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Animalismo
x Luciano Bonfico
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¿Qué misteriosa intuición
de lo que es el cosmos nos ha inducido, desde el amanecer de nuestra
juventud, a cuestionar sin tregua y a replantear sin darnos ni dar respiro
los así llamados “principios básicos de la alimentación”?
¿Qué tendencias primordiales de nuestra mente es la que
nos ha puesto a todos nosotros, animalistas conscientes de nuestra misión,
en camino de esta senda por la que transitamos a diario? ¿Qué
aventuras y desventuras nos esperan, a cada recodo de un camino tal,
si hemos de permanecer fieles a nuestra práctica de una alternativa
nutricia cuyos pilares básicos excluyan matanza y tortura de
animales? Estamos ciertos de transitarlo con determinación y
dureza de ánimo. Pero también, ¿por qué
razón oculta esos mismos planteos, para nosotros estimulantes
e irrefutables, no ejercen influjo alguno en millones de hombres y mujeres
satisfechos de izar día tras días hasta sus bocas, como
una bandera de indiferencia universal, carne mutilada de animales? ¿Hay
algo que exceda en fantasía y horror que el ver a una persona
devorar los restos de un animal con placer y con endemoniada sed de
sangre?
Cambiemos el escenario que le rodea en ese instante; mutemos su elegante
cocina o su living-comedor por una cueva tupida y oscura, imaginémoslo
tosco y en cuclillas en vez de sentado y viendo la TV, y dígasenos
si quien deglute la carne muerta de un semejante no es un perfecto salvaje.
La tranquila apariencia de ese pacífico aposento no es más
que el último eslabón de un extenso circuito de captura,
tortura, matanza y carneo que lleva hasta su mesa los restos de una
víctima inocente. Es como si una película empezara mostrando
la cara sonriente y bonachona de alguien, sin indicarnos que su sonrisa
es debido a la eficiencia asesina con que acaba de estrangular a una
niña. Si el decorado del pacífico aposento de nuestro
ejemplo fuese correlativo a los usos alimenticios de sus dueños,
sus paredes debieran chorrear sangre y sus pisos chapotear pieles desolladas.
¿Por qué tanta indolencia frente a los animalicidios
perpetuados por nuestra especie sobre las demás a lo largo de
la historia? ¿Será acaso debido al bombardeo propagandístico
que llevan a cabo las multimillonarias empresas cárnicas y lácteas,
el cual, repetido hasta el hartazgo ha surtido el efecto deseado en
las masas consumidoras, siempre ignaras y perezosas? ¿O tal vez
lo que echamos de menos sea una educación respetuosa por la vida
desde nuestra más temprana edad, que nos enseñe a tratar
a los animales de un modo ético y afectivo al mismo tiempo? No
es de extrañar que muchos de quienes hemos abrazado el principio
de que comer carne es éticamente repulsivo además de cruel
y despiadado, hallamos llegado a un grado de interrelación tal
con los animales que nos vuelve más deseable su compañía
que la de la mayoría de las personas.
Pues claro está que jamás un animal nos dañará
adrede y con malicia. Jamás veremos a un animal torturando por
placer, pues la única especie que tortura, a la propia y a las
demás, lamento recordárselos, es la nuestra. Los animales
cuidan a sus hijos como los cuidaría un ser humano y cualquier
animal defenderá a su hijo con idéntica o mayor ferocidad
con la que lo haría una madre humana. Su capacidad de sufrimiento
y sensibilidad equipara a la nuestra y nos supera en rubros como el
concerniente a la protección de su propia especie, puesto que
jamás incurrirían en la cantidad abrumadora de deslealtades
hacia la propia prole en que incurrimos los humanos a diario a través,
por ejemplo, del aborto, de la drogadicción pre- parto, de la
intoxicación nicotínica sobre el feto o de tantos otros
manipuleos modernos que equivalen, muchas veces, a un agazapado instinto
suicida.
Por lo tanto, quien decida matar y cocinar a un animal, o bien convertirse
en cómplice de su asesinato pagando a un matarife la presa ya
muerta para luego devorarla con las manos limpias de sangre, es culpable.
Lo es más aún si ni siquiera está dispuesto a contemplar
opciones alternativas de alimentación como lo son quellas compuestas
por vegetales, granos, legrumbres y frutas. ¿Culpable de qué?
Pues de estar causando deliberadamente un sufrimiento innecesario, estúpido,
cruel e injustificado. Se sobreentiende que no es el caso de aquellas
personas para quienes, en la Argentina de hoy, el próximo almuerzo
es un albur y cosa siempre insegura; ese hermano nuestro no tiene computadora
en su casa de zinc, conque a gatas podría enterarse de lo que
cualquier clase media hace sólo con enchufar su PC. No me venga
usted, que me está leyendo, con la cantinela de que no debiera
preocuparme el sufrimiento de las vacas mientras el morador de esa casa
con techo de zinc no tenga nada para comer, porque francamente a usted
le importa un rábano su suerte, tan poco como le preocupa la
del pollo de su freezer (hablo del freezer de su cocina y no de ese
otro que en su cerebro le permite congelar cualquier imagen desagradable
de sí mismo). El ser humano tiende a ingeniárselas para
esgrimir argumentos justificativos que le permitan comer carne sin el
menor remordimiento; cualquier excusa está a mano cuando de asesinar
animales con la conciencia tranquila se trata. Según el argumento
de la cadena alimenticia -si no el más común el más
invocado por las personas que han transformado sus estómagos
en cementerios ambulantes- comer carne no sería un crimen, sino
algo tan natural como ver a un tigre que mate una garza, dando cumplimiento
a su rol natural dentro del ecosistema y satisfacción a su instinto
de supervivencia.
La pirámide social vigente dentro del mundo animal no se resiente
con ello, pero sufre una distorsión calamitosa cuando toda una
industria de millones de dólares montada alrededor de criaderos
y mataderos altera sin cesar los parámetros de la naturaleza,
cosa que se verifica en la extinción progresiva de tantas especies
y en la polución creciente de tantos cursos de agua sobre lo
que se derraman toneladas de desechos animales provenientes de criaderos
próximos. O en la deforestación de bosques y suelos utilizados
para abastecer a la cría intensiva de ganado. ¿Cuán
natural se le puede llamar al encierro de pollos en críaderos
artificiales donde se los engorda inyectándoles hormonas y otras
porquerías que los harán crecer en un breve lapso? Luego
el ser humano tan gustosamente se come todo aquello que al pollo fue
inyectado con el agregado de dolor y sufrimiento que aquél animal
le traspasa a su alma. ¿Será, acaso, que aquella matanza
que le permite subsistir a los depredadores dentro del reino animal
equivale a la efectuada por la especie humana, solo que ésta
última la realiza de un modo sofisticado y perversa? Pues claro
está que ante la falta de alimento, cualquier humano estaría
dispuesto a matar para comer, y no solo a los animales de otra especie,
sino que se ha comprobado que en situaciones límites también
ha llegado a comer carne de la suya propia. Pero el punto aquí,
señores y señoras, es que ninguno de nosotros se encuentra
en una situación tan extrema como para justificar los terribles
correctivos que gustamos inferir.
Muchos seres humanos que dicen amar a los animales llorarían
a gritos si frente a sus ojos alguien arroja sobre brasas ardientes
en la parrilla, a su perro, a su gato, o al hamster preferido de su
infancia, pero sin embargo, ellos mismos son quienes luego ponen en
la parrilla sin parpadear a una vaca, a un cerdo, a un pollo o a un
cordero, que son animales tan inteligentes y sensibles como los otros.
Ahora bien, déjenme destilar hasta sus corazones, como un hilo
clorhídrico, una cuestión que pocos se hallan dispuestos
a explorar hasta sus últimas consecuencias, si no es con la armadura
de alguna excusa idiota sacada de la Biblia o de algún texto
bachiller sobre la cadena alimenticia. Se trata de lo siguiente: ¿no
es contradictorio cuidar, respetar, y amar a unos animales mientras
que a otros se les asesina, sazona y come?
Amamos a nuestro perro como a amaríamos a nuestro mejor amigo
y luego vamos y nos atiborramos de los cadáveres de animales.
¡Con qué facilidad la veleidad humana triunfa sobre la
débil voluntad! Marionetas de carne es lo que somos, marionetas
que no nos atrevemos a sospechar siquiera que se pueda vivir sin hacer
sufrir, sin castigar, sin matar y sin torturar, como si una vocación
siniestra por inferir dolor nos arrastrara sin remedio a profundidades
insondables de crueldad.
Somos dóciles títeres atados a los mandatos de nuestros
vicios, indiferentes al daño ajeno siempre que se trata de halagar
nuestros gustos. ¿Hasta cuándo?
[01/05/03]
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