de todos los gobiernos occidentales ante el gobernante de las barras y estrellas. Ningún dirigente europeo ha ido más allá de tímidas protestas, inmediatamente sofocadas, al ser espiado por el ojo del amo. No debe extrañar, por tanto, que todos los gobiernos implicados en el caso Assange se hayan plegado a las exigencias estadounidenses de cooperar en el castigo del infractor de lesa majestad, aun a costa de hacer estragos en sus principios y valores institucionales.

Así lo ha hecho Suecia (cuyo total servilismo a Washington ya había salido a la luz en 2001, cuando dos solicitantes de asilo egipcios debidamente registrados fueron detenidos por el servicio secreto y entregados a la CIA, para ser trasladados a Egipto y torturados como presuntos terroristas). Melzer demuestra cómo la justicia sueca siempre ha sido consciente de que no tenía elementos suficientes para probar la acusación de violación contra Assange (una acusación construida arteramente para «manchar» la imagen del periodista y neutralizar la simpatía pública hacia él). Prueba de ello es que el caso se ha cerrado y reabierto varias veces, con el único objetivo de prolongar ese efecto disuasorio en la opinión pública. Al fin y al cabo, la solución ideal para la fiscalía sueca era mandar todo a prescribir, para evitar que el acusado pudiera demostrar su inocencia: «El plan no es detener e interrogar a Assange, sino crear y perpetuar la narrativa pública de un fugitivo culpable de delitos sexuales, mientras se le niega la oportunidad de defenderse».

Si Assange pidió asilo político en la embajada ecuatoriana fue porque sabía que Suecia no dudaría en entregarlo a EEUU, donde le espera un destino aún peor que el de su delatora Chelsea Manning, sometida desde hace tiempo a torturas (desde primera hora de la mañana hasta las ocho de la tarde no podía dormir, tumbarse, apoyarse en la pared ni hacer ejercicio, sólo podía levantarse de la cama y caminar en círculos en una minúscula celda) que, en su caso, durarían toda la vida, ya que podría ser condenado a 175 años.

Pero el régimen, aunque claustrofóbico, que sufrió en una embajada asediada por la policía británica, lista para abalanzarse sobre él en cuanto saliera, se convirtió en una pesadilla cuando Lenin Moreno llegó al poder en Quito. Este tránsfuga (que cubre de infamia el nombre que le puso algún padre despistado) había sido elegido para continuar las políticas antiliberales de Correa, pero se vendió rápidamente a EEUU, que para abrir el cerco puso, entre otras condiciones, la entrega de Assange. A partir de marzo de 2018, todos los empleados de la embajada que mantenían buenas relaciones con Assange son por tanto apartados y, mientras el secretario de Estado británico Alan Duncan escribe sin pudor que «la principal misión del nuevo embajador Romero es ahora sacar a Assange de la embajada», comienza una auténtica persecución: Assange está cada vez más aislado del mundo, se le niega el teléfono e Internet, se le restringe el derecho a recibir visitas privadas salvo de médicos y abogados, se graba escrupulosamente todo lo más íntimo que pueda ser utilizado en su contra; se alimentan las habladurías mediáticas en su contra para lanzar una nueva narrativa sucia, calumniarle y desacreditarle (llegarán incluso a quitarle el kit de afeitado, para que cuando salga parezca un vagabundo callejero).

En cuanto al Gobierno británico, baste citar lo que dijo el citado Duncan ante la Cámara de los Comunes: «es hora de que ese miserable gusanillo salga de la embajada y se entregue a la justicia británica». Y efectivamente, el 11 de abril de 2019 cuando, en la culminación de una serie de acontecimientos planificados y coordinados con mucha antelación entre Ecuador, Reino Unido y EEUU, Assange salió de la embajada fue inmediatamente detenido y comenzó su reclusión, en condiciones de aislamiento y vigilancia dignas de un peligroso criminal que Melzer describe en el libro, a la espera de que se resuelva el procedimiento de extradición. Y cuando sea extraditado, escribe Melzer, su juicio tendrá lugar en el Tribunal de Espionaje de Alejandría, donde los procedimientos se celebran a puerta cerrada, sin prensa ni público, basándose en pruebas a las que Assange y su abogado no tienen acceso «por razones de seguridad». Gracias en parte a los esfuerzos de Melzer, de la esposa y de los amigos de Assange, así como de algunas minorías políticas occidentales y de los pocos órganos de prensa que conservan un residuo de autonomía y dignidad, Amnistía Internacional, Human Rights Watch, Reporteros sin Fronteras y otras asociaciones se esfuerzan ahora por evitar esta conclusión.

Concluyo observando que Melzer, a quien van todos mis respetos por su compromiso con la justicia y por haberse dado cuenta de que su papel de garante de los derechos humanos se reducía a actuar como hoja de parra de un sistema democrático liberal que va camino de emular a los regímenes fascistas de entreguerras (preparándose para desencadenar la tercera), sin embargo, no da el último paso, a saber, comprender que no se trata de una degeneración a partir de un modelo ideal original, sino de la lógica intrínseca al sistema en cuestión, razón por la cual se declara un «disidente interno» del mismo. Al fin y al cabo, «nadie es perfecto», como reza la frase final de la película «Some Like It Hot».

avanti.it / elviejotopo.com

 

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