[Vídeo] En el tiempo de los monstruos, todas las fuerzas represivas son asociaciones ilícitas
Las investigó metiéndose en sus narices. Una conversación que incluye algunas reflexiones sobre el periodismo.
Nació en La Paz, Bolivia. Muy joven, viviendo en Argentina, debió exiliarse para salvar su vida. En México, casi sin proponérselo, empezó a trabajar de periodista. Cuarenta años después es una de las plumas destacadas y uno de los más conocedores en temas de criminalidad y en los llamados “policiales”.
Escribió libros inevitables (La Bonaerense, Los doblados, El otoño de los genocidas), coguionó con Pablo Trapero El Bonaerense y una crónica suya inspiró otro film, El túnel de los huesos (de Nacho Garasino).
Escribe en Tiempo Argentino, “una experiencia cooperativa que está buena, pese a que es fruto de una situación traumática”. El diario fue recuperado por trabajadoras y trabajadores tras al abandono de los empresarios Szpolsky y Garfunkel. “Y formé parte de El Porteño, otra experiencia cooperativa que, sin darnos cuenta en el momento, se transformó en emblemática”, recuerda. También escribe en otros varios medios, como La Izquierda Diario.
Confiesa que aún hoy sigue descubriendo muchas cosas sobre los años 70: “Es una época que para mí todavía tiene muchos enigmas, y aunque mi pensamiento hoy no es igual al de entonces, es imposible olvidar a las personas, a los autores y a las músicas que me contagiaron aquellas utopías”.
Sobre esos enigmas y ese pensamiento charlamos una tarde de julio en un bar de Buenos Aires. En el video, la versión completa de este diálogo, y por escrito, los tramos principales de la entrevista.
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El libro La Bonaerense ya tiene 21 años de publicado (1997). ¿Qué cosas se mantienen intactas de aquella Policía?
Creo que lo único que cambió es la percepción que hay sobre las agencias policiales. Aunque suene poco humilde señalarlo porque soy el autor, antes de la publicación del libro se hablaba de la Bonaerense solo en términos de gatillo fácil. Es decir del único delito sin lucro que comete esa fuerza.
El germen del libro fue una nota que hicimos con Carlos Dutil en Noticias, titulada “Maldita Policía”. Ahí nos dimos cuenta de que no era solo una milicia que cometía deslices balísticos sino que era una asociación ilícita. La mayoría de los comisarios tenían un tren de vida absolutamente desmesurado con respecto a sus sueldos. Tenían flotas de autos de alta gama, uno tenía un yate y otro una mansión en Beverly Hills.
En el libro decimos que todo delito en la provincia tenía su precio y que la recaudación era el sistema de sobrevivencia de la Policía y el secreto de su autogobierno. O sea, descubrimos que son Estados dentro del Estado. Y hablo en plural porque con los años comprendí que ese es el protocolo de todas las agencias policiales del país, tanto federales como provinciales.
¿Algo cambió en estas dos décadas?
Hubo reformas, pero más por urgencias políticas que por voluntad de sanear esos focos infecciosos. Aunque, francamente, en medio de un sistema como este no sabría cómo sanearlos. Habría que sanear a la Justicia, al poder político... Habría que sanear a la sociedad. Convertir a esta democracia fallida en algo parecido a la Atenas de Pericles. En una sociedad que no es normal no puede haber una policía normal.
No sé si rescato, pero sí al menos le pongo la atención, a la experiencia de (León) Arslanián. Él analizó cómo son las vías de recaudación de la Bonaerense, que arrancaban en las comisarías y en las patotas de investigaciones, subían a las regionales y de ahí a la Jefatura, que hacía el reparto. Entonces decidió descuartizar esa estructura en siete u ocho departamentales autónomas y descabezó la figura de jefe. Pero se encontró con un problemita: la Bonaerense es como el agua, toma la forma del envase que la contiene.
Lo que en tiempos de Klodczyk era una empresa perfectamente aceitada, con Arslanián se convirtió en una serie de hordas policiales autónomas que, en sociedad con los intendentes, se disputaban entre sí el financiamiento y el delito.
Por otro lado, en vez de aliviar el problema, la sobredimensión numérica de las policías no garantiza la seguridad, la empeora. Y la creación de nuevas policías la empeora aún más, como las “locales” que son una fábrica en serie de Chocobares.
¿Por qué todos los gobiernos terminan aumentando el número de agentes? La Bonaerense pasó de 45 mil hace veinte años a 100 mil hoy
Porque es para luchar contra la desocupación (sonríe)... Yo creo que eso es lo que la sociedad pide y a ellos les viene bien.
¿La sociedad lo pide o es el discurso oficial el que dice “la sociedad lo pide”?
Ellos “pactan” con la sociedad a través de la demagogia punitiva, demostrando fuerte presencia policial en la calle. Y eso lo consiguen reclutando más agentes, cada vez menos adiestrados, más brutos y con más actores políticos. Hace veinte años el vínculo entre la Policía y el poder político era entre la Jefatura y el gobernador. Ahora todos los intendentes son pequeños caciques, pequeños señores de la guerra.
Y fijate que si un conocimiento se diseminó en el “espíritu público” es que la cana gerencia el delito. La víctima de una entradera sabe que esa banda que entró en su propiedad es enviada por la Policía. Pero ni bien esa banda se escapa ¿qué hace el damnificado? Llama a la Policía y reclama más seguridad. Es surrealista.
En otros libros te metés con los servicios de inteligencia y con las fuerzas armadas. ¿Cómo definirías al aparato represivo estatal de conjunto?
Desde tiempos inmemoriales vivimos en una sociedad represiva. Y hay organismos que, siendo brazos represivos de excepción, cumplen funciones durante tiempos no excepcionales. El Ejército, por ejemplo, que en la época de la Patagonia trágica mataba miles de obreros rurales y volvía a sus cuarteles; pero en 1930 se quedó. Y terminó apareciendo el partido militar, que es un partido leninista al revés, un partido de vanguardia de las clases dominantes.
Si bien la corrupción de la Bonaerense es tan argentina como el mate o el colectivo, el rol de aparato militar y de los servicios de inteligencia en esta sociedad durante todos estos años, y especialmente desde mediados del siglo XX, es fruto de la Guerra Fría y la Doctrina de la Seguridad Nacional.
Ahora estamos bajo el imperio de la doctrina de las “nuevas amenazas”, tan disímiles como el terrorismo, el narcotráfico, los mapuches y las lluvias. En nombre de cualquier calamidad se puede convocar a la legítima violencia del Estado. Esta doctrina plantea que las batallas del siglo XXI se van a desarrollar en las calles, en los edificios, en las barriadas más miserables del mundo.
El enemigo ya no es el comunismo. En Europa son las hordas de inmigrantes harapientos que tratan de llegar donde no exista una hambruna como la de sus países de origen. Ese el verdadero enemigo que tiene ahora el poder. Otro es la longevidad de los ancianos, como bien lo dijo Christine Lagarde.
Entre las mutaciones de una era, una especie de purgatorio de la historia donde el siglo XX ya terminó y el XXI no termina de arrancar (“el tiempo de los monstruos”, diría Gramsci), la Policía se encarga de cosas que antes se encargaba el Ejército (desestabilizar a gobiernos más o menos democráticos y ejercer un control militar sobre la población en gobiernos no tan democráticos, como este) en tanto las fuerzas militares son convocadas a cumplir tareas policiales. Hay un cambio de roles.
¿Cómo es el aparato represivo en la era Macri?
Las tres grandes obsesiones del macrismo en materia de “seguridad” son el control del espacio público, la represión política y la persecución de funcionarios del gobierno anterior y a dirigentes que molestan demasiado.
Todos los brotes represivos que hubo durante gobiernos no militares (los fusilamientos de la Patagonia de Yrigoyen, el plan Conintes de Frondizi, la Triple A de Isabel, la represión de Fernando de la Rúa y de Eduardo Duhalde) tenían por objeto disciplinar y contener por la fuerza situaciones de beligerancia social ante medidas impopulares.
Ahora el macrismo, además, lo hace por marketing: se avivó de que la represión causa beneplácito en el sector de la sociedad a la cual considera su clientela y en sectores que cree que pueden llegar a convertirse en su clientela.
Hay dos personajes protagónicos en esto: Patricia Bullrich (ministra de Seguridad) y Oscar Aguad (ministro de Defensa)
De alguna manera son los garrotes del régimen. Sobre Bullrich hasta se podría escribir un libro (sonríe con complicidad)... No bastan adjetivos para calificarla. Es la pieza perfecta que encontró el gobierno para su política de disciplinamiento y control social. No lo digo por su eficacia, sino por su brutalidad.
Hay un diputado mendocino, Luis Petri, que es la espada de Bullrich en la Cámara. Tiene un envoltorio democrático pero está a la derecha de Atila. Yo los he escuchado hacer el siguiente razonamiento: “¿cuántos delitos contra la propiedad se cometen en el año? Cien mil. ¿Cuántos presos hay en Argentina? Treinta mil. O sea, faltan setenta mil presos”.
Así razonan.
¿Qué podemos decir de una ministra que lleva a un homicida como Chocobar a ser felicitado por el Presidente? ¿Y qué podemos decir de Macri que lo felicita? Ya está.
Y Aguad tiene una virtud absolutamente necesaria para su trabajo: es un burro. Lo ponen en el Ministerio de Comunicaciones, opina que internet es la tecnología que se viene y hace estallar a las redes sociales. Pero al mismo tiempo pulverizó la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual y su autoridad de aplicación. Y le condonó, sin que le tiemble el pulso, la deuda del Correo a Macri. Eso, un tipo que funciona con el cerebro y no con médula espinal, por más hijo de puta que sea tiene algo de pudor y no lo hace. Pero él no tiene problema.
¿Qué pensás cuando vuelven con la idea de que las Fuerzas Armadas actúen en seguridad interior?
Durante la dictadura uno de los chascarrillos que corrían decía que los milicos sabían hacer de todo, hasta operaciones a corazón abierto, si se lo proponían. Hoy, cuando dicen que los milicos pueden cumplir funciones no castrenses, estamos volviendo a ese discurso. Lo cual no es nada gracioso.
En El otoño de los genocidas (2017) demostrás a través de historias personales el nivel de impunidad y de reciclaje de muchos peligrosos represores desde el 83 a esta parte
Las notas que recopilo ahí son una indagación no sobre el espíritu militar sino sobre el espíritu del asesino que pertenece a una fuerza armada que se dedica a la “seguridad interna” y a la lucha contra enemigos no convencionales. Y un milico que lucha contra un enemigo no convencional no es un milico, es un asesino.
De esos tipos no se sabe mucho. A lo sumo sus nombres, dónde prestaron servicios y algunas de sus aberraciones. A mí me interesaba saber más acerca de esos tipos que tienen cargos gerenciales en sistemas cifrados en el exterminio. Si llegué a alguna conclusión sobre ellos es que cada uno reproduce a la perfección lo que Hannah Arendt llamaba “la banalidad del mal”. No son monstruos con garras. Son algo peor. Son seres humanos, tipos comunes. Y eso es lo que los hace monstruosos.
Si a vos te preguntan qué es la impunidad, le das El otoño de los genocidas y ahí está casi todo dicho
Exactamente. El Código Penal y el derecho no establecen una pena suficiente que pueda lavar las cosas que hicieron.
¿Cómo y cuándo arrancó tu trabajo como periodista? ¿Tienen que ver esos inicios con las propias historias que contás?
Sí, desde luego. Mis comienzos periodísticos fueron muy azarosos. En mi vida había estudiado periodismo. Hubo toda una serie de coordenadas por las cuales me terminé dedicando tanto al género delincuencial propiamente dicho como a estas temáticas.
Supongo que el interés en estos sujetos como mi forma de investigar tienen que ver con mi adolescencia. Mi juventud se dio en una época donde todos militábamos. Y las tareas que yo tenía como militante tenían que ver con el área de informaciones. Ahí empecé a “estudiar” periodismo.
Exiliado en México, sin laburo, me contacté con Carlos Ulanovsky, que era jefe de redacción de la revista Interviú. Uno de mis primeros trabajos fue alrededor de una secta vinculada a la “cienciología”. Carlos me dijo que él siempre había querido hacer una nota sobre esa secta pero no sabía cómo entrarle. Yo le dije “entrando” y me anoté en uno de sus cursos.
Después en El Porteño y en Cerdos y Peces empecé a hacer mis primeras notas policiales. Y después entré al diario Sur, que dirigía Eduardo Luis Duhalde. Él ejerció gran influencia en mi carrera. Siendo secretario de Derechos Humanos me llevó a una unidad de investigaciones sobre terrorismo de Estado, donde le saqué mucho jugo al archivo. De allí nació y se moldeó mi libro Los Doblados sobre el Batallón 601.
¿Cómo ves hoy al periodismo, sobre todo en temas como estos?
Más allá de los problemas coyunturales (como la falta de medios) no es una buena época. Los avances tecnológicos en vez de allanar un montón de problemas que tenía el periodista cuando no tenía esos medios, de alguna manera establecen una mordaza metodológica. Lo que tendría que servir para facilitar la expresión y la difusión periodísticas de personas que, sin internet, no tendrían voz, de alguna manera termina reduciendo el impacto cualitativo de la noticia.
Ahora se mide una nota no por su calidad ni por su impacto sino por los minutos en los que se tarda en leerla. Lo que antes era un epígrafe ahora es una nota.
Por otra parte, todo se hace delante de la pantalla, el periodista investiga sin moverse de la silla. Es como pagar la tarjeta de crédito sin moverte de tu casa. El problema es que hacemos periodismo y no trámites. ¿Cómo afecta eso a las crónicas? Estamos leyendo crónicas de personas que no van al lugar del hecho. Que salgan, que vayan a tomar un café a ver cómo es la calle por lo menos.
¿Y a los periodistas, al gremio, cómo lo ves?
En una época existía la falsa discusión entre “periodismo militante” y “periodismo independiente”. Yo pienso que los únicos periodistas independientes son los que están desocupados. Porque laburás para empresas y hay situaciones que, o gambeteás con elegancia, o son fatalidades que no podés gambetear.
Somos periodistas y no empresarios. Y encima hoy ya no hay empresarios periodistas, como (Natalio) Botana, que era un hijo de puta pero era un gran periodista. O como (Jacobo) Timmerman. O como (William) Hearst, el “ciudadano Kane”.
Más allá de los intereses y de la cosmovisión que uno tiene en la vida, hay algo que explicaba muy bien Leonardo Favio, que es el punto de vista. ¿Qué quiero decir? Que cada uno no escribe según su ideología. Feinmann o Majul no escriben imbecilidades porque se lo proponen sino porque lo son. En ese sentido cada uno expresa lo que es su forma de mirar. Y quizás eso sea la ideología. Favio decía que el encuadre, que es el punto de vista, es un tema moral. Porque cuando uno encuadra está mostrando quién es. No hay nada que describa mejor a un ser humano que su forma de mirar.