Ucrania y el orden jurídico internacional
Los momentos de dificultad, especialmente si se producen en un contexto de exageración del peligro y pesimismo generalizado por las opciones sobre la mesa, provoca un clima de histeria habitualmente acompañado de argumentos que ponen de manifiesto cierto nivel de desesperación. La derrota de Kamala Harris, las dificultades que Ucrania está sufriendo en el frente y cualquier tímido intento de abrir la puerta al diálogo provocan en estos momentos dos tendencias mediáticas claras, ambas con un elevado grado de exaltación.
Una parte de la prensa occidental ha comenzado a ver en la llegada de Donald Trump el cambio necesario para lograr un avance hacia la paz y una salida a una guerra que ha demostrado no ser ganable para Occidente. Mientras tanto, otro sector llama a la movilización de los recursos de los demás países para evitar la catástrofe que suponen que presagia el punto de vista del presidente electo de EEUU. Entre esas dos teorías parece no existir el término medio que vea que la paz por medio de la fuerza tiene más de fuerza que de paz y que, incluso en caso de lograr que las partes en conflicto acepten sentarse en una mesa de negociación, no hay certeza de que un acuerdo vaya a ser posible y sostenible en el tiempo. Los precedentes de esta guerra indican que incluso un acuerdo firmado puede llevar a un fracaso y a una guerra aún más amplia y que las palabras de Donald Trump sobre la paz no siempre se traducen en acciones destinadas a lograrla.
La situación es especialmente delicada para la Unión Europea, que entre una mayor subordinación a EEUU en materia de seguridad, energía y política exterior y la búsqueda de una articulación de autonomía continental ha elegido la primera. La reafirmación de esta situación, que se ha traducido, por ejemplo, en la ruptura de las relaciones comerciales con Rusia, especialmente importantes en el sector de la energía y materias primas, se ha producido en un momento en el que tanto para Demócratas como Republicanos Europa ha dejado de ser una prioridad. Esta realidad es aún más perceptible en el caso de Donald Trump, cuyo equipo de política exterior está formado por halcones contrarios a China e Irán, lo que pone de manifiesto que los intereses geopolíticos estadounidenses se encuentran en dos zonas del planeta: Asia-Pacífico y Oriente Medio.
Ese es el contexto del desinterés de Donald Trump y su equipo por la guerra de Ucrania, lo que no significa que la nueva administración vaya a cesar el suministro de armamento o abandonar Ucrania tal y como parecen presagiar algunos exponentes de las facciones proucranianas más radicales. Es más, una de las fórmulas para obligar a Rusia y Ucrania a negociar es el suministro de armas: aceptar negociar supondría para Kiev el aumento del flujo de armamento que exige, situación que se repetiría, en este caso como represalia, en caso de que Moscú rechazara participar. Sin embargo, cualquier mención a la paz es considerada por ciertos sectores del establishment estadounidense o por la Unión Europea como el anuncio del abandono de Ucrania, lo que está provocando la aparición de todo un subgénero periodístico de catastrofismo vinculado al resultado de la guerra.
“La Rusia de Putin se comporta con una mentalidad imperialista al estilo del siglo XIX, amenazando a sus vecinos, sobre todo en Europa. Sin embargo, no se trata sólo de una amenaza existencial a la seguridad de Europa. La flagrante violación de la Carta de las Naciones Unidas por parte de Rusia también amenaza la paz mundial”, escribió la semana pasada en su último artículo como Alto Representante para Política Exterior y de Seguridad de la Unión Europea Josep Borrell. La Unión Europea, que se permite dar órdenes a potencias que le superan en capacidad industrial y económica como China, es capaz de ver imperialismo en las acciones ajenas, pero no de mostrar la más mínima autocrítica a su gestión del conflicto, aparentemente el único existente en un mundo que, antes del 22 de febrero, era un remanso de paz roto únicamente por las acciones de Moscú.
El artículo de Borrell es, a la vez, una defensa del régimen de sanciones y una plegaria a los países del Sur Global, que han preferido ejercer de mediadores antes que unirse a las medidas coercitivas que no van a lograr más que crear divisiones y odios entre países. “Los 193 Estados miembros de la ONU tienen la obligación de preservar el orden internacional basado en la Carta de las Naciones Unidas. Ante los claros incumplimientos del derecho internacional, la UE está dispuesta a asumir su parte de responsabilidad en un mundo justo y ordenado imponiendo sanciones a quienes intenten socavarlo”, afirma Borrell -sin mencionar a Israel-, que exige la ruptura de relaciones económicas con Rusia a los países que han rechazado aplicar unas sanciones que, pese al débil argumentario del diplomático europeo son unilaterales y, por lo tanto, no de obligada adhesión.
En realidad, la postura de Borrell no difiere en absoluto de la de los miembros del equipo de política exterior de Trump, que se han mostrado favorables a ahogar la economía rusa a base de imponer sanciones al gas natural licuado y ahondar en las sanciones secundarias con las que esperan conseguir que países como China o India, que están obteniendo beneficios al ejercer como terceros países en el comercio, se vean obligados a aceptar el diktat occidental. Sin embargo, como han demostrado la docena de paquetes de sanciones impuesta desde la invasión rusa, aplicar un bloqueo similar al de Cuba al país más grande del mundo y que comparte frontera con su principal aliado es mucho más difícil en la realidad que sobre el papel.
Las sanciones son solo una de las herramientas que el mundo libre ha utilizado y, en opinión de los líderes occidentales, debe seguir utilizando. El suministro militar, el sostenimiento económico del Estado ucraniano y la reconfiguración de las alianzas para cerrar aún más la política de bloques en esta especie de nueva guerra fría militar contra Rusia y económica contra China son otros de los aspectos importantes y, según la narrativa occidental, que rechaza la diplomacia como vía de retorno a la política, todo ello es necesario para superar el peligro existencial en el que se ha convertido Moscú.
La guerra proxy de la OTAN, en la que Ucrania es sacrificada como víctima inocente -en gran parte de forma voluntaria, al menos por parte de sus autoridades, que presentan al país como herramienta en una guerra contra el enemigo común-, es el reflejo de todo ello. Eso ha provocado toda una literatura de exaltación nacionalista, en muchos casos producida desde el extranjero e ignorando las grandes cantidades de hombres ucranianos que tratan de evitar luchar, en la que Ucrania es la última barrera de protección de la civilización.
“Gracias a los ucranianos, el orden jurídico internacional se mantiene. Depende del principio de que las fronteras son inviolables, que ellos defienden. Gracias a los ucranianos, la guerra nuclear es menos probable. Como resisten las amenazas nucleares de una potencia nuclear con una respuesta convencional eficaz, otros países no están construyendo armas nucleares. Si los estadounidenses optan por debilitar a Ucrania, esto cambiará rápidamente. Y Ucrania está disuadiendo a China de llevar a cabo acciones ofensivas en el Pacífico al demostrar lo difíciles que son esas operaciones”, ha escrito recientemente, por ejemplo, Timothy Snyder. Historiador experto en Ucrania, pero a quien sus opiniones ciegan tanto a la hora de ver el papel de la extrema derecha (Snyder ofreció un puesto universitario a Olena Semenyaka, una de las principales ideólogas del movimiento Azov) como al exagerar hasta el infinito la importancia de Ucrania en el mundo y que ignoran, por ejemplo, lo que los bombardeos israelíes contra Gaza y Líbano suponen para el orden jurídico internacional.
No es casualidad que este tipo de discurso, que denota la preocupación por la situación, se produzca en estos momentos, cuando las tropas ucranianas sufren para mantener sus ya escasas posiciones en Kursk y lenta pero constantemente ceden terreno en Járkov y Donbass. En las últimas horas, se han constatado avances rusos dentro de la ciudad de Kupyansk (perdida por Rusia en el ataque relámpago de septiembre de 2022 y ahora con los defensores ucranianos huyendo) y en los alrededores de Kurajovo, donde Rusia ha cortado la ruta N15, que antes de la guerra unía Zaporozhie y Donetsk y que es clave en el suministro de las guarniciones que luchan en el sur y oeste de la región de Donetsk.
Además de las dificultades en la línea del frente, Ucrania está sufriendo también la escasez de defensas aéreas que, unida a la mejora de la táctica rusa en su uso de la aviación, hace posibles ataques masivos como el que se produjo el domingo contra infraestructura militar y energética en una elevada cantidad de ciudades de Ucrania (Kiev, Odessa, Nikolaev, Krivoy Rog, Jmeltnitsky, Poltava).
“Rusia ha lanzado uno de los ataques aéreos más grandes: drones y misiles contra ciudades pacíficas, civiles durmiendo, infraestructuras críticas. Esta es la verdadera respuesta del criminal de guerra Putin a todos aquellos que le han llamado y visitado recientemente. Necesitamos paz por medio de la fuerza, no contención”, escribió en las redes sociales Andriy Sibiha, ministro de Asuntos Exteriores de Ucrania.
“Putin solo entiende el lenguaje de la fuerza. Y fuerza quiere decir armas”, añadió Andriy Ermak que, por supuesto, no mencionó los crecientes ataques ucranianos con drones en Rusia, incluidas refinerías de petróleo mientras Kiev y Moscú negociaban en Qatar el alto el fuego parcial que excluyera de los objetivos de ambas partes las infraestructuras energéticas. Ese acuerdo debió alcanzarse el pasado agosto, cuando el inicio de las conversaciones (una negociación indirecta mediada por los países del Golfo) se vio interrumpido por la aventura ucraniana en Kursk.
El ataque del domingo, con más de un centenar de misiles y un número similar de drones, fue el más amplio de los últimos tres meses y uno de los más importantes desde el inicio de la guerra rusoucraniana. El bombardeo puede criticarse al centrarse en las infraestructuras críticas del país que, como pudo verse ayer, implica apagones y problemas de suministro eléctrico y de calefacción para la población civil durante la temporada de frío, pero sus blancos y sus resultados desmienten las palabras de Sibiga de que fue un ataque contra la población civil que se encontraba durmiendo. La hora del ataque, al amanecer del domingo, indica precisamente lo contrario, un intento de no provocar víctimas civiles.
Aun así, todo ataque a las infraestructuras civiles, que van a seguir produciéndose mientras no existan perspectivas reales de alcanzar un acuerdo de paz, implica el aumento del sufrimiento de la sociedad, algo evitable únicamente con el final del conflicto. Por la mañana, Ucrania informaba de dos fallecimientos (posteriormente, la cifra ascendió a cuatro, suficiente para que Ermak lo calificara de genocidio), una cifra reducida teniendo en cuenta el número de misiles utilizado (120) y que, aunque condenable, no puede compararse con las al menos 72 muertes que provocó, al mismo tiempo que el ataque ruso en Ucrania, un bombardeo israelí en el sitiado norte de Gaza.
Sin embargo, es el primero y no el segundo el que pone en jaque la paz mundial y el orden jurídico internacional y es contra Rusia contra quien hay que dirigir el régimen de sanciones. Y mientras Ucrania recibe el permiso de EEUU, Francia y el Reino Unido para utilizar misiles occidentales en territorio ruso (por el momento, en la región de Kursk) y responder al ataque ruso, la población palestina sigue sitiada por Israel, que a su vez sigue recibiendo apoyo político, diplomático y suministro de armamento para continuar atacando Gaza y Líbano.
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