Sobre la ONU, Gaddafi y Gaza
Durante la Primavera árabe, cuyo origen se encuentra en las protestas de carácter social de los saharauis contra el Estado marroquí en 2010, se produjeron una serie de alzamientos contra los respectivos gobiernos con el fin de democratizar la política de estos regímenes y de mejora sustancial de las condiciones de vida de la población, algunas populares y otras con el método occidental de las "revoluciones de colores". Esas revueltas que se extendieron por el norte de África y Oriente Medio. En este contexto dará comienzo la mal llamada Guerra de Libia.
A primeros de febrero del año 2011 comienzan las primeras manifestaciones organizadas desde el exterior contra el gobierno más progresista de África, el del dirigente libio Muamar el Gaddafi; en pocas semanas el conflicto deriva en un enfrentamiento abierto en el que los mercenarios, en un tiempo récord, se muestran uniformados y bien armados. En un tiempo no menos sorprendente –si lo comparamos con otros enfrentamientos civiles interminables en la zona-, el Consejo de Seguridad de la ONU, actuando en virtud del Capítulo VII de la Carta de las Naciones Unidas, y adoptando medidas con arreglo al artículo 41, aprueba la Resolución 1970 (26 de febrero de 2011), ante “las graves violaciones de los DDHH y el derecho internacional humanitario que se están perpetrando en la Jamahiriya Árabe Libia”, por la que decide someter a diversas sanciones al gobierno de Gaddafi debido a la supuesta violenta represión a la población, además de remitir la situación a la Corte Penal Internacional.
La “comunidad internacional” reacciona con urgencia pocas veces vista y muestra su indignación ante la supuesta violencia empleada contra los opositores y, también supuestamente, contra la población civil, realizando declaraciones, incluso por parte de políticos hasta el momento poco belicosos, a favor de una posible intervención militar.
Acto seguido, el 17 de marzo de 2011, el Consejo de Seguridad aprueba una segunda Resolución -que añade a la anterior la posible comisión de delitos de guerra y de lesa humanidad- en la que se declara el establecimiento de una zona de exclusión aérea, salvo los vuelos que tengan un propósito humanitario, y la autorización para la inspección en alta mar de todos los buques que se dirijan a Libia, autorizando en su punto 4 a los Estados miembros de la ONU a que adopten todas las medidas necesarias para proteger a los civiles y las zonas pobladas por civiles que estén bajo amenaza de ataque, aunque excluyendo el uso de una fuerza de ocupación extranjera de cualquier clase en cualquier parte del territorio libio.
Como consecuencia del ambiguo contenido de este punto, que no autoriza expresamente el uso de la fuerza en ningún caso, dos días después de su aprobación, la flota norteamericana lanza docenas de misiles contra objetivos militares y gubernamentales, y los aviones de este mismo país, junto a los de franceses y británicos, se hacen cargo de la zona de exclusión aérea atacando, de paso, las defensas aéreas libias; la OTAN se hará cargo de las agresiones militares a Libia a partir del 31 de marzo de 2011.
Tras meses de enfrentamientos, la victoria de los mercenarios y la alianza occidental se hace palpable, por lo que el Consejo de Seguridad de la ONU decide aprobar una nueva Resolución, “[…] Reafirmando su firme determinación de preservar la soberanía, la independencia, la integridad territorial y la unidad nacional de Libia […]”, esta vez, con el fin establecer un Mandato de las Naciones Unidas mediante una Representante Especial del Secretario General de la ONU por un periodo de tres meses. Finalmente, a mediados de octubre de 2011, caen los últimos reductos partidarios del gobierno progresista y Gaddafi es encontrado y asesinado por los mercenarios sin que se encause a los responsables. Trece años después, Libia está peor que nunca dividida.
En este punto, para comprender las diferencias en las actuaciones de la “comunidad internacional” en relación a lo dicho hasta aquí y en comparación con la masacre que diariamente se comete contra el pueblo palestino, es necesario detenerse, al menos básicamente, en el diseño organizativo de la ONU, cuyos órganos más destacados son la Asamblea General, el Consejo de Seguridad y el Tribunal Internacional de Justicia, siendo su principal soporte jurídico la Carta de la ONU, tan genérica como interpretable.
1.-Sobre la Asamblea General, compuesta por 193 países con igualdad de voto, baste decir que deberá abstenerse de toda recomendación en tanto el Consejo de Seguridad esté ejerciendo sus funciones respecto de una controversia o situación (art. 12 de la Carta). Según la propia página web de la ONU, la AG “toma decisiones clave” para la misma, como son el nombramiento del Secretario General por recomendación del Consejo de Seguridad, la elección de los miembros no permanentes del Consejo de Seguridad, o aprobar el presupuesto de la ONU.
2.-En cuanto al Consejo de Seguridad de la ONU, que tiene como responsabilidad primordial el mantenimiento de la paz y la seguridad internacionales (art. 24.1), encarnada especialmente por el Título VII de la Carta de las Naciones Unidas, es de hecho un poder fáctico dentro de este organismo cuya estructura y forma de adoptar las decisiones pone en entredicho la legitimidad de las mismas. La posibilidad de imponerse a la Asamblea General y la potestad de ejercer el doble derecho de veto -tanto en los temas a tratar como en las decisiones finales sobre los mismos- de los cinco miembros permanentes de los quince que componen este consejo, hacen que la idea de una organización de naciones que toma sus decisiones en asamblea se diluya en los intereses particulares de estos cinco Estados.
Tómense como ejemplo las innumerables resoluciones adoptadas contra el Estado de Israel que han sido vetadas por un único país, los EEUU; o el veto de Francia a una resolución que permitiera una segunda intervención en Irak, a pesar de lo cual efectivamente se produjo. Todo ello hace pensar en una relación de fuerzas y de intereses que no sólo se muestra por encima de la Asamblea General, sino que a veces puede estar también por encima del propio Consejo de Seguridad.
En consecuencia, cualquier intervención internacional plantea no pocas dudas. En el caso de Libia llaman la atención varios aspectos: por una parte, la unanimidad de Occidente a la hora de atacar al gobierno popular de Gaddafi, especialmente tras el fracaso que había supuesto la segunda invasión de Irak (2003-2011), tanto por las diferencias entre Estados como por las de los ciudadanos con sus propios gobiernos, situación que no debía repetirse. Por otra, el control mediático de las causas que dieron lugar al ataque y sobre el propio ataque, en el que la defensa de los DDHH y la protección de los civiles que supuestamente estaban siendo masacrados por el gobierno de Gaddafi no dejaron otra opción que la intervención inmediata.
Sin embargo, este desmedido interés se torna indiferente si trasladamos estos mismos valores y causas a otros conflictos, como el sufrimiento ignominioso de los gazatíes que presenciamos cada día desde hace meses. Contrasta, por tanto, la extraordinaria urgencia con la que se produjo el acuerdo para intervenir en Libia, apenas unos días después de iniciado un enfrentamiento en el que, como se ha dicho, una asonada mercenaria se convirtiera en represión en el espacio de unos pocos días, con la pasividad mostrada por este Consejo en relación a Palestina, y cuyas consecuencias se traducen en el asesinato diario de cientos de personas.
Por lo tanto, la ideas de igualdad soberana, de mantenimiento de la paz y la seguridad internacionales, así como el uso de medios pacíficos para acabar con las controversias internacionales proclamadas en el Preámbulo y en los artículos 1 y 2 de la Carta de las Naciones Unidas quedan vacías de contenido, tanto para el caso de la intervención de 2011 en Libia como para la falta de ella en relación a Gaza.
El Consejo de Seguridad condenó al gobierno libio desde el primer momento, sin pruebas contundentes ni análisis de la situación o intento de mediación, presentándose como juez y parte en un conflicto interno en el que no se dio quebrantamiento de la paz o la seguridad internacional ni legítima defensa alguna que justificaran el ataque, y en el que queda por demostrar que la represión contra los "civiles" efectivamente se diera –sin contar con que el gobierno de Gaddafi contaba con masivo apoyo popular-, especialmente con la magnitud que se presentó ante la opinión pública.
No es el caso del pueblo palestino, pueblo que viene sufriendo desde hace casi ochenta años los crímenes internacionales cometidos por la “única democracia de la zona”, sin que prácticamente medio alguno se atreva a calificar dichos actos como terrorismo de Estado o genocidio.
3.-En relación a la Corte Internacional de Justicia, según reza en su propia página web, desempeña una doble misión: el arreglo conforme al derecho internacional de controversias que le sean sometidas por los Estados, y la emisión de dictámenes sobre cuestiones jurídicas que le sometan los órganos u organismos del sistema de Naciones Unidas que tengan autorización para hacerlo. Compuesto este tribunal por quince magistrados, necesitará varios años para emitir un fallo acerca de la denuncia de genocidio contra Israel interpuesta por Sudáfrica.
Dicho esto, la relatora especial de la ONU para el territorio ocupado palestino, Francesca Albanese, en su informe Anatomía de un genocidio, de marzo de 2024, no ha necesitado más que unas pocas visitas a la zona para determinar que Israel ha cometido al menos tres delitos de genocidio contra la población gazatí (causar graves daños físicos o mentales a miembros del grupo; infligir deliberadamente al grupo condiciones de vida calculadas para provocar su destrucción física total o parcial; imponer medidas destinadas a impedir los nacimientos dentro del grupo), al tiempo que señalaba “una minoría de poderosos Estados miembros”, en lugar de detener su impulso, “ha prestado apoyo militar, económico y político a la atrocidad, agravando la devastación que ha provocado en los palestinos”.
Sin duda, esta mujer, tan valiente como determinada, se está refiriendo, entre otros, a EEUU. Sin el enésimo veto en el Consejo de Seguridad, ni la ayuda armamentística, económica, logística y de inteligencia, nada de lo que está sucediendo en Oriente Próximo sería posible, lo que nos permite considerar a este país tan responsable como al régimen israelí de lo que allí sucede. Recuérdese que en estos últimos seis meses se han lanzado sobre Gaza más de 25.000 toneladas de explosivos, el equivalente a dos bombas nucleares.
Asesinatos, discriminados e indiscriminados, de hombres, mujeres, mayores o niños -conscientes de que el arma más importante del pueblo palestino es la natalidad-; destrucción de campos de cultivo, huertos, pozos y casas –por el ejército israelí o por grupos de colonos supremacistas armados no declarados terroristas-, con la consiguiente expansión de asentamientos; ataque directo a las ambulancias, en su intento de recoger o trasladar heridos; fallecimiento de embarazadas por el exceso de espera en los checkpoints; detenciones arbitrarias, en muchos casos de menores, sin que se presenten cargos durante años; torturas sistemáticas, obligando a los detenidos en ocasiones a colaborar si no quieren que sus familias sufran las consecuencias; además de los cientos de miles de expulsados-refugiados como resultado de la limpieza étnica.
Esta es la trayectoria del colonialismo sionista hasta llegar a este último, por ahora, acto de barbarie, resultado del bombardeo de hospitales, escuelas o colas para recoger alimentos –contraviniendo el DIH-, con más de 34.000 muertos; miles de heridos y traumatizados que quedarán deformes el resto de sus vidas, sin ni siquiera poder llevarse un calmante a la boca; o la hambruna provocada hasta caer en la inanición.
Acabo recordando algunas palabras de Ilan Pappé, historiador israelí: a principios del siglo XX, cuando comenzaba de facto el Mandato británico sobre la zona, los palestinos representaban el 90% de la población; en 1947, cuando acaba dicho mandato, la población estaba “mezclada”, conformando los palestinos dos tercios de la población, siendo el tercio restante colonos sionistas y refugiados de guerra procedentes de Europa. No obstante, en esa fecha, casi toda la tierra cultivada estaba en manos de palestinos, poseyendo los judíos menos del 6% de la misma, de tal manera que “hablar de un país mezclado sea un tanto engañoso, por no decir más”
Justo este año de 1947, la recién nacida ONU, elaboraba un Plan de Partición de Palestina en dos Estados, en el que se entregaba -dizque con la intención de compensar los sufrimientos del pueblo judío durante la II Guerra Mundial- la mayor y más fructífera parte del territorio a una minoría de extraños al mismo.
Esperemos que, más pronto que tarde, se produzca una reforma de la ONU, de tal manera que la representatividad de la comunidad internacional sea más equitativa.
CALPU