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El nuevo tabú de la muerte
Alizia Stürtze (Creatividad y calidad de vida)
En un relato de Pío Baroja, un tabernero de un pueblo de Euskal Herria,
postrado en la cama y rodeado de sus amigos, les dice : "Bueno, adiós!"
Se da la vuelta y se muere. El personaje muere muriéndose, como diría
Castilla del Pino, es decir, experimentando su propia muerte, consciente de
que termina su vida biológica y con ella su vida biográfica. Es
una muerte "domesticada", solidaria, acompañada, en la que
el agonizante preside su propia desaparición junto a su familia y su
entorno. Algo impensable hoy en día en que la muerte ha sustituído
al antiguo tabú sobre el sexo y se ha convertido en una nueva categoría
de lo obsceno, de lo impronunciable, en algo que se oculta y sobre lo que se
considera de mal gusto reflexionar, debatir o filosofar.
Vivimos como si la muerte no existiera, no nos concerniera y, dando prueba
de una tremenda inmadurez, la mayoría declaramos no sentir preocupación
por la muerte y, al mismo tiempo, preferir una muerte súbita, no preparada
de antemano: no queremos vivir nuestra muerte y parecemos haber escogido vivir
de espaldas a ella, ignorándola. La muerte, como concepto, ha dejado
de ser considerada connatural al ser y se ha convertido en algo que se combate
y que sólo ocurre cuando la "ciencia" falla. Nuestra sociedad
vive privada de la consciencia de su propia finitud.
Con la desaparición de la cultura rural y de la cohabitación
de varias generaciones bajo un mismo techo, sumergidos y aislados en el anonimato
urbano, la imagen de la reunión familiar y social, niños incluidos,
en torno al lecho de muerte y todo el ritual que le acompañaba se ha
vuelto caduca. La medicalización de la sociedad contemporánea
ha acabado en poquísimos años con esa muerte hogareña y
domesticada. Las consecuencias no son sólo el control médico sobre
el agonizante, con el consiguiente peligro de enseñamiento terapeútico,
sino la deshumanización de la muerte que, al no aceptarse, adquiere carácter
de clandestinidad.
El agonizante es un ser privado de sus derechos, al que se trata como a un
menor o como a alguien que ha perdido la razón. Aquél que, a pesar
del ocultamiento, adquiere conciencia de su agonía, ha de vivir su experiencia
en solitario, sin posibilidad de intercambiar sus impresiones con los que le
rodean, privado de su propia muerte. Y, una vez muerto, desaparece en cuanto
que se considera de mal gusto hablar de él. Porque en esta sociedad de
supuesta felicidad y bienestar permanentes, en la que no queda lugar para el
sufrimiento y la tristeza, se considera vergonzante hablar de la muerte y los
desgarros que produce, en la misma medida que antes se tenía por impúdico
hablar del sexo y sus placeres.
Y es que este tabú de la muerte pesa también sobre los vivos, quienes, por grande que sea su pena, deben además someterse a las implacables leyes del mercado y de la sociedad de consumo que rigen también sobre los cadáveres y han convertido a la muerte en motivo de especulación y de beneficio, sustituyendo todo el ritual antiguo por fúnerales a la "carta", al más puro estilo americano, incluída la posibilidad de pago en cómodos plazos.
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La Haine
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