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Violencia atronadora y violencia silenciosa

Tras cada acción armada de ETA sufrimos un auténtico chaparrón sobre lo pernicioso de la violencia, la de ETA, por supuesto. Portavoces institucionales, políticos y grupos pacifistas acusan a la izquierda abertzale de actuar, qué digo actuar, de ser unos fascistas que tratan de imponerse por la fuerza, cuando todo se puede defender con la palabra. Se le acusa de practicar la limpieza ideológica, que conduce a que en el «País Vasco» no haya libertades para los «no nacionalistas». Así, cientos de artículos, reportajes, entrevistas, llamadas anónimas a las radios... recrean esa realidad virtual para sentenciar que la violencia, la de ETA, la única, resulta algo abominable que se debe condenar. Que ellos condenan y que EH, al no hacerlo, muestra su talante anti-democrático.

Así las cosas, esta lógica necesita hacer desaparecer toda una realidad, aquella que surge de la sistemática y continua violencia que ejercen los estados francés y español, y de la conculcación de derechos ­nacionales, lingüísticos, culturales...­ de centenares de miles de vascos. Los «demócratas» necesitan de esta omisión para que su condena de la violencia atrone, para que algunos puedan decir aquello de que «o se está con los verdugos o se está con las víctimas», o puedan, en su caso, condenar «la violencia venga de donde venga», sobre todo si la que se practica desde el poder se silencia. En estos años, sólo se han acordado, una década después de su impune surgimiento, de los GAL, pero con una clara finalidad: ayudar a realizar aquello que se llamó la «alternancia», la sustitución del PSOE por el PP en el Gobierno español. Ahora, pelillos a la mar. Hasta Ricardo García Damborenea acude a las manifestaciones del Foro de Ermua, que aglutina a los mártires de las libertades, como les gusta definirse a ellos mismos.

Las expresiones de violencia en Euskal Herria son, por desgracia, multilaterales, y, más aún, aquí no hay ninguna duda de qué fue antes, el huevo o la gallina, puesto que el mínimo análisis histórico desvela que la opresión y represión de Euskal Herria incubó una violencia de respuesta, se esté o no de acuerdo con esta última. Por decirlo en una sola frase: la negación violenta de derechos germina un conflicto político que se encuentra en el origen de la violencia enfrentada a esa negación.

Así pues, para referirnos a la tan manoseada cuestión de la violencia, hemos de constatar, primero, esa realidad. Una realidad que se pretende pervertir con la sarcástica idea de que los abertzales quieren imponer por la fuerza su proyecto político, por lo que los «no nacionalistas» padecen merma de sus libertades. A fuerza de ser repetida y sobredimensionada por los altavoces mediáticos, la perversión ha logrado calar hasta en algunos textos de Lizarra-Garazi, donde, ante el acoso españolista tras la ruptura del alto el fuego de ETA, se afirma que ningún proyecto se puede imponer por la fuerza. Por supuesto que no, pero, cabría matizar, los únicos que en Euskal Herria han impuesto su proyecto son esos que se llaman «constitucionalistas». En el caso de la izquierda abertzale, tanto quienes practican la lucha armada, ETA, como quienes se encuadran en organizaciones de acción y denuncia exclusivamente política, reclaman, precisamente, un campo de juego donde todos los proyectos tengan la posibilidad de materializarse. Porque, la cuestión no reside sólo en que hay proyectos que se imponen por la fuerza ­que los hay: los de los estados español y francés­, sino en que, además, por la fuerza se impiden otros proyectos, como el que pretende constituir una Euskal Herria independiente.

La realidad es la que es, nos guste o no. Otra discusión distinta es la posición que cada fuerza política o sector social tenga sobre la utilización de la violencia. Sin duda, quienes se asientan sobre el actual estado de cosas no tienen ningún problema a este respecto, pues asumen que el Estado es depositario del monopolio de la violencia, y su uso y abuso no les preocupa; de hecho, como hemos visto más arriba, se oculta para que sus voceros políticos, sociales y mediáticos puedan aparentar un perfil pacifista. Los alaridos de la tortura en los calabozos de la Guardia Civil no les quitan el sueño; simplemente, no los oyen.

Quienes históricamente han defendido la necesidad de un nuevo estatus jurídico y político que garantice las libertades y derechos de los vascos han mantenido una posición ideológica de defensa de la legitimidad de todas las formas de lucha en favor de dichos derechos. Ese principio mantenido durante décadas en la izquierda abertzale es puesto en duda desde hace algún tiempo por algunos sectores, que aducen razones de índole ética para ello. En este punto, tomar cierta distancia puede resultar la mejor forma de abordar la polémica. Preguntarse sobre la utilización de la violencia revolucionaria en zonas del mundo como Palestina, Sudáfrica o Irlanda, por citar sólo algunos casos, ayudará a muchos a responder a esta cuestión. No me cabe duda, además, de que aquellos que han cuestionado la legitimidad de todas las formas de lucha por motivos éticos se encuentran más que influenciados por la presión mediática y por la realidad amorfa de violencia unilateral que el poder ha dibujado.

Pero, a tenor de los muchos pronunciamientos que en estas mismas páginas hemos visto en los últimos tiempos, existe todavía otro ángulo a tratar: la eficacia de determinadas formas de lucha. Me refiero, obviamente, a la lucha armada.

Respecto a la eficacia que el poder otorga a la utilización de la violencia, no me cabe duda de que los estados y sus representantes están plenamente convencidos de su utilidad, tal y como lo demuestra su inequívoca apuesta represiva. Por ello, no merece la pena extenderse en esta cuestión, si no es para volver a constatar la doble moral con la que actúan quienes bombardean a los abertzales con tanto cinismo.

En cuanto a la lucha armada, a nadie se le escapa que debatir sobre ella en estos términos resulta cuando menos peliagudo. Porque, si bien no existe ningún problema en decir que la misma imposibilita la colaboración abertzale, resulta incompatible con la construcción nacional y lleva al PP a la mayoría absoluta, plantear que gracias a ella (más bien, al conjunto de la lucha de la izquierda abertzale) se logra hacer frente a la imposición, se ha superado la trampa de la reforma y la partición de Euskal Herria y se crean nuevas situaciones sobre las que abordar el proceso político lleva a quien lo defienda directamente a la cárcel. La desventaja en el debate resulta, por lo tanto, notoria, aunque, ciertamente, su resolución se produce mediante la vía de los hechos, en tanto que ETA considera la lucha armada como un instrumento válido para la defensa de Euskal Herria.

Entre la desventaja de quienes no pueden defender la lucha armada abiertamente y la de quienes la denostan pero no pueden decidir sobre ella, se re- produce cíclicamente en la izquierda abertzale y sus aledaños el debate sobre su eficacia política, dejando, como se afirma recurrentemente en las discusiones sobre este tema, los argumentos éticos en el cajón. Como si se pudiera deslindar lo que no es sino un difícil y complicado dilema entre la ética y la eficacia. Hablo de la ética de los oprimidos y de la eficacia de los pueblos que luchan por su libertad, lejos del significado que desde el poder se otorga a estos conceptos para justificar la opresión y deslegitimar a quienes luchan por sus derechos.

En cualquier caso, el debate de si la lucha armada es un estorbo o un instrumento eficaz de acción política no es nuevo, pues se abre cada vez que alguien afirma que «ahora» la misma ya no tiene sentido o es contraproducente. Resulta reseñable que el término de «ahora» reconoce que «antes» sí era positiva. En esas valoraciones podemos encontrar las posiciones más pintorescas, como las de aquellos que hace veinticinco o treinta años criticaban la lucha armada ­algunos censuraban a ETA por su abertzalismo y radicalismo pequeño-burgués y su distanciamiento del pueblo­ y hoy en día, incluso desde el entorno de la izquierda abertzale, dedican sus esfuerzos a hacer ver a ETA que los tiempos han cambiado y que en las actuales circunstancias sus acciones son negativas. Cabría pedirles primero a todos ellos ­desde el PNV hasta quienes se encuadraban en la izquierda más revolucionaria­ que reconocieran que entonces, cuando, por ejemplo, condenaron la acción del «comando Txikia» contra el almirante Carrero Blanco, estaban equivocados, para que así su argumentación evolutiva tuviera mayor consistencia.

Al margen de la anécdota y la casuística, el debate de la lucha armada en ocasiones esconde, en realidad, el de la lucha... a secas. En más de una ocasión hemos visto que lo que era una crítica a una forma de lucha, a un instrumento, se convertía posteriormente en una posición de liquidación política, no de la lucha armada, sino de los objetivos de liberación nacional y social. La historia está llena de ejemplos. EE o Elkarri, en dos periodos distintos de crisis y encrucijada ­la Reforma y la caída de Bidarte­ en los que otros mostraron determinación por seguir en el camino hacia la libertad, son muestra de esa degradación política.

No podemos olvidar tampoco que muchas de las argumentaciones aparentemente políticas que cuestionan a quienes luchan, y abogan por lograr una salida cuando antes y al precio que sea, no esconden sino la debilidad o los miedos de quien las realiza. Resulta humanamente comprensible que cuando nos miramos en deter- minados espejos sintamos contradicciones y deseos de que «todo se acabe». Lo que ya no lo es tanto es que para salvar esas contradicciones queramos dar un barniz político a nuestras propias limitaciones y contribuyamos así a malograr las condiciones que hoy día existen para avanzar en el camino de la construcción nacional de Euskal Herria.

Ante ello, en el terreno de la eficacia política, nadie podrá negar que la actuación de la izquierda abertzale ha logrado que Euskal Herria no haya sido engullida por el marco jurídico-político que niega su existencia como pueblo. Y sólo los malintencionados no reconocerán que, en ese combate desigual contra dos poderosos estados, el movimiento independentista ha conseguido abrir nuevos espacios para un proceso hacia un nuevo escenario, que, sin duda, exigirá todavía trabajo e implicación de diferentes sectores sociales y políticos.

En estos últimos años se han generado condiciones para poner en marcha un proceso político y se han dado pasos cualitativos en el mismo, pero ese proceso debe alimentarse y dichas condiciones trabajarse. Si no, se producen los colapsos, las zozobras y el deseo de que una evolución metafísica de terceros produzca avances milagrosos. Y así surgen valoraciones equivocadas sobre la situación política, como la que pone en una hipotética tregua toda esperanza para avanzar. Sin embargo, cabría recordar que el bloqueo del proceso se produjo, precisamente, en pleno alto el fuego y que, tras su final, paradójicamente, se ha visualizado claramente la necesidad de definir el mismo. Incluso fuerzas que se mantuvieron pétreas durante los catorce meses de cese de acciones armadas por parte de ETA, como el Partido Socialista, se han visto en la obligación de moverse.

En fin, si quienes afirman que ETA «estorba» hubieran realizado una mínima parte del esfuerzo que debemos realizar hacia un estadio de democracia y paz y se aprovechasen con valentía las condiciones políticas y sociales existentes, ahora mismo nos encontraríamos mucho más cerca de recuperar los conculcados derechos de Euskal Herria.

Gari Mendiluze (título original: "Violencia", 20 de junio de 2000)

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