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Europa, Pensamiento :: 07/05/2018

Theodor W. Adorno perdido en el 68. O cuando Adorno "se puso la gorra"

Miguel Mazzeo
Breve historia de un desencuentro

Theodor Wiesengrund Adorno (1903-1969) probablemente haya sido uno de los intelectuales que más influyó en el movimiento político-cultural que estalló en 1968 y que, como se constató más tarde, inauguró toda una época signada por la modificación radical en el carácter de los movimientos antisistémicos de todo el mundo.

Adorno fue el pensador más emblemático de la Escuela de Frankfurt, uno de los referentes más destacados de la Teoría Crítica y también supo ser reconocido como compositor de música “vanguardista”. Pero, además, su figura prácticamente se erigió en la conciencia moral de una porción importante de la generación de posguerra.

De ningún modo consideramos –al modo idealista– que Adorno, la Escuela de Frankfurt y la Teoría Crítica hayan instigado directamente un movimiento que respondía a causas sumamente complejas e intrincadas, emparentadas con procesos históricos relacionados, por ejemplo, con la consolidación del capitalismo de posguerra, la emergencia de nuevos sujetos (y métodos) impugnadores del sistema de dominación o las evidentes limitaciones de los socialismos reales, en particular del comunismo de hechura soviética.

Pero… ¿cuántos componentes de las subjetividades características del 68 son filiables a Adorno, a la Escuela de Frankfurt y a la Teoría Crítica? ¿Cuánto le deben el 68 y la época que inaugura a esa figura intelectual, a esa institución y a ese corpus conceptual? Sin dudas, muchísimo. Aportaron insumos teóricos básicos que sirvieron para muchas cosas, entre otras: para pensar las sociedades de capitalismo avanzado actualizando los bagajes conceptuales, incorporando diversas disciplinas y saberes, el psicoanálisis por ejemplo; para comprender los mecanismos de control e integración del capitalismo de posguerra, colocando el énfasis en el rol en las funciones ideológicas de los medios de comunicación, el arte, el consumo, las diversas formas y vías de la alienación, etc.; para dar cuenta de las limitaciones del “antiguo régimen emancipatorio” con sus formatos jerárquicos y piramidales, con sus sujetos transformadores homogéneos, con su posición de clase rígida, con sus parámetros puramente estatales, con su “lógica de los dos pasos” en los términos de Immanuel Wallerstein (esto es: primero se toma el poder estatal y desde ahí se cambia la sociedad). Esos insumos teóricos, de algún modo, inauguraron una forma de pensar la política donde no cabe la distinción entre lo público y lo privado. Y sirvieron muchísimo a la hora de dar pasos significativos en pos de la renovación del marxismo (en diversas claves, pero que incluyen algunas indudablemente revolucionarias) dando cuenta de los cambios en los sujetos, las metas, los métodos. También instalaron a la autonomía, al autogobierno, a la democracia directa y a la persecución de la felicidad y el placer como horizontes indispensables para los nuevos movimientos antisistémicos.

Adorno, la Escuela de Frankfurt, la Teoría Crítica, contribuyeron al desarrollo de una concepción del cambio revolucionario basada en la multiplicación de los frentes de lucha y sostenida en una pluralidad de sujetos subalternos y oprimidos. Asimismo, sentaron las bases para una crítica integral al capitalismo, una crítica totalizadora, en términos sistémicos pero también civilizatorios, es decir: una crítica a la civilización burguesa moderna y occidental, a su universo material e ideológico. En este sentido, también cabe hablar de aportes al pensamiento descolonizador. Porque esa crítica, indirectamente, colocaba al mundo periférico, al denominado “Tercer Mundo”, en un lugar expectante y, de algún modo, lo entronizaba como espacio de posible gestación de lo alternativo civilizatorio.

En la actualidad, Adorno, la Escuela de Frankfurt y la Teoría Crítica, no dejan de ser referencias teóricas insoslayables –sobre todo para los enfoques de fondo filosófico– a la hora de pensar, en otras cosas: el zapatismo, la experiencia de los comuneros chavistas en Venezuela; el movimiento indígena, feminista, ecologista; los movimientos de derechos humanos, antibélicos y antirracistas; el movimiento LGTBI.

Ahora bien, en el 68, Adorno perpetró una intervención arcaica. A diferencia de otros miembros de la Escuela de Frankfurt que desarrollaron sus facultades empáticas, como Herbert Marcuse o Ernst Bloch, Adorno cuestionó duramente el movimiento y se enfrentó duramente con los y las estudiantes. Su actitud fue abiertamente reaccionaria. Se mostró intolerante frente al conflicto y abiertamente hostil al sujeto multidimensional que emergía. Se comportó como un auténtico “viejo vinagre”. Similar fue la actitud de Max Horkheimer, otra figura relevante de la Escuela de Frankfurt. Aunque asumió una actitud menos beligerante que Adorno –ya estaba prácticamente retirado de toda actividad pública y académica– Horkheimer se distanció del movimiento con posiciones conservadoras. Una paradoja: en 1968 se publicó Teoría crítica, un libro que reúne algunos ensayos fundamentales de Horkheimer escritos en su gran mayoría en el transcurso de la década del 30.

Debemos tener presente que la rebeldía estudiantil (los mismo que el inconformismo generalizado) constituía un emergente de otros conflictos de fondo, una expresión más en un contexto de alza en la lucha de clases en buena parte de Europa y del mundo. Unas luchas que mostraban, además, a una nueva generación de trabajadores y trabajadoras disputando la hegemonía dentro y fuera de las fábricas, desbordando los limites de las viejas instituciones sindicales y políticas (de derecha a izquierda), de ahí el concepto de “oposición extraparlamentaria”, tan al uso del 68 y de los años inmediatamente posteriores.

Las clases y las conferencias de Adorno, en lugar de congregar estudiantes y activistas con la avidez crítico-práctica a flor de piel y con el irrefrenable deseo de obtener saberes emancipatorios y herramientas teóricas liberadoras, fueron epicentro de protestas de jóvenes encolerizados y encolerizadas. Ya en 1967 Adorno había sido abucheado por los y las estudiantes de la Universidad de Berlín. Y eso fue sólo un preámbulo.

Adorno, que había realizado algunos de los aportes teóricos más lúcidos para comprender las fuentes del autoritarismo en las sociedades capitalistas, no tuvo reparos a la hora de llamar a la policía para desalojar a un grupo de estudiantes que habían ocupado la sede del Instituto de Investigación Social que él dirigía. Adorno “se puso la gorra” (o, dicho en otros términos, cayó en una de las peores formas del “pensamiento identitario”) y puso en evidencia cierta consanguinidad entre la academia y la policía.

Adorno, que había echado bastante luz sobre los mecanismos de alienación en el marco del capitalismo “pos-industrial”, terminó cayendo en una forma de alienación y extroyectó una cuota de conciencia opresora. El crítico intrépido no supo ser auto-crítico. Le fallaron las dotes perceptivas.

Consideramos que en esos gestos radica la verdadera “oscuridad” de Adorno. No tanto en sus libros.

En una ocasión tres estudiantes mujeres, en una de sus clases, le hicieron saber de su repudio y, tal vez, de su desilusión, exhibiéndole sus pechos tremebundos e inquisidores a modo de conjuro contra tanto conservadurismo, contra tanta incoherencia. Recurriendo a una expresión más al uso de estos tiempos podríamos decir que le hicieron un “tetazo”. Esos pechos al aire no exigían otra cosa que consecuencia. Asimismo, venían a mostrarle que había una generación dispuesta a ponerle el cuerpo a sus ideas y que, además, repudiaban su ceguera política. Por otra parte, de modos diversos, la prédica de Adorno había puesto sobre el tapete el potencial crítico de la ironía y la “desvergüenza” en el marco de una concepción general que sugería una urgente renovación de los métodos de lucha contra el sistema de dominación. Entonces, él mismo había sugerido el “espíritu” de la táctica utilizada por las estudiantes. Este episodio pasó a la historia como el “atentado de los senos”. Aunque “atentado” no nos parece el término más adecuado. Tal vez sea mejor “interpelación anatómica”; o, directamente, lección: la lección de las glándulas mamarias.

¿Por qué el autor de Dialéctica del iluminismo, La personalidad autoritaria, Mínima moralia, Prismas: la crítica de la cultura y la sociedad, Sobre la meta-crítica de la teoría del conocimiento, La jerga de la autenticidad, Dialéctica negativa, entre otras obras, terminó recalando en estas posturas? ¿Por qué el pensador de lo “nunca concluido” asumió una actitud tan cerrada frente a un proceso tan copioso y repleto de aristas como el que inauguraba el 68? ¿Por qué alentó en la teoría unos quiebres que después rechazó en la práctica? ¿Por qué no pudo percatarse de la coyuntura decisiva del 68? ¿Cómo explicar su tozudez hermenéutica?

Adorno consideraba que los y las estudiantes se habían precipitado en el “accionismo”, es decir, habían privilegiado la práctica y descuidado la “argumentación crítica”. Pero… ¿acaso su propia argumentación crítica (por lo menos una parte de ella), no puede considerarse como una invitación a la práctica radical desplegada por los protagonistas del 68, sea en Berlín, en París o en México? ¿Acaso esas acciones no eran la expresión de las nuevas lógicas anticapitalistas emergentes? Adorno, que en cada acción sólo veía altas dosis de “voluntarismo”, ni siquiera pudo percibir los vínculos (o las “afinidades electivas”) entre la teoría (que en buena medida él mismo había producido) y los saberes populares prácticos que se desplegaban delante de sus ojos impávidos. Adorno desconfiaba de la praxis, veía en ella una expresión “degradada” del pensamiento. Tal vez –conjeturamos– aspiraba a imposibles decodificaciones “consecuentes” y “fieles” de sus planteos teóricos y de su bruma semántica; anhelaba un imposible control del proceso de secularización del pensamiento teórico (¡que además era/es un pensamiento con una fuerte impronta antidogmática!).

En concreto, Adorno no toleraba que los textos (todos los textos, los suyos en particular) fueran “reducidos” a la acción y que sirvieran para instituir unas mediaciones signadas por la impureza, la infidelidad y, para colmo de males, por la eficacia. Porque en Adorno –estimamos– la eficacia aparece condenada a ser la cifra de alguna inferioridad ética y/o estética. Por cierto, Enzo Traverso fue certero al caracterizar la posición de Adorno como “reduccionismo estético”, una especie de tierra movediza en la que el maestro de Frankfurt se fue hundiendo más y más a medida que buscaba distanciarse, tanto del marxismo dogmático como del reformismo evolucionista. Definitivamente: el punto más débil de Adorno fue su praxeología. Goethe, que también había nacido en la ciudad Frankfurt, decía: “toda teoría es gris, amigo, pero verde es el árbol de la vida”. Adorno contradijo a su ilustre coterráneo: se aferró a la primera y le dio la espalda al segundo; de este modo se cerró a la posibilidad de producir nueva teoría deduciéndola de las nuevas experiencias que se identificaban con unos sentidos que él mismo había ayudado a delinear.

Ya existían algunos antecedentes “anti-poéticos” en la trayectoria de Adorno. Por ejemplo, a fines de la década del 20 criticó duramente la influencia ejercida por Bertolt Brecht sobre Walter Bejamin. Afirmaba que la impronta brechtiana era perniciosa porque empobrecía los análisis de Benjamín. Ahora bien, lo que inspiraba a Benjamín no era tanto la obra de Brecht como su testimonio de vida, su praxis que articulaba los perfiles del intelectual, el militante político y social, el agitador cultural y el pedagogo popular. O sea; Adorno temía que la producción de Benjamín se llenara de vida. Va de suyo que para nosotros y nosotras el vínculo Brecht-Benjamin fue de lo más fructífero. Cuatro décadas antes del 68, Adorno ya estaba convencido –y se encargó decírselo a Benjamín en tono seco y áspero– de que sólo la teoría podía romper con “el encantamiento”. ¡La teoría!, la “buena teoría”, que para Adorno debía ser “determinada” y “especulativa”. De la praxis, de sus capacidades extraordinarias para exceder la alienación y el fetichismo, ni hablar. Estos antecedentes anti-poéticos también son anti-políticos, porque Adorno se espantó cuando la lucha de clases se convirtió en revuelta, barricada y enfrentamiento cuerpo a cuerpo.

Los enfoques y planteos frankcfurtianos, que habían sido desoídos o repudiados abiertamente por una izquierda anacrónica y conformista, calaron hondo de una nueva generación que comprendió la inmanente politicidad de los mismos y que, sin decodificarlos como recetas, se decidió a llevarlos a la práctica. Pero los intelectuales más representativos de la Escuela de Frankfurt –Adorno y Horkheimer– le dieron la espalda.

Adorno “perdido” en el 68, fosilizado, incómodo en lo que debería ser para él un entorno libidinal y gratificante, puede servirnos para analizar las taras de algunos intelectuales dizque de izquierda, radicales, o por lo menos “progresistas”, frente al movimiento real: la prioridad asignada a los conceptos prefijados por sobre la experiencia y los nuevos conceptos que ella produce; la presunción de que el pensamiento es auto-garante exclusivo de su verdad y que no requiere “verificaciones externas” (una especie de omnipotencia mágica del pensamiento); la costumbre de utilizar los saberes teóricos y universales para generar relaciones de dominio sobre sujetos plebeyos no “ilustrados” y relaciones paternalistas sobre “discípulos” y “discípulas”; las limitaciones para salir del campo de lo ilusorio, lo superficial y lo abstracto; el desinterés por las conexiones orgánicas con las organizaciones populares, por las encarnaduras concretas de la teoría; la incapacidad para desarrollar empatía con los cuerpos rebeldes; en fin: la ambivalencia volitiva y las dificultades para vivir la condición intelectual en el marco de categorías socio-culturales distintas a las dominantes.

Creemos que en el 68 Adorno se comportó como un intelectual más iluminista que dialéctico. No sólo afloraron todos los prejuicios burgueses que arrastraba, no sólo se pusieron en evidencia los perfiles más nítidos de un genuino producto de burguesía europea de la primera parte del siglo XX, con papá rico comerciante, con mamá culta cantante lírica. Emergió la figura del intelectual que se había formado exclusivamente en los pasillos y claustros de la Universidad de Frankfurt, del Merton College de Oxford, de la Universidad de Columbia y Princeton, en el Instituto de Investigación Social: una larga trayectoria intelectual en ambientes homeostáticos y en universos herméticos, una historia de vida en la que jamás había asumido alguna referencia política explícita.

Ciertamente, esos ambientes supieron desarrollar perfiles abiertamente anti-escolásticos y de ningún modo inhibieron las capacidades de dar cuenta de un conjunto de experiencias de vida, en fin, de la realidad. Pero Adorno se posicionó como un negador del mundo –casi al modo agustiniano– cuando fue interpelado directamente por la dialéctica cruda y cuestionadora de los acontecimientos. Entonces, resulta evidente que estos ambientes que saben instruir en el anti-escolásticismo también pueden favorecer las actitudes inquisitoriales. Pueden contribuir a la apertura de un campo de acción y después rechazar las acciones concretas que se suceden en ese mismo campo. Pueden promover la expansión de las ideas que preparan los cambios futuros y después no asimilarlos o no reconocerlos cuando el porvenir se torna presente, cuando el futuro arriba sin pedir permiso, o cuando la teoría se manifiesta como potencia y en los márgenes. En efecto, el anti-escolásticismo, el rigor teórico y la riqueza conceptual resultan indispensables pero no alcanzan para suturar la escisión entre teoría y práctica. Son condiciones necesarias pero no suficientes para lucidez política estratégica.

Adorno en el 68 se mostró como un representante de la cultura ilustrada y erudita, de la “alta cultura” en cuyos límites pretendió confinar a la Teoría Crítica. Adorno no se jugó. No supo como poner el cuerpo porque, de algún modo, pertenecía a una estirpe de académicos acartonados, agrisados y entrópicos, poco predispuesta a esa faena. Su principal error fue insistir con la pretensión de dar “luz” y “conciencia” mientras que los y las estudiantes, los trabajadores y las trabajadoras le reclamaban fraternidad, recato, acompañamiento. Adorno quiso ser un “juez objetivo” cuando las circunstancias y su propia trayectoria intelectual lo demandaban como un testigo de parte. No pudo reconocer en el movimiento iniciado en el 68 una posible prueba de la legitimidad de sus propias concepciones.

Adorno, tan agudo y preclaro a la hora de analizar el funcionamiento de las sociedades capitalistas modernas, no pudo reconocer que algunas de las muchas cosas que el 68 venía a cuestionar eran: la división del trabajo capitalista, la escisión entre especialistas y profanos, las tradicionales jerarquías de saberes, la conversión de los saberes ilustrados en poderes adivinatorios, el sacrosanto respeto a las viejas y sacralizadas formas de autoridad, los roles de los y las intelectuales “convencionales”, entre otros factores histórico/genéticos de la alienación.

La época que inauguró el 68 se caracterizó por la puesta en valor de un conjunto de saberes plebeyos, por la revalorización de la experiencia, pero también –y lejos de todo oscurantismo– de los saberes teóricos que de ella se derivan. En síntesis: otra teoría emancipatoria flexible y diversa para otro capitalismo, más complejo y poroso. Una opción por los ámbitos al aire libre más que por los cenáculos, por el protagonismo de “uno mismo” y “una misma” (incluyendo a los cuerpos disidentes), por las relaciones cara a cara y cuerpo a cuerpo. Una refutación de la inevitable (e insoportable) soledad del pensamiento y de su desasosiego permanente. Una convocatoria a la construcción fraternal y afectiva del conocimiento. Y el consiguiente desdén por toda cultura del poder. En este aspecto, el 68 no sólo venía a rechazar al estalinismo y al marxismo-leninismo en sus versiones más estériles, sino que también ponía en evidencia algunas de las limitaciones del fértil “marxismo occidental”.

Al mismo tiempo, el 68 también recuperaba el horizonte de audacia y compromiso propuesto por algunas de las Tesis sobre Feurbach de Marx. Concretamente, de la Tesis II que sostenía que “el problema de si la verdad objetiva compete al pensamiento humano no es un problema teórico sino un problema práctico”; de la Tesis III, que planteaba que el educador tenía la necesidad de ser educado; y, claro está, de Tesis XI, la más ilustre, la que establece que los “filósofos” no debían limitarse a comprender el mundo sino a transformarlo. En el 68, Adorno desconsideró estas tesis.

Creemos que, en lo que atañe al campo intelectual, Adorno permaneció fiel a un esquema previo al 68. (Y aquí el termino “campo” se aproxima bastante al sentido que le asignara Pierre Bourdieu). Eso, claro está, no podía dejar de tener consecuencias políticas. Adorno fue tan capaz de comprender las nuevas lógicas del sistema de dominación del capital como incapaz de comprender todo aquello que nacía para cuestionarlas y excederlas. Esta incomprensión estaba fundada en carácter irremediable que Adorno asignaba a esas lógicas. Luego, no dejaba de ver en las clases subalternas y oprimidas un producto pasivo y relativamente homogéneo. Su actitud, también, se corresponde con una profunda desesperanza, con una mirada pesimista y fatalista que inhibía toda empatía con rebeldías, sublevaciones y resistencias y propiciaba la impotencia práctica. Con este gesto de capitulación, de alguna manera, Adorno prefiguraba algunos rasgos de la posmodernidad. Tal vez, por todo esto, no pudo captar el contenido más profundo (“orgánico”) del movimiento que se desplegaba frente a sus narices. No percibió la magnitud y la riqueza de las experiencias que condensaban y comunicaban las luchas del 68.

Adorno falleció en 1969 de un paro cardíaco mientras se dedicaba a la práctica del esquí en Valais, Suiza. En correspondencia con su corazón, el mundo explotaba.

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