Vietnam: la guerra continúa
Una tarde de 1966, cuando tenía 24 años, la campesina Tran To Nga vio cómo un avión C-123 estadounidense, que sobrevolaba a baja altura la aldea de Vietnam del Sur en la que vivía, lanzaba una carga de lo que parecían ser unos herbicidas como tantos de esos que se rocían habitualmente sobre los campos agrícolas. “¿Qué podía representar la fumigación de un banal herbicida en medio del apocalipsis que rodeaba a nuestro querido Vietnam en llamas?”, escribió en su autobiografía, Mi tierra envenenada, publicada en Francia en 2016.
El avión dejó “una estela blanca en el cielo azul” y, en el cuerpo de Nga, una sustancia viscosa, pegajosa. Su madre le gritó que se sacara de inmediato la ropa. Ella obedeció, pero no le prestó demasiada atención a lo sucedido. “Con esa ducha tóxica, sin embargo, el mal comenzó a anidar en mi cuerpo”, contó en el libro. Tiempo después, sería nuevamente fumigada con esa misma sustancia, cuando cubría como periodista los combates en el delta del Mekong.
Lo que los C-123 habían lanzado era una poderosísima arma química. Se la conocería como agente naranja, por la franja de ese color que atravesaba los bidones en los que se la transportaba. Durante la guerra de Vietnam, el Departamento de Defensa de EEUU había concebido una serie de armas químicas a partir de sustancias como esta, a las que llamó “herbicidas arcoíris”. Además del agente naranja, estaban el verde, el blanco, el rosa, el violeta.
El objetivo confeso de los gobiernos yanquis, desde el de John F. Kennedy hasta el de Richard Nixon, pasando por el de Lyndon B. Johnson, era defoliar las zonas boscosas y rurales en las que los combatientes del Vietcong podían refugiarse. También privar a los campesinos vietnamitas de sus medios de sustento. El agente naranja fue la más letal de las armas usadas para ese fin. Era mucho más que la mezcla de dos herbicidas hormonales reconocida por el Departamento de Defensa.
A uno de los plaguicidas que intervenía en su fabricación, el 2, 4, 5-T, se le había agregado un compuesto de dioxina, el TCDD, que lo convertía en particularmente dañino. Cuando se conoció su composición, la Organización Mundial de la Salud (OMS) lo catalogó entre los “peores venenos existentes” y lo calificó como “altamente cancerígeno en humanos”, al igual que lo hizo el Departamento de Salud de los propios EEUU. Como las dioxinas son mutagénicas, no sólo produce espantosas enfermedades en quien lo recibe en su cuerpo, sino también en su descendencia.
Tran To Nga encabeza una movilización en París por reclamos sobre las terribles secuelas del agente naranja en la población vietnamita.
Entre 1962 y 1973, EEUU derramó sobre Vietnam del Sur decenas de millones de litros de herbicidas y defoliantes. El agente naranja representó el grueso de las fumigaciones, alrededor del 62 por ciento. Según un informe oficial estadounidense de 2003, elaborado por la química Jeanne Stellman, el número de vietnamitas afectados directamente se situó entre 2,1 y 4,8 millones. Incalculables fueron los afectados indirectos (hijos, nietos de los fumigados). André Bouny, un francés que desde hace años investiga sobre el tema y que ha publicado libros extremadamente documentados, entre ellos, Apocalipsis Vietnam, dice que las cifras del Informe Stellman son un mínimo, que los afectados directos son, “al menos”, cinco millones y que EEUU desparramó sobre el país asiático mucho más veneno que el que reconoce.
Vietnam estima en medio millón el número de niños nacidos con malformaciones como consecuencia del agente naranja. Hasta la tercera o cuarta generación de posguerra, se hacen sentir los efectos de este veneno, calificado en informes científicos de “insidioso, silencioso, invisible”: deformaciones, tumores, ausencia de algún miembro, insuficiencias cardíacas, problemas graves en la piel, ceguera, calcificaciones, abortos espontáneos son algunas de las linduras que provoca.
Bouny preside el Comité Internacional de Apoyo a las Víctimas Vietnamitas del Agente Naranja, una de las pocas organizaciones responsables de que algo de ayuda les llegue a las decenas y decenas de miles de personas que nacen aún hoy en Vietnam “con una apariencia que escapa a la morfología genérica de la especie humana” y que sobreviven aisladas, casi sin cuidados, porque “avergüenzan” incluso a sus familias, en su gran mayoría, compuestas por campesinos pobres que han perdido todo y que dicen no querer, cuenta Bouny, perder también su “dignidad”
. “La culpabilidad personal es la clave de la existencia de estas personas”, consigna un informe de fines de enero de la revista francesa Politis: “La revelación de su envenenamiento llegó demasiado tarde y algunos aún no están convencidos. Hay, todavía hoy, mucho desconocimiento y vergüenza con relación al agente naranja y sus efectos, ligados a las creencias populares: el nacimiento de un hijo deforme o enfermo sería un castigo enviado por los ancestros (…). Las parejas con uno o varios hijos malformados esperan con avidez el nacimiento de uno que no lo sea. Si no lo logran, la aldea podría excluirlos aún más de la vida social”.
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Y hubo en Vietnam también un ecocidio, un concepto nacido, precisamente, a partir de la guerra química lanzada por EEUU en el Sudeste Asiático para describir los atentados deliberados y a gran escala contra el medioambiente. Millones de hectáreas de tierras fértiles y de selva tropical vietnamitas resultaron arrasadas y envenenadas por los herbicidas arcoíris, una contaminación que se prolonga hasta ahora. Hechos similares, en la frontera entre el genocidio y el ecocidio, pasaron en la misma época en Laos y en Camboya, como consecuencia de las fumigaciones estadounidenses, pero son países tan pobres, apunta Bouny, que no han contado con medios para documentarlos.
Por todos esos horrores, por los padecimientos propios -que transmitió a sus tres hijas y que pasaron a sus nietos- y de muchísimos otros, Tran To Nga inició, en 2014, un juicio civil contra las empresas estadounidenses fabricantes del agente naranja. “Tengo muchas de las 16 enfermedades” que la Academia Nacional de Ciencias de EEUU reconoció en 1996 como ligadas a la exposición a esa sustancia, dijo a la prensa francesa.
En 2011, análisis hechos en el laboratorio alemán Eurofins revelaron que Tran presentaba una alta tasa de dioxinas en sangre y que padecía de diabetes, de cloracné, de una enfermedad genética de la hemoglobina, de calcificaciones, de nódulos subcutáneos, de una malformación cardíaca transmisible, de problemas pulmonares. Patologías, todas ellas, incluidas en la lista de la academia estadounidense. Sus hijas también las tienen. O las tenían: la primera, nacida en 1967, murió a los 17 meses por una malformación cardíaca, que, en aquel momento, no se podía ni se sabía a qué atribuirla.
Tran hizo su demanda en Francia, país en el que vive desde 1992 y del que tiene la nacionalidad. El suyo es el primer juicio emprendido por un civil contra esas megacompañías, así como el primero que se hace en un país que no intervino en la guerra. Veteranos de guerra estadounidenses llevaron ante los tribunales de su propio país a algunas de esas transnacionales, logrando en 1984 que se los indemnizara con unos 180 millones de dólares, porque ellos también habían sido afectados por los agentes químicos que manipularon.
Pero a los civiles vietnamitas reunidos en la Asociación Vietnamita de Víctimas del Agente Naranja (VAVA, por sus siglas en inglés) que intentaron seguir su camino, invocando el Protocolo de Ginebra de 1925 contra el uso de armas químicas, la justicia estadounidense los dejó en la antesala: un juez les dijo que un herbicida no era un arma de guerra ni un veneno, un tribunal de apelaciones lo confirmó y la Suprema Corte les cerró definitivamente el paso. También hubo procesos en Corea del Sur por iniciativa de 39 ex soldados coreanos que combatieron junto a los invasores de Vietnam. En 2013, las empresas demandadas resultaron condenadas, pero maniobras diplomáticas de “la embajada” en Seúl hicieron que, hasta ahora, esos veteranos no hayan cobrado un solo dólar, según indicó Politis.
A Tran To Nga, las transnacionales le ofrecieron “arreglos” extrajudiciales para no llegar a los tribunales. Los rechazó. Con 78 años avanzados, dice que está librando “la última gran batalla” de su vida, que la está llevando a cabo “en nombre de todas las víctimas del agente naranja” y que pretende sentar un precedente para que “quede bien claro que estas empresas son tan responsables como el Estado estadounidense” -contra el que no puede litigar en esta instancia- en los asesinatos y otras atrocidades que cometieron. Y busca abrir así una puerta para que otros sigan su camino.
“No quiero que estas multinacionales escapen por la tangente, como demasiadas veces logran hacerlo. Ni ellas ni los gobiernos de EEUU han reconocido lo que les hicieron a los vietnamitas”, dijo a medios franceses a fines de enero, cuando se entró en la etapa decisiva del juicio. “El eventual éxito de Nga jamás se limitará a su propia reparación. Comprenderá el reconocimiento jurídico de la responsabilidad de las empresas, pero también una nueva jurisprudencia utilizable por todas las víctimas de armas químicas y pesticidas”, afirmaron en una declaración publicada el 18 de enero en el diario Libération una docena de asociaciones y centrales sindicales que integran el Colectivo Vietnam Dioxina.
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Seis años pasaron desde aquel 2014 en que Tran To Nga inició su demanda ante un tribunal de Evry, en la periferia de París. Trascurrieron entre las presentaciones de documentación de una parte y de la otra, y entre chicanas múltiples de la pléyade de abogados contratados por las empresas, que intentaron cuestionar la competencia de un tribunal francés en el caso y acusar de difamación a la querellante. El 25 de enero, tras 19 aplazamientos (¡19!), tuvo lugar la audiencia de lectura de los alegatos y se entró en el fondo del asunto.
De las 26 empresas acusadas inicialmente por madame Tran, como la llaman sus abogados, quedaron 14: las otras 12 o bien desaparecieron, o bien lograron demostrar que no tenían relación con el agente naranja. Pero, entre las que quedaron, figuran algunas de las agroquímicas más poderosas del mundo, incluidas Dow Chemical y Monsanto, hoy propiedad de la alemana Bayer y famosa por haber fabricado otros venenos, como los pesticidas a base de glifosato catalogados como cancerígenos en humanos por la OMS, pero con los que se siguen fumigando las tierras agrícolas de buena parte del planeta, en especial, en América Latina. Entre los 12 integrantes del Comité Vietnam Dioxina, aparecen varias de las asociaciones que han denunciado en Francia las prácticas y los crímenes de Monsanto.
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Nacida en el sur de Vietnam en tiempos de la guerra de Indochina, en la que sus padres fueron parte de la resistencia al colonialismo francés, Tran pasó su adolescencia en un país que ya estaba partido en dos. Creció en el norte liberado, a donde su familia la mandó para protegerla, pero, cuando era todavía muy joven, volvió al sur para combatir contra el invasor estadounidense. Durante cuatro meses, recorrió a pie los más de 1.000 kilómetros que separan el norte del sur, atravesando la hoy llamada pista Ho Chi Minh, por entonces, pista Truong Son, a través de regiones selváticas y montañosas fumigadas y napalmeadas. Combatió primero con las armas y luego con la pluma, cuando la agencia de prensa para la que trabajaba la envió a seguir a los milicianos del Frente Nacional de Liberación. Además de fumigada, Tran fue detenida y torturada en una prisión estadounidense, donde, en 1974, nació en cautiverio su tercera hija.
“Soy hija del Mekong, del colonialismo y de la guerra. Soy hija de una tierra mágica y envenenada”, escribió en su autobiografía.
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Fue hacia mediados de la primera década del 2000 que Tran se resolvió a “hacer algo” contra las empresas fabricantes del agente naranja. Debió convencerse primero de que las enfermedades que sufría estaban ligadas a él, vincularlas a las que sufrían sus hijas y nietos, y tantísima otra gente. Consultó a especialistas, se informó. Y se convenció. Más aún luego de que visitó, en 2008, en Thai Binh, cerca de Hanoi, uno de los campamentos asistidos por la VAVA, donde tuvo frente a sí “a adolescentes sin manos ni piernas, bebés deformes, gente sin edad”, relata Politis.
Decidirse a enfrentar a las megaempresas fue otro paso: demasiado poderosas y resueltas a hacer cualquier cosa. Dow Chemical y Monsanto-Bayer, las dos más ricas, tienen un volumen de negocios superior al PBI de Vietnam y cualquiera de las 14 -especialmente Monsanto- tiene abundante capacidad de lobby y un cargado historial en materia de manipulaciones, campañas de difamación, acoso, ataques físicos a través de sicarios, etcétera, etcétera.
En una conferencia llevada a cabo en París en 2009 sobre el agente naranja, Bouny logró que Tran aceptara demandar a las transnacionales. Pero habría otro obstáculo: el judicial. En 2010, bajo el gobierno de Nicolas Sarkozy, el Parlamento votó una ley que quitaba toda competencia a los jueces franceses en materia de derecho internacional. Tres años más tarde, esa competencia se restableció y, al siguiente, Tran presentó su demanda. Sus abogados descartaron la vía penal -más larga y engorrosa, según consideraron- y optaron por la civil.
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Uno de los argumentos de las transnacionales que fabricaron los agentes arcoíris, en especial, el naranja, es que “no sabían” sus efectos. Otro es que “no podían” negarse a participar en los “esfuerzos de guerra” de su país. Los dos son falsos. En el juicio, los tres abogados de Tran (“somos como D’Artagnan y los tres mosqueteros, combatiendo unidos”, dijo la vietnamita) probaron con documentos que, antes de fumigar en Vietnam, Monsanto tuvo que indemnizar a muchos de sus propios trabajadores que se habían contaminado manipulando esos productos. Fueron arreglos extrajudiciales, que no trascendieron y que “quedaron en los ámbitos de la industria” para no provocar un escándalo entre los consumidores estadounidenses, dijo otra abogada, Amélie Lefebvre.
“No quiero vivir eso otra vez”, llegó a decir por entonces en un mensaje interno un jerarca de la transnacional. Los abogados de Tran accedieron también a otra comunicación corporativa, esta vez de Dow Chemical, correspondiente a 1965 -año en que comenzaron las fumigaciones con el agente naranja-, en la que la empresa reconocía la “extraordinaria toxicidad” de ese producto y mencionaba algunas de las patologías que podía desencadenar.
En cuanto a que las empresas estaban “obligadas” a fabricar esos venenos, uno de los tres mosqueteros, William Bourdon, demostró que nadie les puso un revólver en la cabeza. El gobierno hizo un llamado para la fabricación de estos defoliantes “especiales” y todas ellas se presentaron como un solo hombre, porque olían el jugosísimo negocio que tenían ante sus narices y la solvencia de su contratante: el Ejército de EEUU. “No hubo requisición militar, sino una licitación, y ellas respondieron como una banda organizada”, dijo Bourdon. “Fueron todos cómplices: el gobierno y las compañías”, agregó.
Los abogados de las corporaciones alegaron también que EEUU tenía “derecho a protegerse por todos los medios de los ataques del Vietcong”, que nada probaba que las enfermedades de Tran hubieran sido causadas por el agente naranja, que ya habían pasado “demasiados años” de aquello como para ir a juicio… Lefebvre, Bourdon y su otro colega Bertrand Repolt respondieron evocando la imprescriptibilidad de los crímenes de lesa humanidad, apuntando que “nada justifica el recurso a armas químicas en ninguna guerra” y trayendo a colación documentación científica sobre los efectos del agente naranja. “Están acorraladas”, afirmó Bourdon, refiriéndose a las transnacionales. El 10 de mayo, cuando el tribunal de Evry comunique su fallo, se sabrá en la realidad real si eso es así.
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“A mis casi 80 años, estoy cansada, pero no tengo derecho a parar. Y soy la única persona que puede hacer esto. Si desaparezco, ya no quedará nadie”, dijo a la prensa Tran To Nga a la salida de la audiencia de fines de enero. Bouny está de acuerdo. Y dice que ni siquiera el Estado vietnamita, demasiado ocupado en recomponer sus relaciones con EEUU con el fin de “protegerse” de China, hará algo por las víctimas vietnamitas de la guerra química de los años sesenta y setenta, a pesar de que se siguen reproduciendo y de que las zonas devastadas por los agentes arcoíris tardarán muchos años más en regenerarse. Ese abandono: otro de los horrores de la (pos) guerra.
Brecha / La Tinta