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A la calle
x Mario Zubiaga - Profesor de Ciencia Politica
de la UPV
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No somos conscientes de lo que han sido estas elecciones.
No somos conscientes de que las reglas políticas que sustentaron
la transición española y han funcionado mal que bien desde
hace más de veinticinco años, desde el 77, se han ido
al garete. Hablaremos de la obtención de un concejal más,
de la pérdida de tal o cual alcaldía, o de la presidencia
de la Diputación alavesa, cuando esas cuestiones, las de la política
formalizada, no hacen sino reproducir, en una aparente ilusión
de cambio y alternancia radical, un sistema político que no satisface
a una gran mayoría de ciudadanos vascos. Los cambios que han
sido o podían haber sido no son sino revoluciones alrededor de
un mismo eje, el del sistema político español. Todo lo
que pudo haber ocurrido el domingo ya ocurrió alguna vez: el
PNV guevarista ya estuvo vasquizando, in his way, la Diputación
alavesa; el PP ya tuvo alcaldía en Bilbo, la primera en el 37;
los socialistas que medraron con provecho en el Gobierno de Navarra
y quieren volver de la mano de todos «los progresistas»,
siguen sin devolver lo afanado. Como dijo el clásico, el cambio,
cuando es publicitado con el dramatismo de lo absolutamente novedoso,
sólo enmascara el más estéril y conocido de los
estancamientos. La verdadera revolución en esta jornada electoral
ha sido la expulsión de más de 150.000 ciudadanos y ciudadanas
vascas del sistema político vigente. Esa expulsión ha
tenido unos efectos inmediatos, pocos, a nivel electoral, y tendrá
otros, más relevantes, a medio y largo plazo, tanto en el sistema
político como en la propia izquierda abertzale.
La opción constitucionalista se estanca, pero el PP resiste
sorprendentemente. Esa mínima reordenación del voto beneficia
ligeramente al PSE-EE. Sin embargo, aquella pujanza de 2001 que pareció
anunciar el sorpasso españolista ha tocado techo y se desinfla.
El agujero dejado por la izquierda abertzale es rentabilizado, en primer
lugar, por una Ezker Batua asentada en el ámbito municipal urbano,
que entra en muchos ayuntamientos al pasar una barrera que tenía
muy cerca desde hace ya varias elecciones, y, de paso, enseña
al PSE cómo debe actuar para volver a pintar algo en la dichosa
transversalidad vasca. En segundo lugar, Aralar rasca en la CAV algún
voto de lo que fue aquella periferia abertzale que permitió el
salto cuantitativo de EH. Un voto que no ha querido ni votar útil
a la coalición, como posiblemente hizo el 13 de mayo, ni pasar
al exilio interior, en la opción más dura de las posibles.
En Nafarroa, el tirón de su abertzalismo pragmático, alimentado
por la ilusión de una improbable alternativa de progreso, ha
servido para reforzar su posición, a costa del voto protesta
de AuB.
Allí donde ha podido presentarse, la izquierda abertzale está
en los números tradicionales de HB, descontado ya el boom de
EH con los resultados que el 13 de mayo tuvo la última Batasuna,
pero sin perder su suelo histórico. La suma en votos de las opciones
ilegalizadas y las pocas que han conseguido salvarse, alrededor de 150.000
votos, tras una campaña obstaculizada policialmente, con una
papeleta clandestina, sin espacios electorales en los medios y con el
expreso apoyo de ETA, demuestra que la ley no crea ni destruye, sólo
prohíbe o tolera. Los proyectos políticos subyacen, sobreviven
y se transforman al margen de lo que diga la legalidad. Si no fuera
así, hacía ya tiempo que el pueblo vasco, un pueblo que
no ha tenido legalidad propia en los últimos mil años,
hubiera desaparecido sin dejar rastro.
En España, la travesía del desierto del PSOE va ser más
dura de lo previsto, sus expertos ya les decían que, aunque parezca
mentira, hay que ser mucho más burro que lo que ha sido el PP
en los últimos tiempos para dilapidar una mayoría absoluta
en sólo cuatro años. El PP y el PSOE, dos mastodontes,
tienen el mismo problema cuando ninguno gana claramente: ambos deben
pactar con partidos menores, siempre incómodos: nacionalistas
de toda laya, regionalistas pedigüeños, rojos exigentes.
El PP ha ido cerrando muchas puertas que deberá volver a abrir,
si le dejan. Mientras tanto, el PSOE va a tener que mantener abiertas
las puertas de su izquierda y de su sedicente federalismo si quiere
abreviar su travesía. Con la paradoja de que las concesiones
que tendrá que hacer a este doble flanco «radical»
en la gobernación le costarán votos en el otro flanco,
el del centro del electorado que decide las victorias sonadas.
Lo realmente desazonante es que el independentismo vasco sea ilegal
en Euskal Herria. El abertzalismo que concibe la acción política
como una necesaria combinación de movilización y acción
institucional queda fuera de las instituciones locales vascas. Las únicas
que consideraba «algo» suyas. Las únicas en las que
desarrollaba una acción normalizada, doméstica(da), incluso
de gobierno, y no precisamente incapaz. Esta defenestración perjudica,
en primer lugar, a la propia institución. Sobre todo en aquellos
lugares donde la opción ilegalizada tiene una presencia social
importante. ¿Cómo se piensa conseguir la lealtad ciudadana
en Tolosa, cuando la opción semileal con el sistema ha tenido
la alcaldía hasta ayer, es la segunda fuerza y no tiene sitio
en el pleno? ¿Va a reunirse el Ayuntamiento de Lizartza en la
casa consistorial o Egibar tendrá que presidir las reuniones
en la herriko, si no la cierran antes? Los de dentro no lo tienen fácil.
Conociendo los hábitos políticos de los partidos sistémicos,
habrá que esperar desde el ninguneo absoluto a la cooptación
descarada de lo que pueda ser digerible, pasando por el intento titubeante
de abrir nuevos cauces de participación, según la fuerza
del excluido en cada lugar concreto. Eso sí, dentro del «más
escrupuloso respeto a la legalidad vigente».
No hay muchas opciones y, aunque algunas parezcan contradictorias,
serán posiblemente todas ellas las que se pongan en marcha, eso
sí, en tensión constante.
La ilegalización clandestiniza la acción política,
y ese proceso inevitable permite refrendar la profecía autocumplida
de que todo independentista que protesta es de ETA, y puede ser castigado
como tal. Si es delictivo luchar por la autodeterminación al
margen de las instituciones, si 150.000 desobedientes son miembros de
ETA que simplemente no han sido detenidos todavía, la hipertrofia
política de ETA es absoluta. Una nueva ETA, engordada en labores
políticas que ahora también son ilegales, tendrá
que actuar como lo hacía en aquellas conocidas catacumbas del
tardofranquismo. Si España ha vuelto a los oscuros sesenta, Euskal
Herria volverá, en parte, a los sesenta: esperemos que, de volver,
vuelva a la imaginación colorista y no a «la pata de elefante».
Valga el doble sentido.
Haciendo de la necesidad virtud, sin brazo institucional propio, la
izquierda abertzale tendrá que reforzar el brazo movimentista.
El movimiento, la calle, las iniciativas sociales, van a multiplicarse.
Algunos han definido acertadamente al MLNV como ese ente social que
tiene una inagotable capacidad para crear organizaciones. Organizaciones
que demasiadas veces nacen, languidecen y mueren sin aportar gran cosa
en el ínterin. Por eso es importante recordar que la institución
siempre es necesaria, no se puede mantener en agitación constante
a tanta gente durante tanto tiempo. Otra cosa es que la institución
deba ser lo que hasta ahora hemos entendido como tal. Hoy no se trata
de crear mil y un grupos con mil y un nombres que se olvidan antes de
poder ser recordados. Hoy se trata de conectar, conectar esfuerzos soberanistas
y evitar lo que cortocircuita las conexiones. La conexión de
iniciativas sociales es ya, en sí misma, «institución».
Sin monopolios estériles ni viejas disciplinas reeditadas, la
izquierda abertzale está en la mejor posición, como siempre
ha ocurrido en la reciente historia, para aprovechar los vientos de
renovación política que soplan por el mundo. Más
allá de la pura clandestinización, la neo o subpolítica
que se avecina nos introduce en una nueva dimensión en la que
un movimiento civil por la autodeterminación conectado en red
y entendido como institución social alternativa presiona sobre
las instituciones existentes para la consecución de un cambio
político. Si tal situación se gestiona con inteligencia,
no sólo será inevitable el cambio que desea la mayoría
social vasca, sino que probablemente se abrirá paso a un nuevo
modo de entender la actividad, los medios y los objetivos políticos.
Permitirá observar cómo la deslegitimación social
y el hastío de la política «moderna» clásica
arrumban sin piedad a esos dinosaurios partidistas que todavía
siguen jugando al juego miope de la competencia por el voto, sin atisbar
siquiera que el meteorito de la nueva política traerá,
más pronto que tarde, su Armagedón.
Gara 27/05/03
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