"Socialismo participativo" de Piketty: un socialismo utópico de pretensiones científicas
En el último capítulo de Capital e ideología (Le Seuil, 2019), Thomas Piketty expone un proyecto y en parte, un programa de “socialismo participativo”. Este último trata de responder a los principales desafíos políticos de nuestro tiempo: el ascenso de las desigualdades sociales vinculadas a la “mundialización” neoliberal; el descrédito del proyecto socialista consecuencia de la experiencia de la antigua URSS y sus regímenes emparentados; la incapacidad en la que se encuentran hasta ahora la izquierda norteamericana y de Europa occidental: demócrata, laborista, socialdemócrata, para superar este doble desafío: sea el ascenso de los movimientos nacionalistas o “populistas” diseminados casi por todo el mundo basados en los siguientes elementos[1].
Además, tiene la pretensión de refundar el proyecto socialista con su voluntad de superar al capitalismo, recuperando los logros y avances pertenecientes a la herencia del movimiento socialista.
“Basándome en experiencias históricas disponibles, estoy convencido en que es posible superar al sistema capitalista actual y diseñar los rasgos de un nuevo socialismo participativo para el siglo XXI; es decir, una nueva perspectiva igualitaria de alcance universal, fundada en la propiedad social, la educación y compartir los saberes y los poderes” (pp. 1112)
“Propiedad social” y “propiedad temporal”
Para “superar al capitalismo actual” y avanzar en el sentido de un “socialismo participativo”, Thomas Piketty formula esencialmente dos propuestas:
“El modelo de socialismo participativo propuesto se basa en dos pilares esenciales tratando de superar el sistema actual de propiedad privada, por un lado, mediante la propiedad social y la división de los derechos de voto en las empresas y por otro, mediante la propiedad temporal y la circulación de capital” (pp. 1138)
Actuando a escala del régimen de propiedad del capital, la “propiedad social” consistirá en conceder a los asalariados (o sus representantes), “la mitad de los derechos de voto en los consejos de administración o de dirección de todas las empresas privadas, incluyendo las más pequeñas” (pp.1119). Esta medida, por un lado, podría reforzarse mediante el desarrollo de accionistas asalariados, favoreciendo medidas de redistribución de patrimonios y rentas, que discutiremos después, permitiendo así “a los asalariados adquirir acciones de su empresa desplazando a la mayoría, añadiendo votos de accionistas a la mitad de los que ya dispongan como asalariados” (Ibidem); por otro, limitando los derechos de voto de los accionistas más importantes: “una buena forma podría ser aplicar un límite similar de los derechos de voto del 10% en empresas de tamaño claramente importantes” (pp. 1120). Con el fin de reforzar el poder colectivo de los asalariados en el seno de la dirección y la gestión de las empresas, este conjunto de medidas permitiría ante todo reequilibrar la división del “valor añadido” entre beneficios y salarios, aumentando por ejemplo el salario mínimo.
Completando al de la “propiedad social” del capital, la creación de una “propiedad temporal” actúa en sentido contrario a escala de la (re)distribución de patrimonios y rentas privadas. Esencialmente consiste en un impuesto anual sobre los patrimonios poseídos (cuya fuente incluiría todo tipo de activos), con el objetivo, tanto de impedir su concentración y centralización crecientes durante generaciones (mediante la herencia, sobre todo), como también, y en sentido contrario, para provocar su desconcentración y descentralización actuando como una forma de circulación permanente de la riqueza. Para lograr este doble objetivo, tal impuesto anual tendría que ser fuertemente progresivo: el tipo variaría desde el 0,1% para los patrimonios situados en la base del patrimonio medio, hasta el 10% para los patrimonios cien veces por encima del promedio, y alcanzar el 90% para los patrimonios diez mil veces por encima del patrimonio medio (pp. 1130).
Y, junto a este impuesto sobre sucesiones patrimoniales, dándole también un carácter claramente progresivo, sus ingresos tendrían que dedicarse a financiar un fondo suficiente para dotar a cualquier individuo, a los veinticinco años de edad, de una herencia de alrededor de 120.000 € en los estados centrales del capitalismo, en los que Thomas Piketty ha realizado simulaciones (EE.UU., Europa Occidental y Japón), correspondiendo al 60% del patrimonio medio de esos Estados. “En concreto, con unos ingresos del orden del 5% de la renta nacional provenientes del impuesto sobre la propiedad y las herencias, se puede financiar para cada joven adulto que alcance los 25 años, una dotación equivalente en torno al 60% del patrimonio medio por adulto” (pp.1131).
Así la propiedad privada dejará de ser permanente y será únicamente temporal; toda persona capaz de acumular más allá de cierto límite se verá obligado, año tras año, a devolver a la sociedad, una parte más o menos importante de la riqueza que haya podido acumular, gracias a ella tanto como a sus talentos personales, permitiendo que otros individuos (en principio en mayor número) lanzarse también a la acumulación patrimonial. De forma que la riqueza social no dejará de circular de forma importante en el conjunto social, rejuveneciendo permanentemente a sus poseedores.
Paralelamente, mantener un impuesto sobre la renta (en sentido amplio, incluyendo un impuesto de sociedades, las cotizaciones sociales, tasa de emisiones) también claramente progresivo (con un tipo marginal del 90%), obteniendo el 45% de la renta nacional, debería permitir seguir financiando un Estado social generoso (que cubra los gastos de educación, sanidad, prestaciones familiares, seguros de desempleo, pensiones de jubilación, etc.) (pp.1130), así como garantizará a cualquier persona un ingreso mínimo del orden del 60% de la renta media disponible neta (después de impuestos) (pp. 1153). Al contrario, todos los impuestos indirectos (IVA y otros impuestos sobre el consumo), claramente regresivos, serían suprimidos, excepto los que se destinen a corregir externalidades (como la tasa de emisiones incorporada al impuesto sobre la renta). Todas estas medidas parecen perfectamente realizables a priori, dado que solo alcanzarían finalmente la tasa de deducción obligatoria para el 50% de la renta nacional.
Un reformismo que no confiesa su nombre
“Combinando los dos elementos (propiedad social y propiedad temporal), se llega a un sistema de propiedad que no tiene gran cosa que ver con el capitalismo privado tal y como lo conocemos actualmente, y que constituye una superación real del capitalismo” (pp.1138). Podemos sin duda suscribir fácilmente el primer miembro de esta afirmación, mientras que el segundo, al contrario, es muy discutible.
Sin duda, la adopción de las dos reformas precedentes modificaría sensiblemente la cara del capitalismo contemporáneo, remediando drásticamente una de sus taras fundamentales que es la persistencia de desigualdades sociales, que incluso tienden a agravarse, hasta hacer nacer diferencias claramente abismales. Por suerte, saldremos de esta situación que asuela profundamente a Thomas Piketty, y sobre la cual vuelve en distintas ocasiones:
“Desde luego, en Europa, la parte del 10% más rico en el total de los propietarios privados, ha pasado del 80-90% en 1900-1910; al 50-60% en 2010-2020. Pero aunque queda una parte muy alta de solo el 10% de la población, esta desconcentración se ha llevado a cabo casi exclusivamente en beneficio del 40% siguiente (cuya parte ha pasado apenas del 10%, al 30-40% del total). Por el contrario, la difusión de la propiedad nunca se ha extendido realmente al 50% de los más pobres cuya parte en el patrimonio privado total se ha situado siempre entre el 5-10% (incluso por debajo del 5%) en todos los países y en todas las épocas para los que existen datos disponibles” (pp. 1127).
Entre la atribución a cualquier persona al inicio de su vida adulta de un patrimonio equivalente al 60% del patrimonio medio y la garantía de que su renta nunca sería inferior durante toda su vida, al 60% de la renta media, las formas extremas de pobreza desaparecerían sin ninguna duda y las diferencias de renta y patrimonio se verían disminuidas. En una palabra, las capas populares vivirían sin duda globalmente mejor en el seno de un capitalismo así reformado. Pero, sea lo que diga Thomas Piketty, seguirán viviendo en una sociedad capitalista. Si puede pretender lo contrario, es que se equivoca o se ilusiona sobre lo que es el capital (como relación social de producción) y el capitalismo (como modo de producción[2].
Tratándose del capital, ya he tenido ocasión de señalar que Thomas Piketty extiende la definición a cualquier forma de propiedad privada (activos poseídos por las personas)[3]; y recupera aquí esta confusión, situando en el mismo plano su proyecto de “propiedad social” (que en efecto concierne al capital como relación de producción) con el de “propiedad temporal” (que se refiere a los patrimonios privados, de cualquier naturaleza que sean los activos que los constituyan: tierras, activos inmobiliarios, empresas o participaciones empresariales, etc.).
Así pues, bastaría con restituir al concepto de capital su sentido estricto para que las ilusiones de Thomas Piketty sobre el alcance de sus propuestas se disipen. En efecto, recordemos que como relación social de producción, el capital se caracteriza por la expropiación de los productores; su separación de hecho y de derecho de los medios de producción que utilizan; la transformación de su fuerza de trabajo en mercancía: la unificación mediante el sistema asalariado de esos medios de producción y fuerzas de trabajo, que permiten la valorización del capital-dinero anticipado para adquirirlos como mercancías, mediante la extorsión de un sobre-trabajo (de una cantidad de trabajo suplementaria a la necesaria para la reproducción de las fuerzas de trabajo) en forma de plusvalía.
En esas condiciones, el cambio de régimen de la propiedad del capital que propone Thomas Piketty no modifica para nada en lo fundamental, esa relación de producción. Ya sean propietarios de la mitad o incluso más, de las acciones de la empresa que los emplea, sus asalariados no por eso estarán potencialmente menos separados y separables de los medios de producción disponibles en y por la empresa. Se darán cuenta dolorosamente de eso, el día en que para hacer frente a la competencia o al azar del mercado (necesidad de abandonar ciertos productos o procesos de producción, necesidad de realizar inversiones, necesidad de aumentar la productividad del trabajo para reducir los costes productivos y mantenerse competitivos, etc.), estarán obligados, como miembros del consejo de administración o de la dirección de empresa, a despedir a algunos de sus colegas o incluso a aceptar su propio despido para salvar a la empresa y los empleos restantes. Aún lo verán más brutalmente en caso de la quiebra pura y simple de la empresa.
Como asalariado, que no dejará de ser, su fuerza de trabajo seguirá siendo mercancía cuyo valor continuará regido por dos factores que la regulan siempre: el desarrollo social de las fuerzas productivas (y sobre todo la productividad media del trabajo social) y la norma social de consumo en curso. En cuanto al precio de esas fuerzas productivas, oscilará tanto hoy como mañana, en función de una relación entre oferta y demanda de empleo, que ellos no podrán en ningún caso controlar. Se sentirán tentados, como gestores-accionistas mayoritarios a liberarse de esos límites a que la concurrencia intercapitalista les lleva rápidamente a adaptarse...o incluso a ponerlos en la calle.
En resumen, como asalariados de un capital concreto (una empresa capitalista), se encontrarán obligados a crear valor y plusvalía. Alineando sus modos de producir y la duración, intensidad y productividad de su trabajo, con las normas medias que operan dentro de su sector de actividad y, más generalmente, en el seno del espacio de socialización de su trabajo (básicamente el mercado) en cuyo marco operan. Incluso, cualquier eliminación duradera de tal limitación, implicaría una degradación de su capacidad para mantenerse activos y una futura desaparición, con independencia de lo mayoritarios que sean como gestores-accionistas. Por lo que atañe a la parte de la plusvalía de la que pudiesen apropiarse en forma de beneficio, dependerá, tanto ahora como en el futuro, de condiciones que controlan solo muy parcialmente al depender de decisiones de inversión o desinversión del conjunto de los demás capitales concretos que operan en su sector de actividad y también de la circulación de capital en los diferentes sectores. En lo referente a las decisiones de distribución del beneficio (entre reservas, inversiones, activos financieros, dividendos, etc.) también estarán limitadas hoy y mañana[4].
En resumen, la institución de una “propiedad social” del capital, tal como la entiende Thomas Piketty, tampoco cambiará la situación estructural de los trabajadores asalariados del capital, como otros cambios de la forma de propiedad (forma jurídica) del capital que han podido operar en el curso de la historia del capitalismo; por ejemplo, cuando se pasó de una propiedad puramente individual (el capital uninominal) a una propiedad socializada (el capital por acciones). Una vez más, Thomas Piketty se engaña por su atención exclusiva a la forma jurídica del capital que enmascara con la naturaleza de la propiedad su relación de producción.
En cuanto a la “propiedad temporal” y más ampliamente, a las propuestas lanzadas por Thomas Piketty referidas a la reforma de las finanzas públicas (de la fiscalidad y del uso de sus ingresos), operan a escala de la redistribución de la propiedad y de las rentas privadas. Dicho de otra forma, cualquiera que sea el alcance para corregir las desigualdades nacidas de las relaciones de reparto primario de ingresos entre categorías sociales (rentas de capital, de la propiedad de la tierra, del trabajo asalariado, del trabajo independiente, etc.) y su perpetuación y agravamiento durante generaciones (en forma de desigualdades de patrimonio), por definición no tienen incidencia significativa en las relaciones de producción y se sitúan más arriba.
Además, sin darse cuenta, el propio Thomas Piketty da argumentos señalando que estas propuestas se inscriben en una perspectiva de reforma de las relaciones capitalistas de producción, no en su superación. En efecto, insiste en varias ocasiones en el hecho de que esas propuestas no hacen más que retomar y amplificar reformas ya introducidas anteriormente por iniciativa del partido demócrata de EE.UU. y de los partidos socialdemócratas de Europa occidental. El hecho de la distribución de derechos de voto a los representantes de los asalariados en los Consejos de administración de las empresas se practica en Alemania (donde disponen de la mitad de esos derechos) y en Suecia (donde solo disponen de un tercio) desde finales de los años 40 o principios de los 50, muestra claramente que el capital no tiene nada que temer de ese tipo de medidas: sigue operando y prosperando, tanto en un caso como en otro. Podemos decir otro tanto dado el hecho de tanto EE.UU. como Gran Bretaña han instituido tasas marginales del impuesto sobre la renta con tipos del 70-80% durante decenios: eso fundamentalmente no ha cegado la continuación de la acumulación de capital en ambos lados del Atlántico, ni por otro lado, tampoco la acumulación patrimonial de sus tenedores.
La pretensión de Thomas Piketty de dotar a sus propuestas políticas de una virtud anticapitalista resulta tanto más curiosa, cuanto que en conjunto, precisa claramente que apoya la propiedad privada en todas sus formas, incluyendo su forma capitalista (la apropiación privada de medios sociales de producción), y a través de la misma, del trabajo social, logrado por colectivos de centenares, miles e incluso cientos de miles de asalariados como componente esencial de la “sociedad justa” que exige:
“A partir del momento en que se acepte la idea de que la propiedad privada seguirá jugando un papel en la sociedad justa, en concreto en las pequeñas y medianas empresas, es esencial encontrar dispositivos institucionales que permitan evitar que la propiedad se concentre sin límites, lo que no tendría ninguna utilidad desde el punto de vista del interés general, sean cuales sean las razones que estimulen esta concentración” (pp. 1122).
Aquí se indica claramente que no se trata de suprimir la propiedad privada capitalista (la propiedad privada de los medios sociales de producción) sino simplemente de evitar su concentración excesiva. Sabemos ya las razones que tuve ocasión de recordar al final de mi artículo anterior sobre la obra de Tomas Piketty: él propone emplear “...las instituciones de la propiedad privada para las dimensiones emancipatorias que pueden aportar (en concreto para permitir expresarse a la diversidad de aspiraciones individuales, lo que trágicamente optaron por olvidar las sociedades comunistas del siglo XX), al tiempo que las enmarca e instrumentaliza en el seno del Estado social, en instituciones redistributivas, como la progresividad fiscal, y más en general con normas que permiten democratizar y compartir el acceso al conocimiento, al poder y a la riqueza...” (pp.153).
El mismo paradigma individualista le lleva a hacer de la propiedad privada garantía del desarrollo individual (aunque no deja por otro lado de mostrar como ha podido generar las peores desigualdades y opresiones en el mundo contemporáneo) y oponerse a la reivindicación de una perfecta igualdad, no solo formal (igualdad de derechos) sino también real (igualdad de condiciones socio-económicas), dado que la desigualdad aun la considera, garantía del desarrollo individual: “La sociedad justa no implica uniformidad o igualdad absoluta. En la medida en que resulta de aspiraciones diferentes y opciones de vida distintas, y permite mejorar las condiciones de vida y aumentar la extensión de oportunidades abiertas a los más desfavorecidos, la desigualdad de ingresos y de propiedad puede ser justa” (pp, 113). Propiedad privada, libertad individual (en y para los intercambios mercantiles y relaciones contractuales), igualdad jurídica y cívica: la tríada defendida por Thomas Piketty tampoco supera claramente el horizonte ideológico de la sociedad capitalista.
El respeto que le tiene a la propiedad privada capitalista, que engloba al fetichismo, se hace aun más transparente en su propuesta de socializarla aun más de lo que lo ha sido hasta ahora. Porque, ¿cómo justificar el hecho de limitar a priori los derechos de los asalariados a la mitad de los derechos de voto en los consejos de administración o de dirección de las empresas salvo por reverencia mantenida hacia los propietarios del capital (los accionistas)? Olvidando que este último no es más que un sobrecoste (en forma de beneficios) acumulado durante años; es decir, resultado de la explotación de los trabajadores presentes y pasados. La aplicación de una auténtica justicia social consistiría en transferir la totalidad de derechos a los representantes de los trabajadores, y no solo a la mitad.
Concluyamos. Pese al hecho de prometer “superar el capitalismo”, el proyecto político apoyado por Thomas Piketty al final de su obra no tiene nada de revolucionario, sino simplemente reformista. Su “socialismo participativo” contempla refundar el proyecto socialdemócrata clásico: introduciendo reformas estructurales en el capitalismo contemporáneo para volverlo menos desigual o incluso lo menos desigual posible. Aunque el proyecto, sea suficientemente honrado por la audacia de algunas de sus proposiciones, sería inútil adornarlo con virtudes que claramente no tiene y ni siquiera tiene vocación de tener.
Cuando las relaciones de producción se vengan...
Por radical que parezca, el reformismo de Thomas Piketty, no tiene menos límites, involuntarios o voluntarios que no deban mostrarse. Como ejemplo de los primeros, conviene mencionar que sus propuestas se refieren sobre todo a las relaciones de reparto (de distribución y más en concreto de redistribución) y no a las relaciones de producción strictu sensu, que se mantienen como tales (más allá de la forma jurídica del capital modificada por la institución que él denomina “la propiedad social”). Lo que daña necesariamente su alcance. Sin embargo, las relaciones de producción siguen ejerciendo su propios efectos; son susceptibles de limitar claramente el alcance de las reformas de las relaciones de reparto defendidas por Thomas Piketty, con todo lo generosas que quieran ser.
Podemos ilustrarlo con el ejemplo de los dos beneficios mayores que él espera de esas reformas en términos de ampliación de las posibilidades de participación en la vida social y política para las capas populares, legitimando así el calificativo de “participativo” que acompaña al propio socialismo. Ante todo él espera para los miembros de esas capas la posibilidad de acceder a niveles de formación (general y profesional) superiores a las que generalmente han obtenido.
En efecto: “Si examinamos el conjunto de jóvenes adultos que cumplen 20 años en 2018, podemos estimar, basándonos en la últimas encuestas y tendencias disponibles, que la inversión educativa pública total de la que se habrán beneficiado durante el transcurso de su escolarización (de la infantil a la universitaria) se situará en una media de cerca de 120.000 €uros, que corresponden aproximadamente a quince años de escolarización con un coste medio de 8.000 €uros por año. Se trata de una situación media, en la práctica con enormes disparidades vinculadas sobre todo a la edad final de escolarización y al tipo de especialización seguida en la secundaria y sobre todo en la universitaria. En el seno de esta generación, el 10% de los alumnos beneficiarios de la inversión pública menor, habrán recibido cada uno en torno a 65.000-70.000 €uros cada uno, en tanto que el 10% de los alumnos beneficiarios de la inversión pública más importante habrán recibido entre 200.000 y 300.000 €uros cada uno” (pp. 1161-1162)
Por ello, Thomas Piketty propone corregir esta desigualdad en el ámbito de la formación inicial ampliando las posibilidades de acceso a la formación continua de la forma siguiente:
“...una persona que deje la escuela a los 16 o 18 años y que por tanto no haya utilizado del gasto educativo más que 70.000 o 100.000 €uros por su formación inicial, a imagen del 40% de una generación beneficiada con el gasto educativo más bajo, podrá en consecuencia utilizar a lo largo de su vida un capital educación de 100.000 o 150.000 €uros, para subir al nivel del 10% que se ha beneficiado del gasto más elevado en su formación inicial (vd. gráfico 17.1). Ese capital le permitiría iniciar una formación a los 25 o 35 años durante toda su vida” (pp 1164)
Razonar de esta forma es omitir o ignorar claramente que la desigualdad de rentas, no es el único, ni tampoco necesariamente, el principal factor de desigualdad en materia de formación escolar; que también juega la distribución y acumulación desiguales de “capital cultural auténtico” en el seno de las familias[5]. Y este último factor está correlacionado directamente con la división social del trabajo; la incluida entre “trabajo intelectual”·(funciones de dirección, organización, concepción, legitimación y control) y “trabajo manual” (funciones de ejecución), como eje vertebral central; una dimensión de las relaciones capitalistas de producción que Thomas Piketty no tiene en cuenta y que prácticamente no menciona nunca.
Ya que, según su postura, en la división social del trabajo (la de sus padres y la suya propia), en general no se dispone de las mismas aptitudes y oportunidades, ni tampoco se desarrollan las mismas aspiraciones y proyectos, ya sea en la formación inicial o en la formación continua, independientemente del eventual coste de acceso a esas formaciones. Y es porque, si bien la formación continua está en principio abierta a todos los asalariados, la frecuencia del recurso a esta última aumenta regularmente con el nivel de formación inicial: en 2016, ese fue el caso para el 74% de los titulados universitarios, contra solo el 22% de los titulados como máximo en estudios primarios; así la formación continua acentúa las desigualdades instituidas en la formación inicial[6]. Por otra parte es destacable que Thomas Piketty dude de su propuesta al confesar que “la posibilidad de retomar los estudios...en numerosos casos quede como mucho en mera teoría” (pp. 1164)
Por otra parte, también espera que estas reformas en términos de redistribución de la propiedad y de rentas, amplíen las facultades de participación de las capas populares en la democracia representativa. Con tal fin, recupera las propuestas de Julia Cagé, apuntando la idea de reformar las finanzas públicas de las formaciones políticas; por un lado dando “a cada ciudadano un bono anual del mismo valor, por ejemplo 5 €uros anuales, que le permitan escoger al partido o movimiento político que quiera”; por otro legislando “la prohibición total de donaciones políticas de las empresas y otras personas morales...y un techo radical de las donaciones y cotizaciones de los individuos privados (que Julia Cagé propone limitar a 200 €uros anuales)” (pp.1172). Sin embargo resulta infantil pensar que de esta forma avanzaríamos claramente con esto hacia “una democracia participativa e igualitaria” (pp. 1173).
Es olvidar o ignorar que los intereses capitalistas, de ningún modo se borrarían con instituir una “propuesta social” del capital; pueden hacerse valer en la esfera política por muchos otros medios, y mucho más serios que la financiación directa, legal o ilegal; respecto a las formaciones políticas de vocación gubernamental: los medios de difusión a sueldo; la acción continua de lobbies debidamente organizados y sostenidos; la financiación de centros de enseñanza y universitarios privados, para no recordar la colusión ideológica entre dirigentes de empresa y dirigentes políticos, salidos de la misma cuna (en Francia las grandes Écoles y las Écoles supérieures de commerce), cuando no se trata pura y simplemente de las mismas personas mediante las “puertas giratorias”.
Y sobre todo, una vez más, olvidar o ignorar que lo que inmediatamente implica un obstáculo para la participación de las capas populares en la vida política, es de nuevo su lugar en la división social del trabajo (ergo las relaciones sociales de producción) que frenan las capacidades objetivas (el tiempo libre e incluso el poder y el saber necesarios: por ejemplo, la capacidad para tomar la palabra en público) y subjetivas (por ejemplo: el sentimiento de su propia legitimidad para ocuparse de cuestiones políticas que exige tal participación. Desventajas que solo una participación activa en las organizaciones populares (asociativas, sindicales y políticas) puede compensar y desde luego no las nimias distribuciones de caudales públicos en forma de “bonos para la igualdad democrática”. Enseñanza de la historia: ¡eliminad las relaciones sociales de producción por la puerta, qué volverán subrepticiamente por la ventana, saboteando los hermosos proyectos de redistribución!
¿Qué hay más allá del Estado-nación?
Haciendo un llamamiento a la plena y persistente soberanía estatal (aunque solo sea en términos legales), las propuestas reformistas de Thomas Piketty parecen a priori inscritas en un marco estrictamente nacional. En la época de la “mundialización” neoliberal, contra quién se dirigen parcialmente sus propuestas, esto no puede dejar de suponer un problema del que Thomas Piketty es muy consciente, pero para cuya solución aporta escasos elementos de respuesta.
El problema se plantea ante todo en forma de definición del marco en el que sus propuestas tienen que insertarse. Lo ideal sería para Piketty que este marco sea lo más amplio posible:
“La solución está en organizar ésta <la mundialización> de manera distinta; es decir, cambiando los tratados comerciales actuales, por otros mucho más ambiciosos destinados a promover un modelo de desarrollo justo y duradero, que incluya objetivos comunes controlables (ante todo un impuesto justo sobre las emisiones de carbono) y dotado de procedimientos de deliberación democrática adaptados (en forma de asambleas transnacionales). Esos tratados de codesarrollo de nuevo tipo podrían incluir, si fuesen necesarias, medidas para facilitar los intercambios. Pero la cuestión de liberar los flujos comerciales y financieros ya no debe ser el meollo. El comercio y las finanzas han de convertirse en lo que hubieran tenido que ser siempre: un medio al servicio de objetivos más elevados” (pp. 1176-1177).
Evidentemente aquí se piensa inmediatamente en ese proto-Estado federal o confederal continental que es la Unión Europea (UE); y el propio Thomas Piketty, dedica un amplio apartado a sentar las bases de lo que denomina un social-federalismo europeo (pp. 1026-1055).
“El principio general es poder delegar en una Asamblea transnacional (aquí en concreto una Asamblea europea) el papel de tomar decisiones comunes referidas a los bienes públicos globales, como el clima o la investigación, y la justicia fiscal global; sobre todo con la posibilidad de votar impuestos comunes sobre las mayores rentas y patrimonios, sobre las empresas más importantes y las emisiones de carbono” (pp.1180).
Pero también incluye, que este marco pueda ser más amplio que el de la UE, contemplando colaboraciones entre la UE y EE.UU: o incluso entre la UE y la Unión Africana (pp.1182-1183). Tantos proyectos atractivos e idílicos, de los cuales, por desgracia, no nos dice nada sobre sus condiciones de posibilidad ni, por consiguiente, cómo piensa actuar para eliminar los obstáculos que se oponen a su realización, no siendo el menor, la persistencia o la exacerbación de los conflictos entre intereses nacionales, mucho más allá del aumento en potencia de los movimientos nacionalistas que los expresan y los atizan, de los que incluso la UE ha dado muestras en los últimos años.
Por otra parte, incluso ahí, el propio Thomas Piketty tampoco se conforma con este primer escenario, pues esquematiza un segundo en las últimas páginas del capítulo, donde explica que, a falta de un marco transnacional adecuado, sería legítimo y posible para un Estado-nación, desplegar sin aguardar más, algunas de las medidas reformistas propuestas antes, solo o de acuerdo con otros Estados:
“...si es esencial proponer un nuevo marco cooperativo antes de salir del preexistente, es imposible sin embargo, esperar que todo el mundo esté de acuerdo para avanzar. Así pues, es crucial imaginar soluciones que permitan a algunos países transitar la vía social-federalista acordando tratados de co-desarrollo entre sí, dejando la puerta abierta a quienes quieran unirse al proyecto. Esto es cierto tanto a escala europea como en términos internacionales más generales” (pp. 1187).
Y pone el ejemplo de la imposición sobre beneficios de las sociedades. Aunque, ahí tampoco precisa como, sin el control de la circulación de capitales, que exige para ponerse en marcha, acuerdos internacionales, los Estados que decidieran individualmente imponerla, van a enfrentarse con los medios de que dispone el capital y que emplea con largueza, y lo harían desde el día siguiente, localizando artificialmente (mediante el juego de los precios de transferencia entre diferentes establecimientos o empresas a lo largo de sus cadenas de valor internacionales) sus beneficios en paraísos fiscales.
Hay un segundo problema, de mayores consecuencias, cuya solución necesita el despliegue de un marco institucional transnacional, que Thomas Piketty apenas contempla: el que plantea la crisis ecológica de dimensión planetaria en que estamos inmersos cada vez más. Solo la menciona bajo el prisma del calentamiento global ligado a las emisiones de gases de efecto invernadero. Para hacerle frente, Thomas Piketty cuenta ante todo con la imposición sobre grandes patrimonios y elevadas rentas, cuyos titulares son los más contaminantes: “...las emisiones de carbono se concentran mayoritariamente en el núcleo de un pequeño grupo de emisores constituido principalmente por personas de elevadas rentas y grandes patrimonios en los países más ricos del mundo (en concreto en los EE.UU.” (pp.1156)
Y agrega la institución de un impuesto sobre el carbono que propone integrar en el impuesto sobre la renta que aligere su peso para los titulares de bajos ingresos y hacerlo depender esencialmente de los más acomodados:
“...con cada aumento de la tasa de carbono, se calculará el impacto medio sobre los diferentes niveles de renta en función de las estructuras medias de gasto. Y se ajustará automáticamente el baremo del impuesto progresivo sobre la renta y el sistema de transferencias y de renta básica para neutralizar su efecto. Conservando de esta forma las señales de precios (es decir, el hecho de que los consumos de más contenido de carbono, serán más caros que los de menor contenido, para provocar un cambio en los modos de consumo) pero sin gravar el poder de compra total de los más modestos” (pp.1157).
Pero, aparte de que queda por demostrar la eficacia de tales medidas respecto a la necesidad de limitar las emisiones de gases de efecto invernadero, queda mucho que hacer en los otros aspectos de la crisis ecológica global. Lejos de reducirse solo a los efectos del calentamiento climático global, afecta también a los atentados a los medios que desempeñan un papel esencial en los equilibrios ecológicos planetarios (calentamiento y acidificación de mares y océanos, derretimiento de los casquetes polares y glaciares, deforestación, deshielo del permafrost); agotamiento (rarefacción y degradación) de los recursos naturales.
Incluidos los más vitales (agua potable, aire, suelos herbáceos, biodiversidad vegetal y animal); la crisis energética vinculada a la necesidad de abandonar a muy corto plazo los combustibles fósiles (carbón, gas natural, petróleo) al igual que la aberración que es la energía nuclear; la necesidad de hacer frente a una población mundial creciente en las condiciones ecológicas que amenazan con el colapso de sistemas enteros de producción agrícola; las migraciones masivas de población que huye de la degradación de sus biotopos; sin necesidad de recordar las epidemias y pandemias que pueden provocar esos diferentes desequilibrios. De todo eso, no hay referencias en el proyecto y programa del “socialismo participativo” de Thomas Piketty, que sin embargo se propone afrontar los desafíos del siglo XXI.
¿Cómo explicar tal silencio? Es difícil pensar que tales problemas son desconocidos para Thomas Piketty o que no le preocupan. Así que adelantemos la hipótesis siguiente: ha de haber más o menos conciencia de que no pueden resolverse mediante una reforma de las relaciones de reparto (la distribución de patrimonios y rentas) del tipo que sea y que, al contrario, su solución exige, radicalmente, una ruptura de las relaciones capitalistas de producción. En concreto supondría poner fin, por un lado, a la prosecución indefinida y ciega del crecimiento de las fuerzas productivas en forma de acumulación de capital, el famoso “crecimiento” cuyas virtudes celebran cada día los economistas y del que Thomas Piketty también se congratula; por otro, a la propiedad privada de los medios sociales de producción que hace imposible cualquier control a priori del despliegue de las fuerzas productivas de la sociedad, haciendo de estas la resultante ciega y desordenada de la actividad de innumerables capitales concretos[7]. Todas esas perspectivas nos sitúan desde el principio fuera de los marcos estrictos del reformismo socialdemócrata en que se sitúa Thomas Piketty.
El callejón sin salida fundamental
Pero la principal laguna del proyecto de “socialismo participativo” que Thomas Piketty nos presenta al final de su obra está en otro plano. En efecto, el valor de un proyecto político no se mide solo por la naturaleza y alcance de los ideales que defiende y de los objetivos concretos que se propone lograr. También ha de preocuparse por definir las condiciones sociopolíticas de realización: las estrategias y tácticas propias para asegurarlo (ya se trate de la conquista y ejercicio del poder de Estado, sea de la construcción de estructuras de contra-poder populares, de la activación de movimientos sociales, de la organización de campañas de opinión, etc.; las organizaciones (asociaciones, sindicatos, partidos, y cártels de organizaciones propias para desplegar estas estrategias y tácticas, finalmente y sobre todo, las fuerzas sociales (clases y fracciones de clase, alianzas de clase, bloques sociales) que puede esperarse legítimamente movilizar y ver como se movilizan con tales objetivos.
Refiriéndonos normalmente al compromiso fordista en que se basan el crecimiento fordista y las políticas sociales de los Treinta Gloriosos, aunque sea en otros términos de los que acabo de emplear, y reivindicando su herencia, Thomas Piketty ya no puede ignorar cuántos ciclos de luchas, sindicales, políticas, ideológicas, seguidos durante decenios, y qué relaciones de fuerza en términos tanto nacionales como internacionales, resultado de dos guerras mundiales y del hundimiento del capitalismo liberal en el transcurso de los años 30, han sido precisas para llegar a tal compromiso. Por otra parte, ha debido referirse a ellas (cf. por ejemplo pp. 1118-1119) incluyendo su escala de violencia (cf. pp. 1196).
Tampoco puede prescindir que de sus propias propuestas de redistribución de patrimonios y rentas, por puramente reformistas que sean, y por ese mismo carácter, no les faltará, si se despliegan, suscitar la cólera, el rechazo y la movilización de todas las capas sociales privilegiadas a las que afecten, que no escatimarán medios de todo tipo, para defender sus intereses y no dudarán en usarlos. Sin duda esas mismas propuestas obtendrán, inversamente, el apoyo de la mayoría de las amplias capas populares que se beneficiarán de las mismas. Pero esto no basta para decirnos como suscitar y obtener su movilización ni como construir las relaciones de fuerza necesarias para lograr su triunfo.
Este silencio es tanto más sorprendente que Thomas Piketty consagra los tres capítulos anteriores de su obra a escudriñar las transformaciones de las divisiones político-ideológicas surgidas desde mediados del siglo XX en el seno de las democracias parlamentarias, sobre todo en Francia, Gran Bretaña, EE.UU., Alemania, Suecia, Italia, Polonia, Brasil e India, en función de la evolución de sus estructuras de clase, de su división en clases sociales, de las relaciones de fuerza entre ellas y de su inserción internacional, en la división mundial del trabajo, en el sistema mundial de Estados. Se podía esperar pues, que en último capítulo de la obra, la exposición de las grandes líneas de su proyecto político, estuviera acompañada de una reflexión sobre la incidencia de estas transformaciones sobre las condiciones de su realización. Y esto, precisamente, es lo que falta.
De hecho, pese a que hay algunos párrafos en que se refiere a lo que la historia contemporánea incluye de luchas sociales, de luchas que contraponen las clases sociales y sus relaciones, sus organizaciones y sus representaciones, todo ocurre como si Thomas Piketty estuviese convencido de que basta presentar su proyecto y entregarlo al debate público, para que las ideas así presentadas recorran su camino y acaben por crear, mediante las virtudes de su argumentación y la riqueza de la información estadística en que se basan, la mayoría política precisa para desenvolverse en el marco de las democracias parlamentarias. En resumen, reencontramos aquí la marca de su idealismo, en el sentido filosófico del término, que yo había dejado de manifiesto en mis dos artículos anteriores. Este idealismo aparece en múltiples formulaciones a lo largo de la obra y se transparenta en las siguientes que figuran al final del recorrido:
“Todas las sociedades humanas tienen necesidad de justificar sus desigualdades. Su historia y estructura en torno a las ideologías que desarrollan con el fin de organizar las relaciones entre grupos sociales y las relaciones de propiedad y de frontera, mediante dispositivos institucionales complejos y cambiantes” (pp.1111).
“Ignoro la forma que tomarán las crisis venideras y la forma en como aprovecharán los repertorios de ideas existentes para inventar nuevas trayectorias. Pero no hay ninguna duda de que las ideologías seguirán jugando un papel central para lo bueno y lo malo” (pp. 1113). “La historia de toda sociedad hasta nuestros días no ha sido más que la historia de la lucha de clases”, escribían Friedrich Engels y Karl Marx en 1848 en el Manifiesto del partido comunista. La afimación es pertinente, pero siento tentaciones de reformularla como resultado de esta investigación: la historia de toda sociedad hasta hoy no ha sido más que la lucha de las ideologías y la búsqueda de la justicia” (pp. 1191).
En definitiva, el proyecto de Thomas Piketty no deja sin recordar, mutatis mutandis, lo que Engels y Marx decían de los representantes de lo que ellos denominaban “el socialismo y el comunismo crítico-utópicos” en ese mismo Manifiesto:
“En lugar de la acción social tienen que poner la acción de su propio ingenio; en lugar de las condiciones históricas de la emancipación, condiciones fantásticas; en lugar de la organización gradual del proletariado en clase, una organización de la sociedad inventada por ellos. La futura historia del mundo se reduce para ellos a la propaganda y ejecución práctica de sus planes sociales.
En la confección de sus planes tienen conciencia, por cierto, de defender ante todo los intereses de la clase obrera, por ser la clase que más sufre.
...porque basta con comprender su sistema para reconocer que es el mejor de todos los planes posibles de la mejor de todas las sociedades posibles.”[8]
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Notas:
[1] Todos estos fenómenos y procesos son objeto de análisis detallados por parte de Thomas Piketty (Caps. 11 al 16) sobre los que no me es posible volver aquí. Apoyados cada vez en una sólida base empírica y estadística, sin embargo presentan los mismos defectos metodológicos y conceptuales que los que tuve ocasión de señalar en los dos artículos anteriores publicados en este mismo sitio, “Capital e ideología. Un título en trampantojo” y “De las “sociedades ternarias” a las “sociedades de propietarios”: como Thomas Piketty analiza la transición del feudalismo al capitalismo, o algunos de los que destacaré en el presente artículo.
[2] No me detendrá en la definición que Thomas Piketty da del capitalismo como “la forma concreta que toma la propiedad en la época de la gran industria y de lasa inversiones financieras internacionales” (pp.189), cuyo fundamento descansa en “la concentración del poder económico a ecala de los propietarios del capital” (pp.1117). Estos dos párrafos bastan para probar que no entiende nada de la noción de modo de producción capitalista. Así como el uso repetido de la noción de “hipercapitalismo” que no tiene ningún sentido sino se habla de hiperesclavismo o hiperfeudalismo
[3] Cf. “Capital et idéologie, Un titre en trompe-l’oeil”, op.cit.
[4] A fin de cuentas, no he hecho más que recordar las limitaciones que continúan gravando las empresas configuradas como sociedades cooperativas obreras de producción (SCOP), en las que la totalidad del capital es propiedad ede todos o parte de sus asalariados. Sorprende que Thomas Piketty haya omitido comparar la situación que imagina crear con su proyecto de “propiedad social” con la de las SCOP.
[5] Ya tuve ocasión de mencionar esta omisión o ignorancia en “Capital et idéologie. Un titre en trompe-l’oeil”op.cit. Note 7
[6] Christel Aliaga et Junel Bernard (coord.), Formations et emploi. Ed. 2018, Insee, 2018, pp. 2013. Y esto no se publicó ayer: la formación continua desplegada en 1975 ha beneficiado siempre a los mejor titulados y mejor empleados; cf. Alain Bihr et Roland Pfefferkom, Déchiffrer les inégalités, PARIS, Syros, 1995, PP. 74-376.
[7] Para un desarrollo de estas propuestas, Cf. El artículo“Capitalisme vert” en La novlangue néolibérale, La réthorique du fetichisme capitaliste, 2e édition, Laussanne-Paris, 2017.
[8] Manifiesto del Partido comunista, MARX, K. Y ENGELS, F., Obras escogidas, Ed. Progreso, Moscú pp.57.
* Alain Bihr es sociologo, miembro del laboratorio de sociología y antropología de la Universidad del Franco Condado, Francia.
alencontre.org. Traducción: Ramón Sánchez Tabarés para Sinpermiso. Extractado por La Haine.