El tiempo, de valor de uso a valor de cambio

x Alizia Stürtze

Cuando la vieja izquierda y los sindicatos incorporan el concepto patronal de “competitividad” (producir más en menos tiempo) es porque han hecho suyo el antinatural principio capitalista de que el tiempo es oro, es decir, es un mero valor de cambio, una mercancía más que se compra y se vende, y existe sólo en función de su valor coyuntural de mercado. Según esto, y dado que nuestra existencia es limitada, nuestra propia experiencia vital individual, que consideramos tan irrepetible y a la que tanto nos aferramos, en realidad sólo vale en la medida en que tengamos más o menos tiempo (más o menos horas de trabajo) que vender, y que ese tiempo mercantilizado sea más o menos valioso para quien lo compra; es decir, que estemos capacitados para usarlo en algo que demanda quien nos emplea para que así nuestra hora “valga” más.

De este modo, el trabajo no es simplemente un modo necesario de asegurar las necesidades elementales, y mucho menos aún una fuente de creación humana liberadora. El trabajo (el empleo del tiempo) se convierte en estoico sacrificio. Se trata de que vivamos conforme a esa reaccionaria concepción burguesa que hace de la hiperactividad y del esfuerzo hasta el agotamiento la base del triunfo individual, triunfo que queda subsidiariamente reflejado en nuestra capacidad de acceso al alienante hiperconsumo, y que tiene su expresión más extrema en el “karoshi”, o sea, en la muerte por sobretrabajo.

Esta debe de ser supuestamente nuestra principal meta en la vida, y en base a ella debemos educar a nuestros hijos, a los que cada vez precipitamos más tempranamente fuera de la infancia: “perder” el tiempo es malo, porque de lo que se trata precisamente es de “ahorrarlo” y de “aprovecharlo”, para trabajar (para producir) más en menos tiempo.

Encontrar placer en holgazanear es pecado. Estar sin más o aburrirse es una blasfemia. Jugar con nuestros niños o escuchar al amigo es “tirar” el tiempo. Intentar dar a la propia existencia un contenido creativo, dionisíaco y epicúreo es un crimen... a menos que seas rico. Los que sólo contamos con nuestra fuerza de trabajo tenemos pues la “obligación bíblica” de estar siempre activos, siempre haciendo cosas “útiles”, aprovechando hasta el tiempo de ocio para seguirnos formando e intentar “triunfar” en un mundo cada vez más agresivamente competitivo. La base de nuestra vida no debe ser vivir el tiempo propio, según nos dicte la propia naturaleza, sino acelerarlo de modo neurótico, sin tiempo de pensar, ni de contemplar, ni de intercomunicar, ni de ir reposando la madurez, lanzados en un mercado que nos exige una flexibilidad total (disponibilidad permanente) y una involucración absoluta (formación continua le llaman), de modo a estar siempre a punto para lo vaya exigiendo el mercado.

Nuestro tiempo ya no nos pertenece y, por lo tanto, nuestra vida tampoco. ¿No es sobrecogedoramente terrible pensar que ni tan siquiera estas minivacaciones de “Semana Santa” han sido nuestras?

 
         
   
 

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